El tiempo universal es medible con una precisión absoluta. La Tierra tarda 365 días en dar la vuelta al Sol y una hora tiene 60 minutos. El tiempo universal compromete y nos somete a sus horarios y calendarios. Es el mismo que, sin posibilidad de cambio, va marcando nuestra edad biológica.
Sin embargo, lo mejor y lo peor de nuestra vida no es cronometrable. Es el tiempo íntimo, esas horas, días o épocas que el paso de los años ha ido transformando en sensaciones y emociones imborrables. El tiempo íntimo es un reloj sin agujas.
A golpe de calendario, nuestra edad no tiene escapatoria: niñez, adolescencia, juventud, adultez y vejez. Así nos etiquetan. Para los demás, nuestra edad la determina ese montón de órganos forrados de piel que llamamos "el cuerpo".
Pero la vida no se construye desde lo mecánico. Nuestro motor es nuestra mente. Y lo prodigioso es que su edad puede diferir extraordinariamente con la del cuerpo.
Por eso hay sesentones de 40 años, ancianas de 35, adolescentes de 30 y adultos de 80.
Nuestra edad física es un medidor para los demás, pero de poco nos sirve para determinar la edad íntima de nuestra propia mente. Y esa sólo la conocemos cuando uno es capaz de responderse a sí mismo cuántos años de paz íntima, o de sana inquietud, o de energía intelectual, o de experiencia aprovechable lleva cumplidos. Nuestra edad mental es la auténtica; la edad física es una anécdota del cuerpo.
Ángela becerra