¿Por qué los pollos tienen olor a lavandina y sus huesos se parten como si nada? ¿Cuántos peces mueren por cada plato de sushi? ¿Qué hay dentro de ese impoluto vaso de leche blanca? ¿Por qué todas las hamburguesas tienen el mismo sabor? ¿Sabía que cada vez menos chanchos tienen cola de rulito? ¿Por qué se suicidaron 200 mil agricultores en India? ¿Cuál es ese ingrediente fantasma incluido en el 75 por ciento de los alimentos procesados? Los alimentos y la alimentación es probablemente el tema en el que confluyen casi todos los problemas relevantes del mundo: la corrupción, la experimentación científica, la fuerza o debilidad de los Estados ante las corporaciones, la ecología y la salud de la población mundial. Por eso, son cada vez más los libros y documentales que echan luz sobre ese oscuro entramado que hace de cada plato de comida un expediente X. Radar vio y leyó buena parte de ellos y ofrece una guía y algunas respuestas.
El 31 de octubre, Naciones Unidas ungió con el título Ser Humano 7 mil millones a Danica, una bebé filipina. El nombramiento fue por supuesto simbólico: la persona 7 mil millones podría haber nacido bastante antes en una clínica privada, en un hospital público o en una carpa improvisada en las arenas ardientes del desierto africano. En un Estado en guerra o en una democracia reciente. Puede también estar por nacer y saltar inmediatamente al olvido desde el grueso margen de error sobre el que se sostiene este mundo superpoblado. Como sea, el número al que llegó nuestra especie alarma y vuelve la atención sobre cuestiones que van del azar de un nacimiento acontecido en una determinada coyuntura política al bochorno colectivo de un sistema mundial en crisis donde el acceso a la comida y su calidad ocupan el centro de la escena. ¿Estará el ser humano 7 mil millones del lado de los 925 millones de hambrientos que hay según datos de la FAO (Organización mundial de alimentos)? ¿O crecerá hasta volverse uno de los 1500 millones de obesos que estima la ONU habrá para el 2015? ¿Tendrá la mejor de las suertes y será de los que eligen qué y cuándo comer y qué arrojar a la basura, participando del descarte anual de 1300 millones de toneladas que van al tacho, también según la FAO? Y la última: incluso si perteneciera a la franja acomodada, comiendo lo que se come en las grandes ciudades, ¿estaría a salvo?
Teniendo en cuenta que en la actualidad se producen alimentos para que coman 12 mil millones de personas, la comida no tendría que ser un tema. Y sin embargo cada día lo es más. Al margen del fenómeno “gourmet”, la problemática sobre la comida se ha ido complejizando hasta volverse un género de denuncia en sí mismo, al que se vienen dedicando desde activistas hasta periodistas, estrellas de Hollywood, políticos, documentalistas y escritores. En este sistema de producción intensiva hay material para variados intereses: especulación financiera, experimentación biológica, expulsión de pueblos enteros del campo a la pobreza, acopio global de tierras y semillas por gigantes multinacionales, polución, envenenamiento, hacinamiento y tortura de millones de animales; enormes negociados para pocos y un “consumidor” que no tiene idea de qué es lo que se lleva diariamente a la boca.
ESA MALDICION LLAMADA SUSHI
Nada es lo que era. Ni una manzana, ni un vaso de leche. Pero tal vez (quitando el complejo universo de los granos) sea el pescado el alimento que mejor ejemplifique cómo ha cambiado todo.
