Una crisis multidimensional
La diversidad de dimensiones, la complejidad y los riesgos que plantea la crisis actual son tales, que se habla de crisis de civilización y de la urgencia de un cambio de paradigma civilizatorio para poder afrontarla. Se habla de crisis global porque afecta tanto a los modos de producir, distribuir y consumir como a la propia reproducción social y a los valores y actitudes de las personas e instituciones que sostienen el sistema.
Nos hallamos ante un cambio global en la Biosfera, cuya dimensión más conocida es el cambio climático. El rápido incremento de la presencia de gases de efecto invernadero en la atmósfera, está desencadenando un proceso de cambio en cadena que afecta a los regímenes de lluvias, a los vientos, a la producción de las cosechas, a los ritmos de puesta y eclosión de aves, a la polinización o a la reproducción de multitud de especies vegetales y animales. En definitiva, altera el funcionamiento de los sistemas naturales al cual está adaptada la especie humana.
Nos encontramos ante lo que hace años Hubbert denominó el “pico del petróleo”, es decir ese momento en el cual se ha alcanzado el punto de extracción máxima. Hoy día, no existe ninguna alternativa limpia que dé respuesta a las desmesuradas exigencias de este modelo urbano-agro-industrial, sumamente energívoro, que, además, continúa creciendo.
La biodiversidad disminuye a un ritmo escalofriante. Ésta, constituye una especie de “seguro de vida para la vida”, ya que confiere a los ecosistemas cierta capacidad para resistir perturbaciones externas. Es la primera extinción masiva provocada por una especie, la humana.
Si añadimos la proliferación de la industria nuclear, la liberación de miles de nuevos productos químicos al entorno que interfieren con los intercambios químicos que regulan los sistemas vivos, la liberación de organismos genéticamente modificados cuyos efectos son imprevisibles o la experimentación en biotecnología y nanotecnología cuyas consecuencias se desconocen, podemos completar el panorama de riesgo de cambio catastrófico.
La crisis ecológica se da en un entorno social profundamente desigual. El mundo se encuentra polarizado entre un Centro que atrae materias primas, personas y capitales, y una Periferia que actúa como gran almacén de recursos y vertedero de residuos, en la que amplias mayorías de su población no tienen acceso a los recursos básicos y ven progresivamente destruidas sus condiciones materiales de subsistencia.
Un planeta con límites
El planeta Tierra es un sistema cerrado. Esto significa que intercambia energía con el exterior pero no materiales (excepto aquellos proporcionados por los meteoritos, tan escasos, que se pueden considerar despreciables). Por tanto, inevitablemente tenemos que concluir que el crecimiento continuo y sin límites es imposible en un planeta que sí que los tiene. La ignorancia de este planteamiento obvio es lo que ha conducido a la situación actual de translimitación.
En efecto, los recursos que los seres humanos utilizamos cada año como fuentes de materiales y energía y como sumideros de residuos superan hace tiempo la producción anual de la tierra. Según el informe Planeta Vivo , se calcula que a cada persona le corresponden alrededor 1,8 hectáreas de terrenos productivos por persona. Pues bien, la media de consumo mundial supera las 2,2has.
Además, este consumo no es homogéneo. Mientras que en muchos países del Sur no se llega a las 0,9has, un ciudadano de Estados Unidos consume en promedio 8,6, un canadiense 7,2, y un europeo medio unas 5has. Los datos anteriores ponen de manifiesto la inviabilidad de la extensión del modelo de producción y consumo occidental a toda la población del planeta y que, por tanto, la única opción viable, desde una perspectiva de justicia y equidad, es que aquellos que sobreconsumen por encima de lo que corresponde a la biocapacidad de sus territorios rebajen significativamente su consumo material.
La constatación de la injusticia ambiental, que acompaña a la económica, a nivel global, es lo que ha hecho que los movimientos del ecologismo de los empobrecidos del Sur sean los mejores aliados de los defensores del decrecimiento en el Norte. Estos movimientos reclaman el reconocimiento de la deuda ecológica, denuncian la exportación de los residuos del Norte, se rebelan contra la biopiratería, desarrollan iniciativas contra las leyes del comercio internacional y se enfrentan con las grandes compañías transnacionales, defendiendo un derecho a la subsistencia y a una “vida buena” que sólo es posible si los países enriquecidos dejan de expoliar y depredar sus territorios.