Las investigaciones en el campo de la medicina y las ciencias naturales, el ímpetu “civilizador” del colonialismo y el éxito literario de “Frankenstein, o el moderno Prometeo” (Mary Shelley, 1818), llevó a los pensadores europeos del siglo XIX a debatir sobre un tema algo complicado: ¿es posible “mejorar” a los seres humanos?
Curiosamente, una de las fuentes de inspiración de “Frankenstein” fue Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo de Charles, a quien el vulgo veía como un tipo capaz de devolver la vida a los muertos cuando experimentaba con electricidad.
Frankenstein cautivó la imaginación de generaciones, convirtiéndose con los años en alegoría de las perversiones científicas para experimentar con seres humanos. Sólo faltaba vencer los remilgos éticos de una burguesía muy pagada de sí misma. Los cuatro tomos del “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas” (J.A.Gobineau, 1853-55), contribuyeron a superar los complejos de culpa.
Pocos años después, tras el impacto de “El origen de las especies” (Charles Darwin, 1859), brotaron nuevas herramientas teóricas para justificar el racismo. Prescindiendo del rol del azar en la ciencia, el zoólogo Ernst Haeckel (1834-1919) divulgó en Alemania la obra de Darwin, sentando cátedra acerca de las “razas primitivas” que, a su juicio, estaban “…más cerca de los monos que de los europeos”.
Emplazado por las insólitas repercusiones de su obra, Darwin sostuvo que la ciencia no responde a ninguna agenda política, moral o religiosa: “la evolución -dijo- carece de finalidad, y es absurdo calificar a un animal superior a otro”. En cuanto a la muletilla divulgada por Haeckel, preguntaba: ¿en qué momento afirmé que “el hombre desciende del mono”?
Naturalmente, Darwin creía que si se ayuda a las especies débiles a sobrevivir y procrear, “…se podrían perder los beneficios de la selección natural…”. Pero simultáneamente advertía que negar tal ayuda a los seres humanos ponía en peligro el instinto de solidaridad, “…la parte más noble de nuestra naturaleza”.
Fue en vano. Un primo suyo, el erudito inglés Francis Galton (1822-1911) inventó el término “eugenesia”, inspirado en lecturas torcidas de la teoría de Darwin. A juicio de Galton, la eugenesia (de bien nacido, buena reproducción) “…posibilitaría la reducción del nacimiento de los ineptos, débiles y enfermos”, y la “mejora de la raza” mediante el fomento de la productividad de “los más aptos y sanos” (El genio hereditario, 1867). En 1906, Galton fundó en Londres la Eugenics Education Society, mientras en Alabama nacía la “Escuela superior de la civilización para ennoblecer a la raza negra”.
Otro sabihondo inglés, el positivista Herbert Spencer (1820-1903) planteó que nada interfiere en las “leyes naturales”. Spencer inventó la expresión “darwinismo social”, que le venía como anillo al dedo al imperialismo y a la idea de “libre mercado”: los hombres son desiguales desde su origen, y los débiles quedan sometidos siempre al dominio de los más fuertes.
En América Latina, el “darwinismo social” animó el pensamiento de los gobernantes que dieron forma y sustento ideológico a los nacientes Estados nacionales. En "Conflicto y armonías de las razas en América", Domingo F. Sarmiento (1811-1888) ponderó la barbarie liberal para justificar el exterminio de los pueblos indígenas, en tanto el influyente socialista argentino José Ingenieros (1877-1925), llegó a decir en relación con su país: "...Chile carece de extensión y de fecundidad. Al Brasil le faltan el clima y la raza. La Argentina reúne las cuatro: territorio vasto, tierra fecunda, clima templado, raza blanca".
El libro del alemán Wilhelm Schallmeyer (1857-1919), “Herencia y selección en la historia de los pueblos” (1903), fue la Biblia del grupo de eugenistas que en Berlín organizaron la sociedad para la “Higiene Racial” (1903), término acuñado por el físico austríaco Alfred Ploetz (1860-1940), autor de “La eficiencia de nuestra raza y la protección de los más débiles” (1895).