El salmón es un plato paradigmático: si bien sigue figurando entre los gustos más exquisitos, su consumo se extendió desaforadamente en los últimos años, impulsando la aparición de numerosos bolichones de sushi en casi todas las ciudades del mundo. Este boom ocurrió irónicamente al mismo tiempo que los pescadores locales denunciaban que volvían a la costa con sus redes vacías y los mares eran declarados ecosistemas en crisis. ¿Cómo puede ser que un recurso que escasea y se denuncia en extinción se popularice y disminuya su precio al mismo tiempo? En primer lugar, las megaempresas pescadoras aumentaron el pique doblando la apuesta. Sus barcos adquirieron el tamaño de un estadio, se equiparon con computadoras, rayos infrarrojos y comunicación satelital para detectar a sus presas. Sus bocas de red cuentan con la capacidad para meter adentro trece aviones intercontinentales. Como si con eso no bastara, también se usa cada vez más el sistema de pesca de arrastre: una especie de arado con el que barren el fondo del mar removiéndolo todo y llevándose peces de consumo, especies exóticas que no sirven de nada, delfines, tortugas, aves marinas, corales y millones de etcéteras que después, como no se pueden vender, son devueltos muertos al mar.
Los pescadores locales, sin posibilidad de competencia, se tienen que mudar a las ciudades o emplearse en las empresas que más han crecido al amparo de esta desgracia (y completan el porqué de tanto pescado): las granjas marinas. Con un desarrollo tres veces superior al de la agricultura, del 35 al 40 por ciento del pescado (y casi todo el salmón que comemos) y los crustáceos que se venden en el mundo vienen actualmente de esas granjas líquidas. Enormes jaulas de agua en medio del mar que pueden contener millones de peces que crecen prácticamente inmóviles en aguas que se pudren producto del hacinamiento. Los ojos de estos peces estallan en sangre mientras sobreviven entre parásitos y bacterias. Entre otras porquerías se los alimenta con maíz, y se les suministran antibióticos, alguicidas y tranquilizantes. Las costas que albergan estos emprendimientos se vuelven lodazales, los peces salvajes de zonas aledañas o se mudan o se mueren. Así como están las cosas, “imaginen que les sirven un plato de sushi: si ese plato contuviera todos los animales que murieron para hacerlo, el plato debería medir 1500 metros”, escribe Jonathan Safran Foer en Comer animales (Seix Barral). En este libro de reciente edición en Argentina, Safran Foer recorre el terrible camino que siguen dentro de las granjas industriales no sólo los peces sino todos los animales que van a parar a nuestro plato y cómo eso ha modificado la vida del pescador y el granjero, de las aguas y de la tierra, a la vez que empobrece la comida mientras pone en riesgo la salud del mundo entero.
Comer animales generó debates en todos los países en los que fue presentado y sirvió para volver la atención sobre la inmensa producción de libros, películas y documentales que en los últimos años se arrojaron a desentrañar cómo se producen en la actualidad los alimentos. “La industria no quiere que se sepa lo que estamos comiendo porque si lo supiéramos tal vez no querríamos seguir comiendo.” La frase aparece al comienzo del documental Food Inc. y resume el propósito detrás de cada una de estas investigaciones: correr el velo y descubrir qué hay detrás de esta industria que factura 140 mil millones de dólares al año y ocupa un tercio de la superficie del planeta.
EL OTRO LADO DEL PLATO
Para dimensionar el fenómeno de producción cultural alcanza con intentar recopilarla: en el área de los documentales hay novedades semanales (hablando por supuesto no sólo de películas sino de cortos, animaciones y documentales para Internet). Sólo acotando la elección a los que tienen extensión de película, hay decenas. De 2005 hasta hoy se pueden encontrar desde clásicas deconstrucciones de la realidad alimentaria (un recorrido bastante simple sobre cómo llegamos hasta acá y cuál será el desenlace de no producir un cambio) como la famosa Food inc. o la más reciente Fresh –sobre los sistemas alternativos de producción de alimentos–, hasta joyitas como The Future of Food que devela los peligros –de salud, de medio ambiente y hasta de independencia de los Estados nacionales– detrás de los alimentos genéticamente modificados. Otras como Dying in abundance, que muestran la desalmada especulación financiera que se hace alrededor de los granos en los mercados bursátiles. También intentos de concientización más artie como la alemana Our Daily
Bread que, sin más recursos que una cámara quieta y un micrófono, reproduce las imágenes y los sonidos de este cruel sistema moderno: sólo la imagen y el sonido de pollos recién salidos del cascarón que de a cientos son arrojados como piedras al galpón en el que seguirán creciendo o a la basura porque no nacieron con las condiciones exigidas, es escalofriante. Sólidas investigaciones periodísticas como la francesa El mundo según Monsanto (que recorre la historia de la ominosa compañía que es dueña de la mayoría de las semillas del mundo y consigue acallar a quienes osan iniciarles demandas por problemas económicos, ambientales o de salud), y la inglesa The end of the line: documental sobre la pronta extinción de la fauna marina que advierte sobre aguas sin peces libres en las próximas décadas. También Got the Facts on Milk?: un viaje por las entrañas de la industria láctea y sus siniestros métodos –como vacas con ubres veinte veces más grandes a fuerza de inyecciones de hormonas– para aumentar la producción.
