Todo ser humano tiene una imagen de sí mismo que tiende a mantenerse estable a lo largo del tiempo a pesar de los cambios.

El yo hace posible diferenciarse de los demás, permite tomar decisiones autónomas, dirigir las acciones, elaborar proyectos personales, tener ideas propias, controlar los impulsos y construir una vida única.

Los trastornos psíquicos producen la alteración de la percepción del sí mismo.

Aunque es difícil que una persona se llegue a conocer completamente y sepa realmente quién es, generalmente puede identificar rasgos de carácter, temperamento, formas de pensar, de actuar y datos de su esquema corporal bastante precisos, siempre que no tenga alterada la percepción de sí misma.

La neurociencia trata de localizar en qué zona del cerebro se encuentra el sí mismo para entender mejor los trastornos psíquicos y para saber para qué existe la conciencia del yo.

Uno de los rasgos más sobresalientes de la experiencia subjetiva es la clara división entre la interioridad y el mundo externo. Todo lo relacionado con la mismidad, como los pensamientos, los sentimientos, los deseos, los recuerdos, pertenece a la subjetividad y lo que experimenta el otro permanece separado, fuera de nosotros mismos.

Otra de las características del yo es su estabilidad, ya que se mantiene constante a pesar de los cambios biológicos y vitales de la persona.

No obstante, la educación, la experiencia y todos los avatares de la existencia van moldeando al yo y agregando conexiones sinápticas y neuronas al cerebro, lo que demuestra que la constancia del yo también es un proceso activo del encéfalo.

A los ocho meses de edad el niño puede diferenciarse del pecho materno; al año y medio se puede reconocer en el espejo, a partir de los dos años comienza a distinguirse como un yo y a los tres años puede diferenciarse del otro.

A medida que un niño crece se va acentuando esta diferenciación y comienza a compararse con los demás, creando al mismo tiempo un sentimiento de autovaloración; y en la adolescencia se inicia el proceso de la búsqueda de la identidad y del sí mismo.

Las conexiones neuronales se van estableciendo durante el desarrollo, ya que al nacer sólo existen pocas conexiones sinápticas entre alrededor de 100.000 millones de neuronas.

La red sináptica se multiplica en forma dramática hasta los seis años y luego se torna más estable.

Durante este período, también desaparecen las conexiones que no se utilizan y se consolidan las que se relacionan con las experiencias repetidas y significativas.

Todas las personas tienen una conciencia para procesar sus pensamientos, sentimientos o recuerdos que pueden percibir como propios, salvo en casos de alteraciones psíquicas.

Gran parte del cerebro que se relaciona con la conciencia del yo se encuentra en la línea media cortical de ambos hemisferios, el área más evolucionada desde el punto de vista filogenético.

Desde esta perspectiva se podría tener la esperanza de creer que el ser humano podría estar evolucionando hacia una conciencia superior.

El sí mismo es un tema que ha inquietado desde la antigüedad a muchos filósofos. Para Platón, por ejemplo, el mundo que percibimos es ilusorio y lo real son las ideas.

Descartes afirma que sólo estamos seguros de que estamos pensando y todo lo demás lo pone en duda. Por su parte, Kant, propone que es la razón humana la que estructura la realidad; mientras para William James, científico de la naturaleza, las emociones y el sí mismo son funciones del cerebro.

Para Sigmund Freud, el yo es la instancia del aparato psíquico que se debate entre las exigencias del instinto y del Superyo o conciencia moral y el conflicto del yo, cuando no puede decidir entre estas dos instancias es la causa de la neurosis.

La conciencia del yo y su fortaleza para vencer el egoísmo, es lo que nos hace cada vez más humanos.

Fuente: “Mente y Cerebro”, No.50/2011; “Una mirada al interior”; Uwe Herwig.