La derecha latinoamericana pasa por el peor momento de su historia. Se trata de una situación que va en paralelo con la expansión –no habida hasta ahora– de una mayoría de gobiernos progresistas en la región y de aislamiento de Estados Unidos en el continente.
El momento de mayor fuerza derechista se dio con el auge de los regímenes neoliberales, porque en ese tiempo las corrientes de distintos orígenes que se le habían opuesto también adoptaron el recetario del FMI y el Banco Mundial, confluyendo en un consenso continental –inédito hasta ese momento– en torno a las políticas predominantes en el campo de la derecha a escala internacional. Poder disponer en la derecha de partidos conservadores, así como también del PRI y el PAN en México, el Partido Socialista y el Partido Demócrata Cristiano en Chile, el Copei (socialcristiano) y Acción Democrática en Venezuela, el peronismo en Argentina –para poner algunos ejemplos elocuentes– revelaron la capacidad hegemónica de su proyecto, que no habían tenido antes.
Fue un periodo relativamente breve pero significativo. Permitió la cooptación de expresiones hasta entonces situadas en el campo progresista –nacionalistas, socialdemócratas– y la presentación de una propuesta de espectro continental para las políticas y las áreas de libre comercio expresadas en el TLCAN y en el ALCA que articulaban a Estados Unidos con el conjunto del continente. Además, reinsertaba a América Latina en el modelo mundial dominante –a través de la derecha– reagrupando fuerzas de distintos orígenes en el campo político e ideológico.
Bastó que se agotara ese modelo hegemónico en nuestra región para que el castillo de naipes se desmoronara y promoviese una inmensa crisis de identidad entre los partidos que habían participado en el bloque neoliberal, incluidos los tradicionales de la derecha y los que se sumaron de otras tendencias.
Al transcurrir una década de existencia de gobiernos progresistas en un gran número de países del continente –Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Nicaragua, El Salvador, Perú–, el panorama cambió radicalmente.
Las fuerzas que pusieron en práctica políticas neoliberales pagaron el precio por el carácter antisocial de esas tesis y de su agotamiento precoz. Menem, Fujimori, Fernando Henrique Cardoso, Carlos Andrés Pérez, Carlos Salinas de Gortari, salieron de sus presidencias repudiados y derrotados políticamente; se volvieron símbolos de ex mandatarios antipopulares. (Menem, Fujimori, Pérez llegaron a ir a prisión; Salinas huyó para escapar de ese destino.) Sus organizaciones y fuerzas aliadas pagaron caro el precio de la aventura: el peronismo debió ser rescatado por los Kirchner con acciones radicalmente opuestas a las de Menem. Acción Democrática y Copei prácticamente desaparecieron como partidos en Venezuela. El PRI fue derrotado, perdiendo por primera vez en 70 años la Presidencia; después de dos mandatos continuos con políticas neoliberales, debe suceder lo mismo con el PAN. Fujimori no consiguió elegir sucesor ni construir una fuerza política propia. El Partido de la Social Democracia Brasileña resultó derrotado en las tres elecciones presidenciales siguientes a los dos mandatos de su líder, Fernando Henrique Cardoso.
Frente a gobiernos que pusieron en práctica políticas de remedio y ruptura con el neoliberalismo, las fuerzas que habían encarnado ese modelo quedaron descolocadas. El espectro político fue ampliamente ocupado por coaliciones en países como Argentina, Brasil, Uruguay, con políticas y alianzas de centroizquierda, no dejando espacio a las fuerzas neoliberales. Éstas enfrentaron el dilema de seguir defendiendo las opciones que habían fracasado o intentar argumentar que sus gobiernos prepararon las condiciones para el protagonismo de las políticas sociales de quienes los sucedieron, lo que –además de ser una tesis muy discutible– no impide poner en práctica acciones populares con las que se derrota y escenifica la democratización social.
En Venezuela, Bolivia, Ecuador, las transformaciones radicales que los nuevos gobiernos ejecutaron conquistaron gran apoyo popular, aislando y derrotando a las fuerzas que las antecedieron en el gobierno. Como resultado, la derecha o la neoderecha fueron derrotadas sucesivamente a lo largo de toda esta década, desde el inicial triunfo de Hugo Chávez. Los presidentes posneoliberales se religieron y, en los casos de Argentina, Uruguay y Brasil, escogieron a sus sucesores, mientras la oposición, desorientada, o se dividió –como en Argentina y Venezuela– o no consiguió alcanzar apoyo.
Al mismo tiempo, la intención estadunidense del ALCA fue derrotada al iniciar el decenio, cuando desde la presidencia del proyecto, correspondiente a Estados Unidos y Brasil, fue combatida por este último, que se apoyó en las grandes movilizaciones populares de la década anterior y en el sentimiento, que se convirtió en mayoritario, en favor de los procesos de integración regional opuestos a los tratados de libre comercio con la potencia norteña.
Estados Unidos mantuvo a México y Colombia como aliados privilegiados, además de los gobiernos centroamericanos. Sin embargo, recientemente, perdió los apoyos de Nicaragua y El Salvador, además de Perú y del cambio gradual de posición de Colombia. Aún con la victoria de la derecha en Chile, ésta se ve neutralizada por la pérdida de popularidad del presidente Sebastián Piñera.
En tanto, se ocuparon espacios conquistados y se constituyeron la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), el Consejo Suramericano de Defensa y el Banco del Sur, consolidando la hegemonía de los planes de integración regionales –y de alianzas con el sur del mundo- y el aislamiento de los tratados del libre comercio con Estados Unidos. La crisis de 2008 y su presente regreso confirman las ventajas de dicha inclinación política y las alianzas con China, a la inversa de aquellas priviligiadas con la hoy estancada economía estadunidense.
Ante las derrotas y el aislamiento, la derecha busca un nuevo perfil. Los pasados fracasos en Uruguay, Brasil, Perú y El Salvador –a los que se deben agregar los casi seguros de Argentina, Nicaragua y Venezuela– hacen que se prolongue esta situación en la segunda década del siglo XXI. Corresponde a los gobiernos progresistas valerse de esos reveses para profundizar los proyectos de izquierda, teniendo conciencia de que la derecha conserva sus órganos de comunicación masiva y las estructuras que le son propias –capital financiero, empresas de agronegocios, medios privados, que ejemplarizan la dictadura del dinero, de la tierra y de la palabra–, que sigue teniendo mucho poder, y que sus pilares son blancos principales para cambios profundos que se requieren en la lucha por la superación del neoliberalismo y la construcción de sociedades democráticas, igualitarias y humanistas.
Emir Sader
La Jornada