Las crónicas y denuncias periodísticas, por su parte, también se suceden descubriendo para el lector interesado un sinnúmero de aberraciones cotidianas. Hay periodistas especializados en comida que dejaron de hablar de tendencias gastronómicas y se volvieron activistas presentando interesantes campañas, como Hugh Fearnley-Whittingstall de The Guardian, que promovió un petitorio para frenar el descarte de 70 millones de peces que son devueltos muertos por año al mar y que en estos días está trayendo curiosos debates en la Unión Europea (¿está bien regalarles a los pobres el pescado que “sobra”? Si se paga a los pescadores por esas especies cuya pesca innecesaria pone en peligro el ecosistema, ¿no se comenzará a alentar la pesca de animales exóticos o en extinción?). En esa línea de denuncia se mueve también Michael Pollan, escritor del New York Times (con libros como El dilema omnívoro y Food Rules: An Eater’s Manual), que ha utilizado las páginas de ese diario para escribirle directamente a Obama instándolo a modificar un sistema agrícola que sólo beneficia a las grandes corporaciones. “Hay que promover un consumo ético”, dice Pollan, quien no es vegetariano como Safran Foer, e impulsa fervorosamente la ingesta de carne siempre y cuando no provenga de granjas industriales.
Con toda la información que circula, surgen y se nutren movimientos que no son nuevos pero sí cada vez más masivos: carnívoros selectivos y consumidores de carne ética como Pollan (personas que comen sólo sabiendo cómo fue criado y muerto el animal en cuestión), vegetarianos que no comen transgénicos, veganos (que no comen nada de origen animal) y freegans (“veganos libres” o anticonsumistas, que sacan su comida únicamente de las bolsas de basura de los ricos).
Pareciera que una vez que se aborda cualquier asunto alrededor de la comida no hay espacio para la indiferencia. Pero lo más interesante del suceso no es la cantidad de voces que se levantan, sino cómo entre todas logran devolverle visibilidad a un tema tapado a medida que el mundo adoptaba este sistema agroindustrial. Productores en bancarrota por asumir los costos de la bioctecnología y pueblos enteros intoxicados con agroquímicos. Personas que consideran inmoral que el 50 por ciento de los granos que se cultivan sean utilizados para alimentar a animales (que a su vez sólo alimentan a una pequeña porción de la humanidad) y que 100 millones de toneladas anuales de granos sean usadas para crear biocombustibles (un hecho condenado por Jean Ziegler, de la ONU, como crimen de lesa humanidad). Científicos que alertan sobre el consumo de transgénicos, consumidores enfermos o parientes de víctimas directas de la comida y ambientalistas con una denuncia cada vez más atendible: el sufrimiento al que son expuestos miles de millones de animales criados bajo las condiciones más sádicas con el fin de optimizar el tiempo y maximizar las ganancias de las compañías.
