Nathan Myhrvold y yo perseguimos exactamente el mismo objetivo. Ambos querríamos fomentar la creación de innovaciones valiosas que tuvieran repercusión social favorable. Pero tenemos una opinión muy distinta sobre cómo hacerlo. Nathan cree que el sistema de patentes es la solución, y yo creo que el sistema de patentes es el problema .
The New York Times informó ayer sobre el enfoque de Nathan y citaba un artículo que ha escrito en la Harvard Business Review donde esbozaba su punto de vista:
El mundo necesita un mercado de capital para inventos como el mercado de capital de riesgo para nuevas iniciativas empresariales» [...] y ese objetivo se logrará «creando un mercado en el que las patentes se puedan comprar, vender o autorizar de forma eficiente mediante fondos de inversión que gestionen los riesgos elevados acumulando carteras inmensas de patentes y formando con ellas paquetes para maximizar su valor.
Nathan sustenta la argumentación comparando el mercado actual de la propiedad intelectual con los primeros estadios de la industria informática. Sostiene que en la década de 1970 la gente no creía que la industria del software pudiera ser un negocio independiente, sino que estaría siempre vinculada a la del hardware. Dice que la industria del software se desarrolló por dos razones. En primer lugar, porque los distribuidores de software convencieron a los usuarios de que respetaran los derechos de propiedad intelectual, tanto educándolos como a base de demandas judiciales; y en segundo lugar, porque los distribuidores superaron las incompatibilidades entre sistemas y desarrollaron soluciones que funcionaran en distintos tipos de ordenadores. Nathan sugiere que, si se cumplen esas dos mismas condiciones, aflorará un mercado de invenciones y, entonces, nos presenta su empresa Intellectual Ventures como modelo para atenderlas. Yo no estoy de acuerdo. Veamos por qué. Empecemos por la analogía del software. Dejemos a un lado el hecho de que en la década de 1970, para impedir que el software se copiara descaradamente los distribuidores utilizaban la ley de propiedad intelectual, y no un régimen de patentes como propone Nathan. La verdadera razón de la aparición de una industria de software independiente reside en que los sistemas operativos y las interfaces de programación de aplicaciones (API, Application Programming Interface) permitieron a los distribuidores independientes de software desarrollar aplicaciones de forma individual. Ya no tenían que recabar el permiso de los distribuidores de hardware. Esa misma posibilidad de innovar sin permiso supuso una explosión servicios en Internet nacidos de forma independiente. El abuso desenfrenado del sistema de patentes ha creado hoy día unas condiciones radicalmente contrarias para los creadores de software y de servicios web. No sólo se está volviendo imposible inventar nuevos servicios web sin la autorización de un titular de una patente que afirma poseer la propiedad intelectual que encarna una invención, sino que es imposible saber a quién hay que pedir el permiso. Hace poco hablaba con un empresario que lo decía con estas palabras:
No seguí el consejo de mi abogado, que me indicaba que no hiciera una búsqueda de patentes para evitar caer en la posibilidad de que se triplicaran los daños y perjuicios por quebrantar la ley deliberadamente. Contraté a varias empresas para que buscaran las patentes que podría violar nuestro servicio. Cada una de ellas se presentó con una lista de patentes completamente distinta y, cada vez que les pedía que volvieran a hacerlo, volvían con otras nuevas. Cuando yo mismo busqué en la base de datos de patentes, las sucesivas veces que realicé una misma búsqueda arrojaron cada una resultados distintos. Ninguna de esas patentes parecía amparar lo que hacíamos, de modo que al final abandoné.
Nathan ve el problema de otro modo. Califica de pirata a la totalidad de la industria de Internet:
Aunque el respeto a los derechos de propiedad intelectual es la piedra angular de algunos sectores de alta tecnología (por ejemplo, medicamentos de marca, equipos de medicina o dispositivos inalámbricos), no sucede así por desgracia en otros ámbitos, más visiblemente en los del software, los ordenadores u otros relacionados con Internet. Estos sectores en los que «el ganador se lleva casi todo» imponen una presión competitiva extrema sobre empresas más jóvenes para que aumenten su cuota de mercado por cualquier medio a su alcance, incluido copiar ideas de los demás. Hasta hoy, algunas empresas de software y de servicios de Internet adoptan el tacaño punto de vista de que ahorrar dinero en autorizaciones de patentes (infringiéndolas) es bueno porque libera capital para expandirse.
