La cosa empezó así: en la antigüedad, los pueblos del hemisferio
norte (básicamente los griegos, los romanos y los germanos)
celebraban la llegada de la primavera según les indicaba el
calendario
lunar, entre el 20 de marzo y el 25 de abril.
Eran tiempos de festejos, cuando la nieve se derretía,
volvía la vida a los campos y la fertilidad retornaba al mundo.
Por entonces, casi todas las culturas tenían al huevo como símbolo
de la fertilidad, porque encerraba la promesa de la vida.
Casi todas, con la excepción de germanos y eslavos,
para quienes la fertilidad estaba representada por el conejo,
y no resulta difícil imaginar por qué. Particularmente para ellos
el conejo era la forma en la que encarnaba Oester, la diosa de la
primavera, a la que le rendían culto cuando la luna llegaba
a su equinoccio, marcando el cambio de estación.
Como dato, Oester es la raíz de la palabra Easter,
con la que se denomina la Pascua en alemán e inglés.
Pero hace 2000 años, cuando los cristianos empezaron
a celebrar la resurrección de Cristo, en el norte de Europa se
inició una confusión de figuras paganas y religiosas,
que el calendario gregoriano terminó por zanjar
en el siglo XVI: por motivos non sanctos y de dominación cultural,
se hicieron coincidir las celebraciones paganas a
Oester con la vuelta a la vida de Jesús.
De forma que la confusión iniciada entre dioses germanos
y eslavos, combinado con la tradición cristiana, terminó
por construir el relato actual en el que en Pascuas se comen huevos,
los conejos pululan escondiéndolos para los niños y
la gallina… bueno, la gallina parece recién salida del pesebre,
pero al fin y al cabo es la que pone el huevo.
Por qué son de chocolate ¿Pero por qué son de chocolate y por qué tienen colores vivos?
Esa es otra historia y se remonta a la Rusia de los zares.
Hacia el siglo XVIII en Europa del Este se celebraba
la Pascua regalando huevos duros, como una manera de reafirmar
la llegada de una estación próspera. En tiempos de hambre,
tenían su onda. Pero por regla general no resultaba un regalo
muy atractivo. Así que los zares le dieron la vuelta de rosca para
marcar su categoría high class: los empezaron a hacer de
porcelana, a decorar con joyas y metales y preciosos,
y a coleccionarlos.
En otro de los sincretismos que ni la historia puede explicar,
el catolicismo ortodoxo exportó los huevos de colores hasta
Occidente, donde gustaron mucho. Los huevos duros y decorados
cundieron como una simpática moda a mediados del siglo XIX,
hasta que un suizo, pícaro y voluntarioso, se avivó de que si los
hacía de chocolate serían furor. Y así están las cosas al día de hoy. |