La sentencia de Calíope fue digna de una musa: dictó que las dos rivales enamoradas
del mismo hombre tenían derecho, por razones diversas, al disfrute de tan apetecible
joven, pero juzgó oportuno poner en su conocimiento que también a Adonis debía
reconocérsele el derecho a tener una similar temporada anual de descanso.
Así que Calíope acordó que Afrodita disfrutara de un tercio del año;
Perséfone de otro tercio; y, finalmente, que Adonis pudiera gozar a su antojo, y en libertad,
del tercio restante. Sin embargo, Afrodita pondrá en práctica los encantamientos de su
ceñidor y de su muy estimable belleza física, para lograr que Adonis se olvidase de la que
fue su madre adoptiva y dejara sin vigencia las vacaciones pactadas por Calíope.
Hasta el punto de que Perséfone, cegada por el afán de venganza, se marchó en busca
de Ares, antiguo amante de Afrodita, para contarle con pelos y señales cómo Adonis
había despertado en la diosa mucha más pasión de la que Ares jamás despertó en ella.
Ares, que era bruto por naturaleza, cayó en la trampa de los celos y decidió, convertido
en jabalí, darle una lección a Adonis en su propio terreno. Llegó la bestia al monte Líbano,
en donde Adonis se divertía cazando, a la vera de su enamorada. Ares arremetió contra
el joven y lo destrozó totalmente, desgarrándolo con sus colmillos. Muerto Adonis,
Afrodita volvió a implorar a Zeus, bañada en llanto, pidiendo esta vez que su Adonis,
que ahora estaría en el infernal y eterno reino de Perséfone, pudiera gozar de una libertad
anual, que fuera medio año para las tinieblas y otro medio para el sol del verano.
Zeus, conmovido por esta apasionada historia de amor, como muchas de las que él
había vivido, concedió el deseo a Afrodita y por eso, desde entonces, al llegar el
calor del verano, Adonis sale de su encierro en el Tártaro y se reúne con su amada,
para pasar las noches queriéndose, durmiendo estrechamente abrazados,
bajo la bóveda cálida del firmamento griego.