||NECESITAMOS A LOS OTROS||
Recuerdo ahora uno de los momentos más deprimentes de mi vuelta al mundo en cinco años. Me hallaba en una isla paradisíaca de Tahití, en plena Polinesia, tras haber navegado por aquellos Mares del Sur casi un año entero. Había caminado, rodeando aquella pequeña isla deshabitada, por playas inmaculadas. El colorido y la variedad de los peces del arrecife eran todo un espectáculo. Abundaban las palmeras repletas de cocos y las exóticas conchas marinas de coleccionista. La puesta de sol no era de postal, sino de una belleza fragante que cortaba la respiración: una situación soñada por cualquier mortal alguno de esos días en que la jornada laboral se hace interminable. Sin embargo, yo me hallaba solo y desazonado, sin nadie con quien compartir tanta belleza, luminosidad y posibilidad de éxtasis. Llevaba varias semanas "conviviendo" conmigo mismo. El amargo sentimiento de soledad que me embargó me hizo "caer del caballo" como a San Pablo. De repente, comprendí el precioso valor de la existencia de los demás; aprecié desde el fondo de mis entrañas el tesoro que supone nuestra capacidad de relación; necesité como nunca tener a alguien al lado a quien amar y por quien ser amado. Por primera vez en mi vida experimenté desde los huesos y el corazón el hasta entonces simple principio mental de que los humanos somos seres sociales, nacidos para convivir, poner en común nuestras experiencias y enriquecer ese estado de conciencia que llamamos amor. El gozo de cualquier vivencia subjetiva se multiplica cuando puede ser experimentada con alguien, comunicada, transmitida y, por ello, amplificada.
De la red
Nati |