Sexo, violencia, corrupción, hipocresía…
Esto y mucho más ofrece este retrato psicológico de una mujer
madura amargada, dominada por una madre posesiva que impide
su liberación y que con el paso de los años le fue provocando una
serie de problemas psicológicos que derivaron en unas pautas
de comportamiento malsanas. Volcada en sus clases de piano,
tras una carrera frustrada como pianista es devorada por la
envidia y la perversión, y emprende un camino hacia la
perdición entregada totalmente al fetichismo, al voueyerismo
y a las relaciones personales artificiales.
Sin embargo todo cambia cando aparece un atractivo alumno y
que se constituye como su última posibilidad de salvación, como
un clavo ardiendo al cual debe agarrarse para no seguir cayendo
en picado. Pero puede ser que sea demasiado tarde, y el monstruo
interior que la domina, le impida alcanzar la felicidad.
Con la dureza habitual, y el clima catastrófico marca de la
casa, Michael Haneke continua así con este filme, rodado en
francés y por actores franceses, su profundo análisis sobre los
entresijos más pérfidos, oscuros y ocultos de la burguesía europea,
tomando el testigo del español Luís Buñuel, y demoliendo los
principios básicos sobre los que se asientan las sociedades
occidentales del S. XXI.
La Pianista es próxima por temática, tratamiento y estilo, ya no
solo a otros filmes del propio Haneke, como Funny Games, o la
posterior Caché, también galardonada en Cannes, sino también a
los filmes de Lars Von Trier, especialmente Dogville y Manderlay,
o algunos de los directores más irreverentes del panorama indie de
Estados Unidos, como Greg Araki o Todd Solondz. Sin embargo,
esta película es mucho más accesible al gran público, sin por ello
sacrificar ningún gramo de denuncia o irreverencia.
Todo aquel que se atreva a entrar en el juego provocativo y
brutal, planteado con maestría por Haneke, se encontrará con
un film espléndido, atrevido, difícil, que se adentra en los rincones
más oscuros del ser humano gracias a las geniales interpretaciones
de Isabel Huppert y Benoît Magimel, y que en ningún momento deja
indiferente. Sino más bien todo lo contrario, ya que cuando aparecen
los títulos de crédito, el espectador se siente vacío, como si las imágenes
le hubieran comido las entrañas y una masa negrísima ocupara el hueco
que estas dejaron.
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