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General: Oiga, señor, ¿cuándo van a venir a ayudarnos?
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: Damara  (Mensaje original) Enviado: 16/01/2010 08:37
Miles de haitianos esperan, algunos con resignación y otros con rabia, que llegue la ayuda que se acumula
 en el aeropuerto de Puerto Príncipe
 
Al parecer están aquí, pero no han llegado. Dicen que unos bomberos han rescatado a unos niños con vida de entre los escombros, y debe ser verdad, pero uno puede recorrer durante cinco horas la ciudad destruida sin encontrarse ni un rastro de ayuda internacional. Dicen que sí, que en el aeropuerto de Puerto Príncipe ya hay muchos aviones con víveres y alimentos, costosos equipos de comunicaciones y la mejor voluntad del mundo, pero nadie se ha acercado a ayudar a Louise, que busca a su marido y a la esperanza que aún guarda entre los escombros. Ni a Malen, que dirige un hospital que hasta el día del terremoto tenía más de 100 médicos y ahora sólo dispone de 20 y un número que ni ella sabe de enfermos. Ni a Lionel, que confunde al periodista con un médico y le implora un calmante para el dolor de su pierna amputada. Ni, desgraciadamente, nadie ha llegado a tiempo a Haití para ayudar a
 
Antoine... Aunque también es verdad que cualquier ayuda para él llegaría ya definitivamente tarde.
Antoine llega al cementerio de Puerto Príncipe a eso del mediodía, cuando el sol ya está en todo lo alto y el olor a descomposición lo inunda todo. Trae el cadáver de su hijo de siete años para darle sepultura. Ha caminado durante una hora, utilizando un viejo pupitre del hijo como camilla y una sabana raída como sudario. Antoine quiere enterrar a su niño con sus propias manos, y para eso dispone de un palustre y de dos ramitas de hierbabuena en los orificios de la nariz. Pero los sepultureros le cierran el paso. Le dicen que tendrá que pagar unos centavos o tirar a su hijo en una de las muchas fosas comunes de la ciudad.
A Antoine le puede la rabia. Enseña su palustre en señal de lo que puede llegar a hacer un hombre desesperado y finalmente consigue entrar en el camposanto con su hijo muerto. De camino a un trozo de tierra libre tiene que pasar junto a cadáveres que nadie se preocupó de enterrar. Antoine se pierde llorando por un paisaje de espanto.
 
No muy lejos, Louise busca a su marido entre los escombros del palacio de Justicia. El edificio se ha venido abajo por completo. Sólo queda la estatua de un tal Guy Malary y la placa que da fe de que en 1993 fue asesinado por defender la democracia y la justicia. Nada más. Louise cuenta que su marido era juez, tenía 44 años y tres hijos, uno de ellos de ella y los otros dos nacidos de otras relaciones simultáneas. Lo demuestra contando que su hija de 14 años tiene otra hermana de la misma edad pero de distinta madre. "Aunque yo me encargo de todos", aclara Louise en medio de la pena. Hay testigos que vieron a Jean Cloude Rigueur, que así se llamaba el juez, entrar en el edificio minutos antes del terremoto. Ya no salió. El caso es que Louise no sólo lo busca desesperadamente para darle sepultura, sino por algo más: "Cuando él salió de casa llevaba en el bolsillo los visados de mis hijos para entrar en Francia. Esos visados son el futuro de ellos. Tenemos que encontrar a mi marido. En su traje están los visados".
 
De camino al estadio nacional, convertido en improvisado sanatorio, hay que pasar por una calle donde se amontonan los cadáveres abandonados. Uno de ellos fue dejado encima de un colchón, apenas tapado por una sábana sucia. Como otros muchos, tiene los brazos abiertos e hinchados. Otro es por fin cargado en una carretilla y un tercero es trabajosamente acarreado por sus familiares sobre el somier de una cama vieja. Ése y no otro sigue siendo el paisaje de Puerto Príncipe. Un paisaje que en las televisiones y en los periódicos aparece amputado porque le falta el olor insoportable a muerte y el calor asfixiante. Un paisaje que en algunas crónicas aparece desvirtuado porque se incluye la palabra pillaje una palabra caliente y buena para titular, pero falsa e inoportuna si se aplica a la gente de Haití. ¿Es pillaje amañársela para que un pollo se acerque a la reja de una casa abandonada y meterlo luego en un saco en una ciudad donde no hay comida ni agua? ¿Es pillaje esperar a que uno de los guardias que custodian el supermercado más grande de la ciudad se despiste y trepar luego entre sus ruinas en busca de un cartón de leche? Jean Menard tiene la respuesta.
 
