Ella... La primera vez que la vi, fue en la armería de mi padre. Él habíame prohibido la entrada. Decía que era yo demasiado joven aunque había llegado ya a los dieciséis. Siempre me produjeron curiosidad y gusto las armas, y siempre había querido blandir espadas como solía hacerlo mi padre, y mi abuelo antes que él. Grandes caballeros habían sido, y ahora se elevaban como altos señores. Un importante señor era mi padre. Decíame, que mi vida siempre estaría en peligro, pues me narraba que los barones de tierras aledañas guerreaban entre ellos, y asesinaban a los herederos para así hacerse con las tierras de otros señores. Por eso, jamás me dejó cruzar el umbral del castillo, y me mantuvo recluido entre sus agrietados, fríos y húmedos muros. Quizá, por que nací con ciertas malformaciones en mi cuerpo, era evidente que no era como el de mi padre. Por un tiempo, eso me hizo lánguido y silencioso, pero con los días, comencé a acostumbrarme. - Eres mi único hijo, mi único hijo – decíame mi padre – y no te perderé por nada-.
En verdad, éramos sólo él y yo, pues muerto había mi madre hacía mucho, al yo nacer. Pero tal vez, no sólo éramos él y yo, pues la había visto a ella en la armería. En furia entró mi padre cuando me descubrió mirándola a los ojos, yo de pie, anonadado, ella al otro lado del marco de la ventana. De blanca piel lozana era, largas pestañas como el azabache, ojos iluminados de un azul aterciopelado y más claro que el cielo de primavera, y de largos cabellos caoba que ensortijados caían por sus hombros, tan largos como los míos. Nunca había contemplado una belleza así, nunca jamás había contemplado a una mujer, y me pareció la criatura más hermosa que los Dioses podían haber puesto sobre la tierra.
Pero mi padre con atronadora voz y manos crispadas, se abalanzó sobre mí, apartándome de la ventana, cubriéndola con una gruesa cortina negra. Desde entonces, me prohibió aun más estrictamente que entrase a la armería. Me encerré en mi habitación por mucho tiempo, y desde lo alto de la torre, espié las salidas del castillo día y noche. Alguna vez, aquella mujer tendría que salir, más nunca la vi. ¿Por qué tendría mi padre oculta a una mujer joven en la armería? Jamás encontré respuesta alguna. Mis noches se llenaron de tormentos, dejar de pensar no podía, en tan hermoso rostro, en su sorprendida mirada, y lloré, por aquella hermosa visión que había perdido. Duramente mi padre reprendió mis lágrimas, y me azotó quince veces en la espalda, recordándome que los hombres jamás lloraban.
Así, sucedieron mis días, y cuando preguntéle a mi padre por ella, respondiome que nunca volviese a de ella hablar. Mis esperanzas comenzaron a menguar, largas las noches se volvían cuando yo pensaba en ella, tan dulce, tan pálida, tan bella…perdida. Sobre ella escribí cuentos y canciones, y dibujé su rostro sobre papel innumerables noches de desvelos.
Al fin, un día deje de sentir la opresión en mi pecho, y renuente dejé de pensar en ella. Hasta ese día… Muy temprano en la mañana, resonó contra los muros del castillo una trompeta, y respondió mi padre con maldiciones y espada. A caballo cruzó el portal, y salió a las landas a combatir contra el codicioso barón que reclamaba sus tierras.
Mi oportunidad vi, y corrí a la armería, que en su descuido apresurado, mi padre había dejado sin llave. Brincó mi corazón, de temor y excitación, ¿estaría ella allí?, ¿me miraría con la misma mirada, asombrada y dulce?... Abrí la puerta de un empellón, y casi pude oír sus pasos al otro lado del muro…
Me acerque a la ventana, cubierta era por una negra tela, tela que había cegado por mucho tiempo mi esperanza. Trémulamente alcé mi mano, cerrando los ojos, temeroso de no encontrarla allí, y con la sola guía de mi mano, dejé la tela caer…
Con un último latido, abismal y profundo de mi corazón, abrí mis ojos. Allí estaba ella, mirándome a los ojos, muy fijamente, sin pestañear sus marcos azabache que orlaban las joyas celestes que eran sus ojos… y entonces…alcé mi mano hacia ella, hacia su rostro de alabastro… Corrí, corrí, presa del horror, corrí por las interminables escaleras que conducían a la torre más alta, llorando, si, desgarradamente, gritando, tal infamia, maldiciendo, aciaga suerte…pues lo que toqué al alzar mi mano hacia el rostro de ella, fue la suave y tersa superficie de un espejo…
Gashdûr
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