Los primeros experimentos médicos con humanos tuvieron lugar en Namibia, colonia alemana de Africa occidental. Allí, el secretario de la oficina colonial del Reich, Bernard Dernburg (1865-1937), banquero, político liberal y miembro de una influyente organización judía, concibió un sistema para liberar al negro de sus “…defectos físicos… y de este modo su espíritu se abrirá a la influencia beneficiosa de la naturaleza superior”.
En 1913, el antropólogo Eugen Fischer (1874-1967), publicó el estudio “Los bastardos de Rehoboth” (comunidad de Namibia), donde intentó demostrar “el predominio de una raza prehistórica en tiempos históricos”. Gran amigo del filósofo Martin Heidegeer, Fischer fue uno de los responsables del exterminio de judíos y enfermos mentales durante la Segunda Guerra Mundial.
En poco más de medio siglo, las fantasías del doctor Frankenstein echaron raíces profundas en los estamentos científicos, políticos y económicos de la cultura occidental. El menú “científico” para experimentar a escala individual o en masa con seres humanos, quedó listo: biologismo, racismo, higiene racial, eugenesia y darwinismo social.
Eugenesia y “solución final”
Eugenistas de renombre fueron el filósofo John Stuart Mill (1806-73); Alexander Graham Bell inventor del teléfono (1847-1922); la feminista Margaret Sanger (1879-1966); el médico Alexis Carrel (1873-1944), Premio Nobel de Literatura; el filósofo marxista Ludwig Woltmann (1871-1907), el endocrinólogo francés Alfred Jost (1916-91), autor de “El derecho a la muerte” donde sostiene la tesis de la “solución final” al “problema” de la población; el biólogo estadunidense Charles Davenport (1866-1944); el biólogo inglés Julian Huxley (1887-1975), primer director de la UNESCO y hermano de Aldous, autor de “Un mundo feliz” (1894-1963); el economista John M. Keynes (1893-1946), primer director del Banco Mundial y William Schockley (1910-84), premio Nobel de física. El filósofo germanista Peter Sloterdijk (1947) y el posmodernista Paul Virilo (1932), también defienden tesis eugenistas.
En “El delito: sus causas y remedios” (1902), el italiano Cesare Lombroso (1835-1909), planteó que las causas de la criminalidad son innatas (“genéticas”) y dependen de las formas físicas y biológicas. Observando y midiendo ciertas partes del rostro (“fisiognomía”) y la cabeza (“frenología”), o auscultando la “personalidad” (“personología”) de un sospechoso, Lombroso aseguró que se obtienen conclusiones “científicas” sobre el delito.
La criminología moderna desestimó el “método lombrosiano”. Sin embargo, sus contenidos clasistas y raciales perduran hasta nuestros días. Expresiones como “mano dura” o “tolerancia cero”, revelan un talante lombrosiano. Y ni se diga si el “aspecto” del acusado es blanco, elegante, pudiente, “civilizado”. De antemano contará con la benévola y lombrosiana actitud de fiscales, jueces y jurado.
Durante la república de Weimar (1918-30), surgió una intensa polémica sobre la posibilidad de esterilizar a pacientes con enfermedades hereditarias y eliminar a los indeseables. En Leipzig (1920), Kart Binding y Alfred Hoche publicaron un estudio de nombre inquietante: “Autorización para aniquilar vidas indignas de ser vividas”. Hoche decía que “…la eliminación de estos seres totalmente carentes de alma (en instituciones para idiotas)… no significa delito alguno, ninguna manipulación inmoral, ninguna bajeza insensible, sino que es un acto útil y lícito”.
Por su lado, el radiólogo Hans Schinz y el médico B. Slotopolsky publicaron el artículo “Diagnóstico testicular de los criminales sexuales” (1925), donde plantearon en qué medida la hiperactividad de las glándulas reproductivas estimula “…los instintos de los delincuentes sociales y de los anormales sexuales, con el fin de poder solucionar dichas tendencias criminales mediante la castración”.
En 1933, con la llegada de los nazis al poder, se decretó una ley con el fin de prevenir la procreación de seres afectados por enfermedades hereditarias (que preveía la esterilización obligatoria de estas personas), debilidad mental congénita, esquizofrenia, locura maníaco depresiva, epilepsia hereditaria, sordera hereditaria, malformaciones físicas hereditarias o alcoholismo grave.