LA COMIDA QUE MATA
Soja, maíz, sorgo. Los cereales han aumentado su producción en cantidades aún mayores que los animales. Son tantas las hectáreas que tienen sólo diez empresas semilleras y agroquímicas, que si sumaran sus tierras dispersas y decidieran constituirse como país, serían el más grande y poderoso. Si bien la propuesta con la que han ido avanzando a lo largo del mundo desde su aparición tuvo que ver con paliar el hambre generando cultivos invencibles ante las plagas, lo cierto es que desde la Revolución Verde en los años ’60 hasta hoy se duplicó la producción mundial y el hambre continuó su avance. Los transgénicos no sólo no tienen genes que los vuelvan más ricos en algún nutriente (como se dijo algún día que ocurriría) sino que cada día están más sospechados y relacionados con alergias, enfermedades del sistema inmunológico, nervioso y endocrino y otras patologías. Los alimentos procesados están llenos de rellenadores económicos sucedáneos de la soja como la lecitina o endulzantes como el jarabe de alta, fructosa proveniente del maíz; conocidos como “anti nutrientes”, son responsables entre otras cosas de los altos índices de obesidad y diabetes que hay en las ciudades desarrolladas.
Estos cultivos que ocupan todo también afectan la biodiversidad. De las mil variedades de papas que había en el mundo, actualmente se cultivan intensamente cuatro. De los siete mil tipos de manzanas que nutrían la imaginación del siglo XIX, quedan las cuatro o cinco que se suelen ver. El 97 por ciento de la variedad de vegetales que había al comienzo del siglo XX se extinguió. Los campesinos o pequeños productores independientes desaparecieron o se volvieron empleados de esas grandes compañías. En India, más de 200 mil deudores desesperados (¡200 mil!) que ya no tenían cómo afrontar las deudas a las que se vieron expuestos desde que las multinacionales empezaron a cobrarles por sus semillas, se suicidaron.
En la expansión verde, las vacas se trasladaron del campo a los feedlots, los cerdos de sus chiqueros a galpones de engorde intensivo y los pollos a cámaras oscuras de crecimiento acelerado. La vida de los criadores y la calidad de todos estos alimentos se han empobrecido cuantificablemente: la carne de hoy es más rica en grasas saturadas y remedios. El cambio en sus dietas y los espacios cerrados en donde se hace vivir a los animales cubiertos por sus propios excrementos volvió el terreno propicio para la aparición de virus y bacterias nuevas, o viejas pero mutadas. Es tal la cantidad de antibióticos que se les aplica para que aguanten y sobrevivan y que luego consumimos nosotros en forma de carne que las enfermedades en humanos se han vuelto cada vez más resistentes. Escherichia coli, salmonella, gripe aviar y gripe porcina son riesgos que se relacionan directamente con las granjas industriales. Y la obesidad avanza, y el cáncer avanza y los problemas cardíacos y la infertilidad y una larga lista de etcéteras. Si bien la mayor responsabilidad de este desbarajuste recae en países como Estados Unidos y China, no hay sociedad que esté exenta de sufrir las consecuencias.
¿Existe el modo de salir de esto o la fecha de vencimiento de la humanidad está escrita en letra invisible sobre cada tiquet de supermercado? Uno de los fenómenos más llamativos en la proliferación de estos documentales y libros es que, pese a todo, subyace la esperanza. Porque hay quienes ven en el colapso las semillas del cambio: un modo de leer el presente compartido también por los que en estos meses copan las plazas del mundo protestando contra este sistema tan injusto. Se trata de barajar y dar de nuevo para recuperar las pequeñas producciones locales, redistribuir el consumo globalmente, resignar un poco de confort o del gusto entre los que vivimos en sociedades desarrolladas (disminuir el consumo de carnes, por ejemplo, sería un primer paso) y alentar los nuevos movimientos que surgen en beneficio de las personas y los ecosistemas. Así como estamos hoy, en el tiempo que toma leer esta nota, siete mil personas más están entre nosotros. Si no nacieron en un país en guerra, si llegan a sortear el hambre y la pobreza, si pueden crecer hasta elegir y cuentan con una sola herramienta para seguir adelante, ésa debería ser la información para saber qué es lo que están comiendo, cuál es su origen y el proceso que atravesó antes de llegar a su plato, para no ser uno más de los tantos que sin saber juegan en cada comida a la ruleta rusa.
Soledad Barruti
Página 12