El águila empujó gentilmente sus pichones hacia la orilla del nido. Su corazón se aceleró con emociones conflictivas, al mismo tiempo en que sintió la resistencia de los hijos a sus insistentes empujones.
¿Por qué la emoción de volar tiene que comenzar con el miedo de caer?, pensó ella.
El nido estaba colocado bien en el alto de un pico rocoso. Abajo, solamente el abismo y el aire para sustentar las alas de los hijos.
¿Y si justamente ahora esto no funcionase ?, se decía.
A pesar del miedo, el águila sabía que aquel era el momento. Su misión estaba presta a ser completada; restaba todavía una tarea final: el empujón. El águila se llenó de coraje.
Mientras sus hijos no descubriesen sus alas no habría propósito para sus vidas. Mientras ellos no aprendieran a volar no comprenderían el privilegio que era nacer águila.
El empujón era el mejor regalo que ella podía ofrecerles. Era su supremo acto de amor. Entonces, uno a uno, ella los precipitó hacia el abismo.
¡¡Y entonces volaron!!.
(Autor desconocido)
A veces, en nuestras vidas, las circunstancias hacen el papel del águila. Son ellas las que nos empujan hacia el abismo.
Y quien sabe… tal vez sean ellas, las propias circunstancias, las que nos hacen descubrir que tenemos alas para volar…