"Me muero por
sus labios, por su boca, por sus besos..." Palabras dichas o sentidas en
canciones, poemas, narraciones, lamentos o deseos. Pensar en el amor
sin besos nos resulta casi inconcebible y en la mayoría de los casos
suele ser el paso imprescindible para decidir si se sigue adelante en
una relación. Cuando la experiencia del beso no resulta agradable, o
simplemente no está a la altura de lo esperado, prácticamente en ese
momento decidimos que hasta ahí llegó la historia, o al menos así
debería de ser. Vamos a ver por qué.
Dada la
importancia del aspecto físico para experimentar una relación afectiva
de forma plena y satisfactoria, el beso es el primer testigo de lo que
puede suponer la relación sexual/amorosa posterior.
Durante el
beso se produce un intercambio de texturas, sabores, olores, sustancias
químicas, y también de emociones y habilidades particulares. Los labios
tienen la parte más fina de piel de todo el cuerpo humano, así como la
mayor densidad de neuronas sensoriales que cualquier otra región
corporal. En nuestro cerebro, el espacio dedicado a interpretar la
información que llega de los labios es infinitamente mayor que la de
otras partes de nuestra anatomía. Los labios y la lengua están
preparados para interpretar señales nerviosas y químicas a través de la
sensación táctil, que pueden producir, o no, cierta excitación sexual o
vínculos emocionales. Algunas investigaciones apuntan a que los besos
pueden incluso llegar a proporcionar información sobre compatibilidad
genética; otras han analizado cómo el termómetro utilizado por muchas
personas para determinar el estado de salud de su relación es la
cantidad, intensidad, manera e incluso sensación (es decir, el mensaje
de los neurotransmisores sobre si hay deseo sexual o si se trata
simplemente de un acto mecánico) de los besos.
Todo esto
nos lleva a la conclusión de que el acto de besar es fundamental en la
elección de pareja. Además de los ajustes fisiológicos (olores, sabores,
tacto, etc.) se producen los físicos (si dos cuerpos se complementan
para darse satisfacción mutua), los emocionales (el grado de implicación
y abandono necesarios para que el estado de relajación produzca el
máximo placer, que a su vez tienen que ver con la confianza y la
motivación), y los aprendizajes individuales (saber cuándo avanzar,
cuándo dejar espacio, cuando subir o bajar la intensidad... todo ello
necesita práctica y ganas de disfrutar en compañía).
La primera
función de los labios tiene que ver con la alimentación, y la evolución
nos ha hecho el favor de que el acto de la nutrición pueda convertirse
también en una manera de expresar amor, afecto, cuidado, seguridad y
cariño (sólo tenemos que recordar a las madres que alimentan a sus
cachorros triturando la comida, o a las que, a la vez que amamantan a
sus hijos les nutren con miradas, caricias y la paz de los afectos). A
estas alturas, quizás no nos parezca ya extraño el mecanismo por el que
sustituimos con tanta facilidad la falta de cariño por comida que
satisfaga una carencia o un deseo emocional.
Por el
contrario, un beso agresivo, unidireccional, mecánico o desagradable,
lleva señales más que suficientes para poner una luz roja al progreso de
una relación. Cuando sentimos asco, miedo, rechazo, sumisión, o
simplemente desagrado cuando una persona nos besa, si es que finalmente
se lo permitimos, no solamente tenemos información física, sino que hay
un auténtico aluvión de mensajes que nos indican claramente que, de ser
posible, marquemos una distancia adecuada.
Ante todo este
poderío informativo, cuánto más sepamos de lo que hay en un beso,
mejores decisiones podremos tomar respecto a nuestro futuro afectivo.