El principal asunto que evoca el aniversario del 11-S quedará seguramente marginado del informe mediático. Se trata de las guerras que la sombra del macro atentado de Nueva York ha venido justificando desde entonces. La “guerra contra el terrorismo”, subproducto del “conflicto de civilizaciones”, fue un mero pretexto para realizar las ambiciones de Washington que siguieron al fin de la guerra fría: completar el dominio de las regiones energéticas de Oriente Medio y Asia Central, las principales del planeta, algo que estaba en el programa y los planes de los estrategas desde el mismo momento en que la URSS dejó de existir en 1991, es decir desde diez años antes de los ataques de Nueva York y Washington, episodios, por otra parte, rodeados de todo tipo de incógnitas que se prefiere no remover. En el centro del evento está la cuestión del precio humano de esas guerras.
El estudio más serio realizado hasta la fecha sobre Irak, el de las universidades Johns Hopkins y Al-Mustasiriya publicado en la revista The Lancet estableció 650.000 muertes atribuidas a la guerra entre marzo de 2003 y julio de 2006. Cuando han sido mencionadas, esas cifras han sido calificadas de “polémicas” por muchos medios de comunicación que prefieren los números, mucho menos fiables, del Iraq Body Count, que reduce la cifra a 150.000 muertos, por la sencilla razón de que rebajan la enormidad de la responsabilidad occidental.
En 2008, una empresa británica de encuestas, el Opinion Research Business, estimó la mortandad de la guerra en un poco más de un millón. El problema es que antes de 2003, Irak sufrió doce años de sanciones y embargos que mermaron la sanidad pública, el suministro de agua potable y la adquisición de medicamentos, entre otras cosas. Unicef estimó que esa política fue responsable de quizá medio millón de muertes, en gran parte reflejo de una tasa de mortalidad de niños menores de cinco años del 125 por mil, que casi triplicó la anterior al bloqueo.
El Presidente Clinton, ninguneó ese informe y su Secretaria de Estado, Madeleine Albright, llegó a decir que fue el precio que hubo que pagar para deshacerse de Sadam Hussein. De modo parecido, el Presidente George W. Bush ninguneó el informe publicado por The Lancet. Pero eso cambia poco lo esencial: la presencia de un crimen espantoso y masivo, al que se puede aplicar el tan abusado término de genocidio, al lado del cual la matanza de las torres gemelas de Nueva York, fue un juego de niños. Si existiera algo lejanamente cercano a una justicia internacional, enjuiciar este crimen debería ser su primer cometido.
Pero las consecuencias del 11-S no se limitaron a Irak. Está Afganistán. El atentado de Nueva York añadió una década más a la guerra de los treinta años que el intervencionismo extranjero agravó y multiplicó por mil en sus efectos en ese desgraciado país, desde la intervención soviética de 1979. Al día de hoy, cuando se habla de retirada en el 2014, los planes reales sugieren una década más de presencia militar extranjera en el país. Afganistán añade a las cifras de Irak varias decenas de miles de muertos más. El último estudio publicado, “Cost of War”, de la Universidad de Brown, baraja un mínimo de 225.000 muertos entre Irak y Afganistán. Estas cifras, como la de los ocho millones de iraquíes y afganos “desplazados” por la guerra, raramente encuentran mención en las crónicas políticas sobre el 11-S, pese a que su relación con el atentado neoyorkino es manifiesta y evidente.
Lo mismo ocurre con la crónica económica, al hablar de los déficits de Estados Unidos y del “vivimos por encima de nuestras posibilidades” (¿quienes?) en general. El premio Nobel Joseph Stiglitz estima que las guerras de Irak y Afganistán le han costado al contribuyente americano 3,2 billones de dólares, por lo menos. ¿Tiene ese gasto algo que ver con los actuales déficits? ¿puede ser ignorado ese dato en la crónica de la “crisis financiera”? Si en Europa se habla de austeridad, ¿no habría que empezar por cortar los gastos en Afganistán y Libia? Es sin duda una pregunta ingenua.
Lo peor es que la ideología del 11-S puede recrear eternamente la guerra sin fin contra un oscuro enemigo “terrorista”, cuya génesis fue propiciada –por lo menos- por el propio belicismo. Bin Laden y su internacional fueron un producto de la cruzada occidental contra la URSS en Afganistán, la que potenció un radicalismo sunita enfocado contra el Irán de Jomeini y el laicismo afgano, lo que obliga a preguntarse qué tipo de desastres se están potenciando hoy, por ejemplo en Libia.
La situación de esta guerra sin fin instalada en nuestra cotidianeidad fue explicada con toda claridad en julio de 2004 por el entonces jefe del estado mayor del ejército de Estados Unidos, Peter Schoomaker; “las guerras anteriores fueron como contraer una neumonía, que podía dejarte unas cuantas cicatrices en los pulmones pero de la que te curabas, la actual guerra contra el terrorismo es como el cáncer: puedes estar bajo tratamiento, pero no se te va a ir nunca mientras vivas”, explicó el General. Lo que ha venido después de Irak y Afganistán, es decir las intervenciones noratlánticas en; Pakistán, Somalia, Yemen y Libia, confirman esa enfermedad incurable: la guerra convertida en rutina.
En Libia, el “ministro de sanidad” de los insurgentes apoyados por la OTAN, Nadshi Barakat, ha dicho que en los seis meses que llevamos de conflicto se han registrado 30.000 muertos y 50.000 heridos, mientras la OTAN desmiente, por boca de su secretario general, que haya, “ningún informe confirmado sobre muertos civiles” en las 22.000 operaciones y 8256 bombardeos que su organización ha llevado a cabo allá. La ausencia de cifras parece tomar el relevo a aquellos “daños colaterales” citados por aquel desvergonzado portavoz de la alianza en la operación yugoslava que fue Jamie Shea. La guerra ha sido siempre un recurso en tiempos de crisis. Su actual rutina, y la interesada confusión sobre sus efectos y consecuencias humanas, contrastan mucho con la fanfarra global alrededor del aniversario en el “Ground Zero”.
Rafael Poch
La Vanguardia