Si hay algo que obsesione, quizás equivocada y excesivamente, a los editores, al menos a los editores españoles, es el asunto del DRM, es decir, del control informático sobre la descarga, copia y circulación del contenido que un usuario haya adquirido legítimamente. Contado de manera sencilla, el DRM sería una tecnología capaz de que un objeto digital se comporte como uno analógico, es decir, se trata de convertir algo naturalmente inacabable (como es un bien digital), en algo artificialmente escaso (como es un bien analógico). ¿Por qué habríamos de aplicar esta tecnología a un bien adquirido de manera legítima, del que el propietario podría querer hacer un uso semejante al de un bien analógico (prestarlo, guardarlo, consultarlo en un dispositivo distinto a aquel en el que se lo ha descargado, conservarlo con la seguridad de que podrá abrirlo de nuevo pasado cualquier plazo de tiempo)?
De la manera más ecuánime posible, siguiendo en esto a los juristas que más saben y no muestran partidismo alguno, el DRM trataría de evitar el daño que una distribución masiva y simultánea, contraria a la que podría realizarse con un bien analógico, pudiera ocasionar a los intereses legítimos de los autores. Y el acceso, en este caso, no es un derecho fundamental. En todo caso, la ley establece límites a la propiedad cuando se utilice de manera abusiva o contraria a los intereses generales, pero preservar los derechos que se deriven de la propiedad intelectual de una obra, no parece que pueda calificarse como tal.
Es cierto, sin embargo, que esa cortapisa puede suponer una lesión igualmente importante para el lector, para quien adquiere un libro en formato digital y no dispone de la liberta de hacer lo que le plazca con él, de construir su biblioteca o de legársela a quien la pretenda. Esta es el discurso que Cory Doctorow mantiene hace años. Las jornadas del
TOC Frankfurt del año pasado cerraron, precisamente, con una encendida arenga por la eliminación de todo DRM.
La cuestión, por tanto, de la pertinencia o impertinencia del DRM parece recaer, finalmente, de forma soberana, en aquellos que tengan que comercializar los contenidos digitales, intentando satisfacer salomónicamente a esos intereses (parece que) encontrados. Lo más interesante sucedido en los últimos días a este respecto, sin duda, es lo que la Börsenverein des Deutschen Buchhandels (la confederación de los libreros alemanes) ha decidido: que no aplicará bajo ningún concepto el DRM a ninguna de las obras que comercialicen.
Aviso, por tanto, para las plataformas nacionales que ya existen y para las que nos atosigarán en la próxima Feria del Libro. Y advertencia igualmente significativa, sin duda, para las autoridades del libro, que se empeñan en una defensa a veces cerril del DRM.
Joaquín Rodríguez
Los futuros del libro