Menard es policía. De hecho, es uno de los pocos policías haitianos que estos días se ven por la ciudad. Junto a unos cascos azules de Nepal -que ya estaban aquí cuando el terremoto- custodia el cadáver del supermercado. Dice que por el olor está claro que el supermercado, abarrotado a la hora de la catástrofe, guarda mucha muerte dentro, pero también dice que aún no se descarta que haya gente con vida. "Hay quien dice que se oyen ruidos". Pero ni Menard ni los nepalíes están allí para buscar a los posibles supervivientes -de hecho, nadie los busca- sino para evitar que la multitud que se agolpa en la esquina se abalance sobre el supermercado para rebanar alguna lata de comida. "Pero eso es muy peligroso", dice el periodista. "Pero ellos tienen mucha hambre", contesta él, haciendo un gesto con las manos como si pusiera en una balanza el hambre y el peligro. Y cada hora que pasa, cada hora que la ayuda internacional remolonea en el aeropuerto antes de lanzarse a pecho descubierto a las calles pacíficas y doloridas de Haití, el hambre irá pesando más, mucho más. Y también la rabia.
Porque ya hay rabia. Una rabia mansa, a la que todavía le puede más la resignación de este país acostumbrado a las desgracias. La rabia de una mujer joven acampada con su hija frente a la ruina del palacio presidencial, apenas cubiertas del sol por un trapo. Responde a las preguntas de rigor, ¿dónde le sorprendió el terremoto?, ¿perdió a algún familiar?, ¿cuál es su nombre?, pero luego, cuando ve que eso era todo, pregunta con un tono incipiente de rabia: "¿Eso es todo? ¿Sólo querían hablar? ¿Cuándo vendrá alguien que no sólo quiera hablar, que nos traiga un poco de ayuda?".
No se sabe. Al parecer la ayuda internacional ya está aquí, incluso algunos bomberos llegados de un país lejano se han arriesgado entre los escombros y han logrado sacar con vida a un par de niños que se negaban a morir, pero muchos de los vecinos de Puerto Príncipe ya empieza a repetir una pregunta ante las libretas y las cámaras de medio mundo que le preguntan sin pudor las mismas cuestiones. Primero responden, educadamente, sin una mala mirada hacia caros los artefactos electrónicos, pero luego ya empiezan a repetir: "Oiga, señor, ¿cuándo van a venir a ayudarnos?".
 
ElPaís-PABLO ORDAZ (Enviado especial) - Puerto Príncipe - 15/01/2010


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 16/01/2010 19:20
La doble maldición de Haití
 
«A la muerte le gustan los pobres», decía Le Monde diplomatique en febrero de 2005 tras el tsunami que acababa de golpear a Indonesia, las costas de Sri Lanka, el sur de la India y Tailandia (1). Es muy pronto para hacer balance del terremoto de 7 grados en la escala Ritcher que ha arrasado el país más pobre de América Latina, Haití, el 12 de enero. Pero se puede temer lo peor. Ahora se trata, urgentemente, de buscar y rescatar a las víctimas, llevar asistencia sanitaria a los supervivientes, habilitar refugios, proporcionar alimentos y agua y evitar las epidemias. La solidaridad internacional y la ayuda humanitaria de todos, de la ONU a Estados Unidos pasando por la Unión Europea -especialmente Francia, que no puede desentenderse de su deuda histórica con la isla- o América Latina, se moviliza según (o no) sus posibilidades.

Otra vez el seísmo golpea una región del globo poco respetada por los fenómenos naturales. En 2008, Haití ya sufrió el infierno de cuatro huracanes tropicales –Ike, Anna, Gustav y Fay-. No se pueden comparar con este terremoto, obviamente tan imprevisible como imprevisto, difícil de anticipar. Sin embargo, surge la primera pregunta: ¿Por qué durante esos huracanes, que las arrasan de la misma forma (con consecuencias económicas desastrosas), en Haití hubo que lamentar setecientas noventa y tres muertes y «sólo» cuatro en Cuba? Como un efecto de lupa, las catástrofes ponen de manifiesto el estado «real» de las sociedades.

Una vez pasado el choque inicial y la conmoción, los gobiernos, ONG, instituciones internacionales y medios de comunicación se dedicarán, todos a una, al tema de la «reconstrucción». Si es que se puede emplear el término «reconstruir» en un país que carece de todo.

Pero, ¿de qué reconstrucción hablarán? Después del huracán Micht, que en octubre y noviembre de 1998 se cobró casi diez mil vidas y cientos de miles de damnificados en América central, los movimientos sociales avanzaron la idea de vincularla a un nuevo tipo de desarrollo destinado a reducir la vulnerabilidad social. El tiempo se ha encargado de demostrar que desde entonces no se ha hecho nada en ese sentido. El único intento, emprendido mucho después por el presidente hondureño Manuel Zelaya, acabó por el golpe de Estado del 28 de junio de 2009…

A una clase política haitiana amenazada por el espectro de la autodestrucción, y que no está exenta de responsabilidad en el estado calamitoso del país, ¿quién le va a leer la cartilla? ¿Las instituciones financiera internacionales que han demorado el proceso de anulación de la deuda a pesar de los problemas a los que ya se enfrenta la población? ¿Washington, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Interamericano de Desarrollo, etcétera? ¿Los países denominados «amigos» que cínicamente han empujado al descenso a los infiernos a la sociedad haitiana?

Desde 1984, el FMI obligó a Puerto Príncipe a liberalizar su mercado. Los escasos y últimos servicios públicos se privatizaron negando el acceso a ellos a los más necesitados. En 1970, Haití producía el 90% de los alimentos que consumía, actualmente importa el 55%. El arroz estadounidense subvencionado ha matado la producción local. En agosto y septiembre de 2008, el estallido de los precios alimentarios mundiales hizo que aumentaran su precio el 50%, lo que dio origen a los «motines del hambre». 

Un cataclismo natural se puede imputar a la fatalidad. El vergonzoso e insoportable empobrecimiento de las poblaciones urbanas y rurales de Haití, no.

Maurice Lemoine



 
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