Homenaje Póstumo
No hay nada como morirse para que a uno le echen flores. Mi padre solía decir que no quería flores en su entierro, que prefería recibirlas en vida. Pero ser coronado en vida es algo complicado de conseguir; a menos que el homenajeado se esté muriendo. Las flores a las que se refería mi padre eran la metáfora del reconocimiento. La muerte hace buenas y honorables a las personas. Salvo excepciones, incluso los enemigos se vuelcan en elogios al difunto. Pero los muertos no oyen nada, no sienten ni padecen, no se emocionan de alegría por las palabras que se dedican a ensalzar su figura. Los muertos no leen el periódico, ni siquiera por curiosidad, al día siguiente de su propia defunción.
Yo he heredado la manera de pensar de mi padre. No me imagino a nadie convertido en ceniza y pendiente de lo que digan de él. Sin embargo, muchas personas pasan la vida entera buscando una plaza exclusiva en el reino de la posteridad. No lo entiendo. Hasta la fecha, nunca he hecho planes de futuro más allá del fin de semana y de algún viaje que proyecto con tiempo suficiente para ahorrarme algunos euros en el pasaje de avión. Rehúyo hacer planes para el último viaje. Me resulta triste y absurdo. Sé que me iré con lo puesto y que nada de lo que conservo con tanto esmero y cariño me acompañará al otro mundo.
Trato de ponerme en el lugar de los famosos que fallecen de modo imprevisto. A los que encuentran solos en la habitación misteriosamente dormidos para siempre. Los que fueron alabados y denostados el mismo día, unas horas antes. Los que súbitamente desaparecen y dejan con la palabra en la boca a sus amigos y también a sus detractores.
A partir de ese instante preciso en que se traspasa la frágil e inquietante frontera que separa la vida de la muerte, quienes lo criticaron y abandonaron se suman al reconocimiento póstumo. El pésame de los hipócritas. Trato de ponerme en su lugar, el lugar de los que ya no están, y siento su misma rabia. Su sorda y muda impotencia. Aunque me consuelo al pensar que quizás su muerte sea un postrero acto de venganza. Una venganza definitiva.
Los que estamos vivos no escarmentamos. Ni siquiera los que no creen en la vida eterna se resisten a permanecer en el olvido después de la muerte. En el fondo nos creemos únicos, inmortales y eternos. Tal vez esa postura sea el único modo de funcionar en el corto tránsito de la existencia. Quizás sea necesario engañarse a uno mismo para no abandonarse al destino. Pero el engaño no puede perpetuarse hasta el extremo de querer sobrevivir al tiempo límite que tenemos asignado. Creo que el ser humano, en general, compite con la gloria y sólo reconoce el éxito ajeno cuando recae en alguien que deja de ser un contrincante para siempre.
José Antonio Garriga Vela.
Diario Sur