LA sombra que indagué ya no me pertenece. Yo tengo la alegría duradera del mástil, la herencia de los bosques, el viento del camino y un día decidido bajo la luz terrestre.
No escribo para que otros libros me aprisionen ni para encarnizados aprendices de lirio, sino para sencillos habitantes que piden agua y luna, elementos del orden inmutable, escuelas, pan y vino, guitarras y herramientas.
Escribo para el pueblo, aunque no pueda leer mi poesía con sus ojos rurales. Vendrá el instante en que una línea, el aire que removió mi vida, llegará a sus orejas, y entonces el labriego levantará los ojos, el minero sonreirá rompiendo piedras, el palanquero se limpiará la frente, el pescador verá mejor el brillo de un pez que palpitando le quemará las manos, el mecánico, limpio, recién lavado, lleno de aroma de jabón mirará mis poemas, y ellos dirán tal vez: "Fue un camarada".
Eso es bastante, ésa es la corona que quiero.
Quiero que a la salida de fábricas y minas esté mi poesía adherida a la tierra, al aire, a la victoria del hombre maltratado. Quiero que un joven halle en la dureza que construí, con lentitud y con metales, como una caja, abriéndola, cara a cara, la vida, y hundiendo el alma toque las ráfagas que hicieron mi alegría, en la altura tempestuosa.
A TODOS, a vosotros, los silenciosos seres de la noche que tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros, lámparas de la luz inmortal, líneas de estrella, pan de las vidas, hermanos secretos, a todos, a vosotros, digo: no hay gracias, nada podrá llenar las copas de la pureza, nada puede contener todo el sol en las banderas de la primavera invencible, como vuestras calladas dignidades. Solamente pienso que he sido tal vez digno de tanta sencillez, de flor tan pura, que tal vez soy vosotros, eso mismo, esa miga de tierra, harina y canto, ese amasijo natural que sabe de dónde sale y dónde pertenece. No soy una campana de tan lejos, ni un cristal enterrado tan profundo que tú no puedas descifrar, soy sólo pueblo, puerta escondida, pan oscuro, y cuando me recibes, te recibes a ti mismo, a ese huésped tantas veces golpeado y tantas veces renacido. A todo, a todos, a cuantos no conozco, a cuantos nunca oyeron este nombre, a los que viven a lo largo de nuestros largos ríos, al pie de los volcanes, a la sombra sulfúrica del cobre, a pescadores y labriegos, a indios azules en la orilla de lagos centelleantes como vidrios, al zapatero que a esta hora interroga clavando el cuero con antiguas manos, a ti, al que sin saberlo me ha esperado, yo pertenezco y reconozco y canto.