No existen calendarios con sábados azules, ni esquelas con el nombre de la alondra que oculta entre sus alas, la inercia germinal de un padrenuestro; los sueños, las promesas, las lágrimas borrosas de los peces e incluso las ventiscas hurañas del invierno, se han ido adormeciendo en las cunetas, tal vez arrepentidas, de ser un plenilunio irreverente o el miedo que precede a un sacrilegio; por eso en los relojes, se siguen desangrando primaveras exentas de cordura, sonidos que en su andar titubeante, arrastran un latido invertebrado y el blanco parpadeo de las rosas.
Si hubiera madrugadas de acero inoxidable durmiendo en las cornisas, o hubiese embarcaderos detrás de los espejos, las horas no serían, punzantes anatemas con restos de memoria disconforme y el aire que dibuja las sombras amarillas del recuerdo, sería un mensajero de amarga soledad; las noches no tendrían penumbras abatibles, ni oscuros ensamblajes con ángulos inversos y todas las ideas, se habrían convertido en telarañas que presienten, el llanto irregular de las canciones, cosidas a los párpados del tiempo.