“Nuestra canción de amor” tiene buenas interpretaciones de Renée Zellweger y Forest Whitaker. Un cuento con mensaje, irregular pero que invita a creer en la vida y a compartir las pequeñas cosas que cada uno se encuentra en el camino.
Creer en los ángeles y hablar con ellos o creer en uno mismo y compartir la vida con el vecino. En esa alternativa psíquico-espiritual se mueven Joey y Jane, amigos en el derrotismo y en la adversidad que en “Nuestra canción de amor” (ver tráiler) intentan reengancharse a la vida con un viaje hasta Nueva Orleans. Él es un ex-bombero que oye voces interiores y que está en tratamiento psiquiátrico desde que perdiese a su familia en un incendio; ella es una amargada cantante que hace siete años quedó paralítica tras un accidente en el que murió su marido, y desde entonces no ha visto a un hijo que fue dado en adopción. Ahora, el pequeño Devon le pide por carta que acuda a su Primera Comunión, y Joey la obliga a partir en lo que será una road movie para ambos y también una entrañable historia de amistad y superación.
El francés Olivier Dahan (“La vida en rosa: Edith Piaf”) nos invita a volver a creer en la vida y a compartir las pequeñas cosas que cada uno se encuentra en el camino. La historia gira en torno a esa madre que dejó de cantar y que vive con miedo a no ser aceptada, que echa en falta lo que perdió y que rechaza cualquier ayuda para recomenzar. Su fiel amigo Joey también tiene heridas que cicatrizar y espera que los ángeles le ayuden, lo mismo que la joven Billie abandonada por su marido, ese Caldwell fugado de la cárcel con su guitarra o esa pareja de ancianos que hacen su último viaje y dan a Jane la receta de la sonrisa. Todos vienen a ser ángeles que se le aparecen a Jane en el camino, dispuestos a compartir su tiempo y sus inquietudes con ella, a darle «el cálido aliento humano para el viaje de la vida», como ella dice.
El tono de cuento con mensaje queda reforzado por la estética y arriesgada escena mágico-surrealista en el jardín del Edén en que Caldwell les cuenta la historia del músico de blues que vendió su alma al diablo, o por esas otras en que animados pájaros cantores invaden el mundo real en un intento de fundir los sueños y la realidad —el pozo de los deseos es otro lugar referido en los diálogos— y dotar a la vida de un sentido espiritual. Lo que comienza como una película de aire independiente —el arranque es lo mejor— con la soledad y la derrota instalada en la América profunda, da un giro melodramático con la aparición del hijo que reclama la presencia materna, y termina de manera convencional con concesiones sentimentales en la parte más floja de la cinta. Una estructura de road movie con todos sus esquemas que, por otra parte, resulta algo desequilibrada e irregular.
Destacan las extraordinarias interpretaciones y la buena sintonía entre una enrabietada pero sentimental Renée Zellweger y un Forest Whitaker que borda un papel entrañable y difícil por el equilibrio que exige entre lo cómico —como en la “discreta” fuga del restaurante—, lo emotivo —junto a Jane o con la apesadumbrada Billie— y lo dramático. Y, sin duda, también brillan las preciosas canciones de Bob Dylan que salpican la carretera o que canta la propia Zellweger, una de ellas —la del amor a la que se refiere el título— síntesis de un viaje en busca del hijo y de sí misma. Todo para compartir la luna con esos ángeles terrenales, tan reales y espirituales a la vez, tan ordinarios y extraordinarios en lo cotidiano. Porque, como dice la Jane que evoca su pasado, «nadie está tan solo como cree».