Llevo investigando en el software y en los servicios web desde 1993, y he trabajado en iniciativas apoyaras en el riesgo desde 1985. Jamás he visto a las personas de las que habla Nathan en el párrafo anterior. Nunca he tomado parte en una discusión que versara sobre ignorar los derechos de propiedad intelectual de alguien en aras de aumentar la cuota de mercado o liberar capital para expandirse. Si alguien puede señalarme los abusos flagrantes que describe Nathan, se lo agradecería. Mi experiencia ha sido la contraria. Tal como expongo en esta entrega, las empresas con las que trabajo invierten cantidades de tiempo y energía inmensas con la intención de crear un servicio desde cero para, una vez que han conseguido lanzarlo, encontrarse que el titular de una patente del que jamás han oído hablar y que opera (si es que opera) en un mercado completamente distinto afirma que nuestra empresa le ha robado algo que le pertenece.
El problema no es la industria de Internet; el problema es el software y las patentes sobre métodos de negocio (business method patents). Pese al ataque mezquino y (según mi experiencia) desinformado que lanza contra la industria del software y de Internet, Nathan reconoce indirectamente en su artículo de la Harvard Business Review la falta de solidez de las patentes de software.
Cuando cita a un inventor, señala al de la bombilla incandescente, Thomas Edison, y no al creador de Facebook. Cuando describe inventos estimulantes, cita «los tornillos para huesos que se pueden ajustar por control remoto utilizando una fuente de energía inalámbrica» o «un nuevo tipo de reactor nuclear que casi elimina la necesidad de enriquecer uranio», y no las compras que se hacen en internet mediante «un clic». Y cuando habla de las grandes empresas que defienden una mayor protección mediante patentes alude a General Electric, Proctor & Gamble, 3M, DuPont o Caterpillar, y no a Google, eBay o Facebook.
Hay un motivo. Hasta el lector medio de la Harvard Business Review aprecia visceralmente la injusticia intrínseca de las patentes de software. El software no es lo mismo que un compuesto de un medicamento. No es un limpiaparabrisas de velocidad variable. Desarrollarlo no cuesta millones de dólares, ni comercializarlo requiere un proceso de autorización muy caro. Cuando se patenta, el «invento» se aísla y se compendia con la esperanza de abarcar una franja del mercado lo más amplia posible. Cuando se interponen acciones judiciales en relación con patentes de software, muy a menudo suele hacerse contra empresas que inventaron de forma independiente esa tecnología sin tener conocimiento previo de la patente.
No sé demasiado sobre la invención de artículos como medicamentos, limpiaparabrisas o tornillos para huesos, de manera que, en realidad, no tengo una opinión formada sobre si el modelo de negocio que propone Nathan tiene sentido o no en esos ámbitos. Estoy absolutamente seguro de que no tiene sentido en el del software o los servicios web. Todos nos hemos beneficiado de la extraordinaria innovación presentada, en primer lugar, por la industria independiente del software y, recientemente, por la industria de los servicios web. En ambos casos, la innovación fue consecuencia directa de la capacidad de innovar sin autorización. Nathan propone sustituir este mundo de innovación descentralizada en plataformas abiertas por otro presidido por un nuevo guardián, «los creadores del mercado de la propiedad intelectual». En ese mundo, tal vez las empresas jóvenes no tengan que pedir autorización a Dell, Microsoft o Verizon para lanzar un nuevo servicio web, pero tendrán que negociar con la empresa de Nathan para, según palabras suyas, «adquirir todas las patentes necesarias para introducir masivamente un producto innovador más deprisa y, al mismo tiempo, reducir el riesgo de que se les escape una autorización imprescindible y llevarse la desagradable sorpresa de ser demandados por haber violado alguna».
No es buena idea.
Brad Burnham
Unionsquareventures