El capitalismo fomenta las ideas basadas en considerar a la mujer física y sexualmente débil, socialmente inútil y la condena a una situación de subordinación frente al hombre. Este pensamiento machista establece y define los valores de lo femenino y lo que significa ser mujer. Se nos enseña que ser mujer significa ser discreta, dulce, frágil, y que nuestra ocupación principal en la estructura social es la de reproducir la especie. Unos valores sexistas que fortalecen la dicotomía entre hombre-mujer y la relación de oposición de estos con conceptos de positivo-negativo, opresor-oprimido, superior-inferior, etc.
Esta es una definición de lo masculino y lo femenino completamente construida socialmente, y que como tal impide a la mujer ser sujeto activo o con incidencia en el ámbito social. Carece de identidad propia, ya que esta está conformada en torno al pensamiento masculino. En esta dialéctica hombre-mujer, la conciencia masculina es independiente porque asume el papel de lo esencial, mientras la conciencia femenina es dependiente porque encuentra su razón de ser en la conciencia libre del hombre. De esta manera, la mujer se configura en la categoría del ‘otro’, del ‘no-sujeto’, y en consecuencia de ‘objeto’. Y en una sociedad capitalista, esta conciencia, producto de las condiciones materiales —donde todo lo que se genera es intercambiable a modo de mercancía, convirtiendo las cosas en un valor vacío—, la mujer pasa a ser un ‘objeto de consumo’, un fetiche para los hombres.
Y es así como la mujer se reconoce y se trata. Como un objeto, ya sea sexual, de belleza, objeto de investigación, de protección, etc. La cultura, el arte, la publicidad hacen un uso y refuerzan este mensaje.
En el mundo del arte, una de las finalidades máximas es la exaltación y la plasmación de la belleza; bello es todo aquello que atrae y gusta a nuestros sentidos. La mujer se convertirá en el arte, y más tarde en la publicidad, ‘objeto de belleza’, un concepto de belleza impuesto e irreal que conduce a la mujer a la obligación de ser bella y, por extensión, de comprar productos que la hagan estar guapa y deseable, de ir al gimnasio, de comer alimentos bajos en calorías, etc. Todo para agradar a los hombres.
Se comercializa así el cuerpo femenino, y se convierte éste en un reclamo para vender y consumir más productos. Así, se extienden los clichés sexistas mediante la publicidad, las películas e incluso los informativos. La mujer como una ‘cosa’ dispuesta a ser utilizada sexualmente por otra persona.
La mujer atractiva tiene la obligación de mostrar sus encantos, de agradar a los hombres, ya que ésta es una de sus funciones como tal. La mayoría de nosotras caemos en la trampa que esta realmente es una de las ‘virtudes’ que tenemos a mostrar, un concepto de mujer coqueta, sumisa, frívola, que aplicamos día a día, cuando en realidad es un producto cultural construido socialmente.
La moda, la publicidad, el cine... nos dicen cómo debemos ser para agradar a los hombres para que nos valoren. Sin embargo, estos valores de belleza y de mujer atractiva que debemos asumir son una extensión del discurso de ‘guapa igual a ignorante’. ¿Queremos el respeto de los hombres usando únicamente el atributo de la belleza, cuando éste por sí mismo nos relega al papel de estúpidas? ¿De mujeres que sólo podemos ofrecer nuestros atributos físicos, pues eso es lo único que interesa de nosotros a los hombres? Esta es una trampa en la que caen tanto mujeres como hombres, ya que por esta regla de tres a las mujeres supone una mayor presión tomar un papel protagonista socialmente. Esto es así porque siempre está presente el miedo a defraudar o, cuando menos, corroborar el tópico de “belleza igual a superficialidad” cuando entran en escena. Los hombres, por su parte, también caen en la trampa de estar predispuestos a pensar eso cuando ven a una mujer atractiva.
Es la propia mujer quien debe comprender que ser mujer va más allá de las imágenes que nos venden. Es una construcción que empieza cuando descubres que no se nace mujer; se llega a serlo. Hay que dejar de ser objeto, de amor, de deseo, de las fantasías de un hombre, etc., y ser sujeto activo. Un sujeto que decide sobre su propio cuerpo y redefine su identidad, libre de la tutela masculina.
Estos esfuerzos de reconstrucción autónoma han conseguido que la sociedad acepte “aparentemente” un estatus de igualdad en el campo sociolaboral, pero nos seguimos encontrando en un mundo de valores y prácticas sexistas.
¿Se trataría quizá de redefinir los discursos tradicionales de lo femenino y lo masculino de forma heterogénea y que no encapsule ambos términos en una diferencia que implique oposición? ¿Sería esto posible en una sociedad socialista exenta de estereotipos y mucho más cerca de la igualdad social, jurídica y financiera?
Gisela Bombillá
En Lucha