En psicología se usa el término afectividad para designar la susceptibilidad que el ser humano experimenta ante determinadas alteraciones que se producen en el mundo sexual o en su propio yo. También se conoce como el amor que un ser humano brinda a alguien.
Tiene por constituyente fundamental un proceso cambiante en el ámbito de las vivencias del sujeto, en su calidad de experiencias agradables o desagradables.
La necesidad de enfrentar un mundo cambiante y parcialmente impredecible hace necesario que cualquier sistema inteligente (natural o artificial) con motivos múltiples y capacidades limitadas requiera el desarrollo de emociones para sobrevivir.
Para Renny Yagosesky, Escritor y Orientador de la Conducta, no existen emociones negativas, y sólo dos factores las convierte en potencialmente negativas: el tiempo de permanencia y las cogniciones que las acompañen. Desde esta óptica, la rabia puede servir para proteger un territorio que se cree amenazado, la tristeza puede ayudar a una introspección curativa, la culpa nos permite reconstruir nuestra moralidad, y el miedo sirve para protegernos de riesgos perjudiciales. Asegura que ciertas emociones pueden dañarnos cuando dejan de ser una expresión, una reacción, y se fijan como estado o condición, con poca o ninguna variabilidad. Para Yagosesky, los estados internos que promueven mayor bienestar son: la alegría y la serenidad, y sugiere para alcanzar la alegría, incrementar las actitudes de gratitud y optimismo, y para desarrollar serenidad aboga por aprender neutralidad o bajo juicio, y relajación frecuente.
Conductualmente, las emociones sirven para establecer nuestra posición con respecto a nuestro entorno, impulsándonos hacia ciertas personas, objetos, acciones, ideas y alejándonos de otras. Las emociones actúan también como depósito de influencias innatas y aprendidas, poseyendo ciertas características invariables y otras que muestran cierta variación entre individuos, grupos y culturas (Levenson).