Habitamos distintas soledades.
Todos nosotros.
La soledad sola del rechazo,
la soledad del temor al rechazo,
la soledad de las companías superficiales
que huyen de la profundidad,
sin saber que huir es morir,
es huír de si.
La soledad mutua,
la soledad del sometimiento,
la soledad de las palabras ahogadas
y los muros de silencio.
La soledad de la independencia,
la activa soledad de la eficiencia,
la soledad del éxito que se olvida de amar.
La soledad de los bares y las copas,
la soledad de los cuerpos que se encuentran como sombras,
la soledad que no se nombra.
Habitamos distintas soledades. Todos nosotros.
Cansados de la soledad fría,
de la noche larga,
de la añoranza extrema…
Cansados de ser cobardes
de vivir a medias,
de la añoranza extrema,
vamos de la soledad a la soledad.
La soledad de vivir naciendo
inocente, nueva.
La soledad de vivir creciendo,
osada, osada
la que ama y se ama y no pide permiso.
La soledad de la pluma inspirada,
la soledad del lienzo, el óleo y la musa
la de la música que galopa desde el olimpo al regazo.
La soledad del abrazo
que abrasa y eleva y funde
el fuego que arrasa con todo
dejando intacto lo que es.
La soledad de los santos y los profetas
la del amor y la locura
la del genio y el héroe
la del alma,
la mía,
la tuya.
Habitamos distintas soledades. Todos nosotros.
Anhelamos el amor como las plantas anhelan la luz del sol.
Alzamos nuestras ramas,
anclamos en las paredes nuestras pequeñas raíces,
trepamos por los balcones y cuando alcanzamos sus rayos, florecemos.
Todos, todos nosotros.
La vida es amplia, extensa y diversa sin embargo,
adentro nos parecemos mucho.
Sólo llegamos adentro por el portal de la soledad elegida,
la soledad consciente, la soledad de la compañía del alma.
Sólo llegamos al otro si hemos llegado a nosotros.
Sólo llegando al otro la magia del amor permite la disolución, la entrega.
Sólo la alquimia del amor permite las infinitas muertes
que expanden la vida hasta allí donde ya no queda añoranza.
Hasta allí donde todo se consuma.
Isabella Di Carlo