Madre, abre tus brazos nuevamente, desnúdame, mar adentro, con las yemas de los dedos.
Soñaba. Me soñaba hundida en el destello de sus ojos. Abismo en el abismo, a tragos cortos inhalaba mi exhalación, y mamé de su cólera el sosiego.
Con trece espinas de luz tañía el Danzante la rosa. Con trece pétalos penetró mis sentidos:
gavilla descendí, líquida de polen.
Con veintiséis pistilos colmó toda hondura y grieta.
Las aguas anegaron la memoria inútil, la casa en ruinas, la raíz expuesta. Limpia de cicatrices, vine a ser un resplandor en el santuario, un cántico entre mis auroras dando tumbos en la hoguera.
Sacerdotisa en el centro del Árbol
Yo soy la Reina de Bastos
La totalmente Ella misma
Si vienes tocón mutilado a ofrecer astillas
Te abrasaré
Si fueres tronco entero tu grosura hermosearé
Por mí se llega a la plegaria quieta.
La hora del silencio borra mi huella. Las arenas queman la planta del pie.
El bullicio de la fiesta bate en pleno.
Hoy me duele la vida como si fuera un tajo de cuchillo en las muñecas. Me abruman los hechos de violencia que cunden el filo de mi propia recóndita agresión.
La hora del silencio. Esa fracción de segundo cuando pausa la mar
y sobre el lomo de las olas somnolean las barquillas.