Inaudito pero cierto. En un planeta de cada vez más ingentes multitudes con
estómagos en paro forzoso, más de mil millones de toneladas de alimentos se
desechan al año, según un informe que nos reafirma en la idea de que la causa
última de las desigualdades constatadas por doquier radica en la maximización de
las ganancias. Regularidad de una formación económica que, “pudorosa”, evade el
más exacto de los nombres, capitalismo, para denominarse a sí misma sociedad de
mercado. O de consumo.
Elaborado por el Instituto Sueco de Alimentos y Biotecnología y la
Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO),
el documento solo asombrará a quienes, con trasnochada buena fe, hayan creído
esa melopea repetitiva de que la inanición padecida por un sexto de la humanidad
-más de mil millones de terrícolas- tiene que ver con la falta de comida. No en
vano el relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, Olivier
Schutter, hacía suyas ante la prensa las palabras de su antecesor en el cargo,
Jean Ziegler: “Cuando un niño muere de hambre en el mundo, él o ella han sido
asesinados.”
No hay que subrayarlo. Los victimarios se empecinan en atribuir la culpa
exclusiva a factores como los cambios climáticos, mientras intentan por todos
los medios ocultar razones harto verificadas: el control de los oligopolios del
comercio agrícola mundial; la especulación financiera (ya están vendidas las
próximas siete cosechas de soja en el orbe); la “francachela” de los
agrocombustibles, los cuales, con precios basados en el petróleo, están
empujando cuesta arriba la tasa media de ganancia en la agricultura.
Si continuamos auxiliándonos de un resumen aparecido en el blog Alfacentauro,
apreciaremos que el rimero de porqués incluye el elevado costo de transformar
millones de toneladas de cereales en proteína animal, con el objetivo de
satisfacer con creces a unas elites por antonomasia consumidoras de carne; las
privatizaciones de los servicios públicos para la agricultura; la regla impuesta
por la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 1994, en el sentido de que
los víveres se conviertan en meras mercancías, solamente regulados por el
mercado; el que la introducción de la propiedad privada de las semillas
transgénicas exige una nueva matriz tecnológica, con costos de producción
mayores y en beneficio de las mismas empresas que controlan el comercio, las
semillas y los insumos…
Ah, entre otras, la verdad incuestionable de que el precio de los alimentos
se internacionaliza, y por ende se separa del costo real de producción en cada
país, para configurar una media planetaria ¡controlada por los monopolios!
De manera que las causas son archiconocidas. El hambre no es simple cuestión
técnica, de explosiones demográficas o leyes dizque naturales. Está inscrita en
el ADN -las relaciones sociales- de un sistema cuyas ocho naciones más ricas,
por ejemplo, reinciden en destinar a los tachos de basura nada menos que 222
millones de toneladas de comida, monto cercano al que necesitaría el África
Subsahariana (230 millones) para acometer con éxito su combate contra el
flagelo.
Y como el capitalismo se compone de dos zonas perfectamente diferenciadas, el
centro y la periferia, se da el caso de que, a manera de división del “trabajo”,
el desperdicio represente el problema más agudo en los países industrializados,
merced a unas normas de calidad que otorgan excesiva importancia a la
apariencia, además de hechos como el que con frecuencia las transnacionales y
los grandes supermercados animen a comprar lo innecesario, que se acumula en
pletóricas despensas antes de irse, sin caducar, allí donde imaginamos: a los
muladares. Entretanto, en los “arrabales” del planeta el desperdicio (las
pérdidas) constituye el freno a la comida de los más, y ocurre en las fases de
producción, recolección, post-cosecha o procesamiento, dados la precariedad de
la infraestructura, el bajo nivel tecnológico y la falta de inversiones.
A todas estas, ¿el sistema abandonaría por las buenas, como si parara mientes
en la palabra del Señor, la consecución de la (ultra)eficiencia a expensas de
los desposeídos, mientras los poseedores, los menos, se regalan astronómicos y a
la postre insostenibles niveles de consumo? ¿Convendría en aprontar medidas
exigidas por gente de bien, como la generalización de la agricultura ecológica,
el aumento de la inversión en las pequeñas explotaciones, el mejoramiento de la
protección social, el reforzamiento de las organizaciones campesinas? ¿Se
avendrían los ciudadanos enajenados por la publicidad campante a planificar de
manera adecuada sus adquisiciones, para no tener que condenarlas a los
basurales?
Que filántropos y soñadores me perdonen. Pero creo que primero habría que
acogotar a los asesinos de cuello blanco. ¿Acaso escuché el término revolución?
Eduardo
Montes de Oca
Rebelión