Posteriormente, entró en vigor la ley de castración de los delincuentes que atentan contra las buenas costumbres. La Comisión permanente para cuestiones eugenésicas de la Iglesia Evangélica, aprobó expresamente la ley de esterilización, aunque le parecían “excesivas determinadas disposiciones”. Entonces, dos años después la ley fue sustituida por otra destinada a proteger “la sangre alemana” y el “honor alemán”.
Entre 1934 y 1944 se esterilizaron en toda Alemania de 300.000 a 400.000 personas, aproximadamente. En los campos de concentración se realizaron incontables experimentos con prisioneros. Se trataba, sobre todo, de pruebas de presión y refrigeración, de experimentos con vacunas y con mellizos.
En Buchenwald se experimentaron por primera vez las llamadas pruebas de la vacuna contra el tifus exantemático (1942). Como la vacuna convencional (producida en el propio instituto del ejército), no daba el resultado esperado, los experimentos se reaunudaron en personas con nuevas vacunas y sueros.
En el campo de Dachau, el médico de la Luftwaffe y oficial de asalto de las SS Sigmund Rascher, realizó con los internos ensayos de vuelos a gran altura (1942). Se trataba de probar cómo reacciona el organismo humano ante un súbito descenso de presión y oxígeno en un avión a 12.000 metros de altura.
En una cámara de baja presión se sometió a prueba a 200 prisioneros, de los cuales entre 70 y 80 murieron en el acto. Rauscher realizó pruebas sobre el subenfriamiento de larga duración. Obligaba a las personas a permanecer hasta tres horas en un recipiente lleno de agua helada, o bien estar al aire libre desnudas durante muchas horas con temperaturas próximas al punto de congelación.
El médico nazi Carl Clauberg (1898-1957), pionero de la endocrinología, ensayó métodos de esterilización sin intervención quirúrgica en el campo de Auschwitz, inyectando soluciones de formalina en el útero. Y el tenebroso doctor Joseph Mengele, practicó la infección con bacterias de tifus en gemelos univitelinos de origen judío y gitano.
En 1935, el jefe de las SS, Heinrich Himmler, fundó en Munich la asociación Lebensborn para fomentar el nacimiento y educación de niños de alto valor racial, en especial hijos de madres solteras. A los recién nacidos se les registró con un nombre en la “comunidad de estirpe de las SS”.
Luego de la orden de eutanasia infantil (redactada por Hitler en octubre de 1939), fueron asesinados 5.000 niños. Siguió la llamada acción T4 (Tiergarten 4, calle de Berlín) que acabó con la vida de 70.000 personas entre 1940 y 1941. Estaba previsto aniquilar 30.000 más cuando los asesinatos en masa fueron oficialmente suspendidos por las protestas del sector eclesiástico.
El doctor Werner Catel (1894-1981), director de la clínica pediátrica de Leipzig, participó en el programa T4, y fue uno de los tres peritos nazis que sin ver siquiera a los niños afectados decidía si debían vivir o morir. Hasta finales de la guerra se crearon cerca de 30 departamentos en los que se mataba a niños idiotas con sobredosis de medicamentos para simular muerte natural
El departamento de investigaciones psiquiátricas de Heidelberg-Wiseloch, mantuvo una estrecha relación con el centro infantil de Eichberg. Algunos casos especiales se enviaron a Eichberg sólo para obtener el cerebro de los niños. En una carta fechada el 23 de agosto de 1944, el doctor Julio Deusen, escribió: “De acuerdo con lo convenido, les remitimos 4 niños idiotas… Por desgracia, y debido a dificultades inesperadas que se han presentado, no puede realizarse un transporte mayor”.
A menudo, el traslado de estos niños se hacía sin conocimiento de los padres, o después de prometerles un mejor tratamiento. En otra carta fechada el 6 de diciembre de 1943, la madre de uno de estos niños, completamente desesperada, se dirigió a una de las directoras de las barracas, en los siguientes términos:
“Usted, directora, deberá pagar por ello con su salud, padecerá en su lecho de muerte, el juez divino la sentenciará, se lo pediré con las manos en alto, pues el alma grita a Dios todopoderoso”.