La globalización estimuló el surgimiento de una oligarquía mundial del capital, un auténtico club de los amos del mundo. El mismo desafía la esencia de la gobernabilidad democrática.
Nunca antes las corporaciones multinacionales habían alcanzado su dimensión actual. Tal como refería Noreena Hertz en 2001, de las cien mayores economías del mundo, cuarenta y nueve eran Estados-naciones y cincuenta y uno corporaciones multinacionales (The Silent Takeover, London, William Heinemann). Desde entonces la balanza se ha inclinado en la dirección de estas últimas, gracias a un proceso sistemático de grandes fusiones empresariales.
Dichas megacorporaciones tienden a ser controladas con mano firme. Hace varias décadas John Kenneth Galbraith desarrolló su teoría de la evolución corporativa, según la cual las empresas trasnacionales habían pasado del liderazgo carismático de sus fundadores a aburridos directorios tecnocráticos. Ello no se corresponde en modo alguno a la realidad actual, donde figuras de alto brillo como Steve Jobs, Steve Ballmer, Larry Ellison, Warren Buffet, Ted Turner o Rupert Murdoch, dominan con fuerza sus emporios económicos.
Esos grandes líderes corporativos no sólo comparten un mismo código de valores, sino que suelen reunirse frecuentemente. Sus valores son aquellos que dan sustento a la globalización. Los espacios donde se reúnen van desde los de naturaleza abierta como el Foro Económico Mundial hasta agrupaciones reservadas como Bilderberg, la Comisión Trilateral o el Chairmans Club. Según Bruno Cardeñosa: “Estos grupos pretenden gestar una red de mando que no se vea afectada por el `capricho´ de turno de los ciudadanos” (El Gobierno Invisible, Madrid, Espejo de la Tinta, 2007, p. 45).
La conjunción entre el gigantesco poder económico de las corporaciones, el liderazgo carismático sobre las mismas, la presencia de un código de valores compartidos y la existencia de un marco asociativo común, genera un poder desmesurado. No es exagerado hablar, por tanto, de un “club de los amos del mundo”. De acuerdo con la lista anual de billonarios de la revista Forbes, aparecida el pasado 10 de marzo, los activos personales de los integrantes de ese club son de 3,6 millones de millones de dólares. Sin embargo, el monto de los activos corporativos por ellos contralados hace que la cifra antes referida luzca por entero insignificante en comparación.
Cualquier Estado que se enfrente al código de valores o a los intereses de aquéllos, debe estar dispuesto a asumir un costo muy elevado, razón por la cual son pocos quienes se arriesgan a hacerlo. Ello ha conducido a lo que el historiador John Pocock ha calificado como la subordinación de las comunidades soberanas de ciudadanos al poder del dinero. Incluso en los momentos de mayor vulnerabilidad del club, como es el caso de la gran crisis económica iniciada en 2008, los impuestos de los ciudadanos han estado a disposición de sus necesidades.
Curiosamente, varios de estos amos han decidido medirse con los simples mortales en los espacios abiertos en los que se mueven estos últimos. Ello les ha implicado abandonar el mundo de la opacidad, con sus inmensos privilegios y prácticas soterradas, para someterse al conteo de los votos, al escrutinio público y a los altibajos del sentimiento popular. El primero en hacerlo fue Silvio Berlusconi en Italia y el más reciente Sebastian Piñera en Chile.
Sin embargo, este descender del Olimpo se ha evidenciado altamente riesgoso. Rafiq Hariri, propietario de Orascom Telecom y una de las mayores fortunas del Medio Oriente, pagó con su vida el paso por la jefatura de gobierno del Líbano. Su espectacular asesinato en 2005 dejó en evidencia las marcadas diferencias entre la esferas corporativas y políticas. De su lado, Thaksin Shinawatra, el hombre más rico de Tailandia y antiguo Primer Ministro de ese país, fue despojado hace pocas semanas de la mayor parte de su fortuna, como resultado de una sentencia judicial altamente politizada.
Son los peligros que corren quienes desdeñan los hilos ocultos del poder y la fuerza inconmensurable del gremio. Algo que sin duda no le ocurriría a un Carlos Slim, a un Emilio Botín, a un Lakshmi Mittal o a un Eike Batista, para quienes el club sigue siendo el club. Lo demás son simplemente niñerías.
Alfredo Toro Hardy