Margaret Wagawicz, de Chicago, Illinois, era consciente de que su gato pasaba las noches fuera de casa, y lo veía regresar por la ventana de la cocina mientras ella tomaba los cereales del desayuno. «Nada que objetar a eso», asegura la señora Wagawicz, una profesora de geometría de 37 años de edad. «Me parecía lo más normal del mundo. Aunque quizá debí empezar a sospechar cuando regresaba con aquellos enormes sacos llenos de dinero e iba dejando un rastro de billetes por el pasillo.»
Poco podía sospechar el vecindario que el pequeño Abraham, un persa atigrado de aspecto tan inocente como se le permite a un felino, salvo por la curiosa cicatriz en el ojo derecho, dedicaba las noches a mantener un imperio de la droga que había construido a lo largo de los años, triplicando el consumo de heroína en las calles de la ciudad ventosa y trayendo de culo a la policía local.
Siempre me habían dicho que los gatos eran muy independientes, así que preferí no hacer preguntas, confiesa la atribulada dueña, mientras recuerda cómo Abraham aderezaba con caviar el Cat Chow diario y paseaba por casa con un collar antipulgas de oro macizo, mientras gatitos con pinta de enfermos llamaban a la puerta de los Wagawicz a las horas más intempestivas. Pero el dóberman de oscuro pasado al que Abraham contrató para que se encargase de espantar esas visitas no le ha servido de nada contra la espectacular redada policial que ha puesto fin a su reinado del terror. Las calles de Chicago son un poco más seguras mientras Abraham espera el juicio tras las rejas y los testigos que han de declarar en su contra no sucumban a esa extraña epidemia de decapitaciones espontáneas que parece aquejarles.
Nati
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