Resulta fácil acorralar a quien piensa distinto bajo una nube de insultos. Resulta difícil mantener la discusión en un clima de respeto y con la mirada puesta en los argumentos.
En un debate sobre Dios, sobre el hombre, sobre el aborto, sobre los derechos ciudadanos, sobre la paz, lo importante son los argumentos. Pero algunos buscan sólo “resultados” inmediatos con la ayuda de golpes de efecto y descalificaciones del “adversario”, o dando más tiempo la palabra a los “amigos” y menos a los que tienen ideas diferentes de las propias.
Pero el aparente triunfo de quien acorrala al contrincante bajo un torrente de descalificaciones y de frases efectistas, pero vacías de contenidos, es siempre una derrota. Como es derrota fijarse más en los aplausos de los oyentes o en los votos de los que lectores de internet que en la validez de las razones ofrecidas.
Es derrota, principalmente, del mismo debate. Porque lo propio del ser racional es profundizar en los argumentos, analizarlos serenamente, descartar los que sean falsos y acoger aquellos que nos acerquen a la verdad.
Es derrota, también, de quien recurre a la demagogia, de quien busca sólo victorias de escaparate. Porque muestra su bajeza interior, desde la cual llega al absurdo de declarar la propia victoria cuando sólo ha conseguido mover los sentimientos de la gente, mientras usaba mentiras, frases ambiguas y descalificaciones. Su aparente triunfo, en realidad, era señal de su pobreza como hombre y como miembro de la sociedad.
Es derrota de la “víctima”, de quien queda en ridículo, de quien es marginado ante las risas de los espectadores, de quien sale del estudio como un pobre fanático esclavo de sus convicciones. Es derrota, sí, de la víctima, aunque también es su victoria, si no ha respondido al insulto con el insulto; si ha buscado ofrecer argumentos con respeto; si ha podido afrontar, incluso con su silencio, a quienes le robaban la palabra y lo humillaban con sus desprecios miserables.
El ser humano es muy complejo. Razona y siente. Argumenta e insulta. Tiene momentos de brillantez y bajezas miserables. Sabe escuchar y puede aplastar a otros con sus gritos.
Pero es capaz, desde un buen nivel de educación y desde las convicciones más nobles, de escuchar, de razonar, de contribuir a debates en los que el respeto sea no sólo una fórmula vacía, sino una actitud de fondo.
Desde el respeto, el otro será tratado según una dignidad que nos une y que nos exige, a todos, mirar al frente y darnos la mano en el camino que lleva hacia la verdad y la justicia. También cuando llega la hora de renunciar a convicciones a las que estábamos muy aferrados pero que mostraron su falsedad gracias a la ayuda de quienes nos ofrecieron buenos argumentos en un clima de cordialidad y de respeto.
Por Fernando Pascual