Marcelo Colussi
Desde
sus respectivos nacimientos estuvieron siempre juntos. Vieron el mundo
con escasas dos semanas de diferencia, y sus vidas quedaron casi
hermanadas desde un primer momento. Aunque no eran hermanos, lo
parecían.
Compartieron
juegos infantiles, estudios primarios, penas y alegrías de niños,
nevadas y calores. Simón siempre fue algo gordo, característica que se
acentuó en su adolescencia. Jürgen, por el contrario, fue siempre
delgado, enjuto. Ambos eran altos.
Se
protegían mutuamente, en todo: con mentiras piadosas antes sus madres o
maestros para apañar fechorías menores del otro; con puños y puntapiés
antes niños hostiles.
Sus
respectivos padres no tenían muy en cuenta la relación; eran amiguitos,
así de simple, buenos amiguitos, y ello no daba para abrir ninguna
reflexión al respecto. La cuestión de la religión no contaba.
En
realidad, si bien ambas familias eran practicantes de sus respectivos
credos, ninguna era particularmente devota. Seguían sus ritos como las
tradiciones lo mandaban, pero no pasaban de allí. Jürgen era católico;
Simón, judío.
Los dos
niños fueron formados en sus creencias, pero entre sí nunca hablaban de
ello. No era necesario; los unía otra infinidad de cosas, y el tema
religioso no contaba. Como tantos niños –¿como todos?– sus
preocupaciones no iban por el lado teológico; el ámbito espiritual era
una obligación más, pesada como todas las obligaciones, como lavarse los
dientes o bañarse cada sábado.
Desde
niño Simón evidenció una hermosa voz de barítono; ya jovencitos los dos
participaban en el coro de la escuela, pero Jürgen no tenía especial
talento para el canto. De todos modos, a ambos les gustaba tomar parte
en esa actividad, no tanto por su afección respecto a lo lírico sino
porque les resultaban muy divertidos los ensayos. En realidad, ya de
doce años, a los dos amigos les interesaba el coro más por los primeros
juegos de seducción en que tímidamente entraban con jovencitas de su
edad que por una vocación artística. De todos modos el talento de Simón
no era poco, y en muchas ocasiones fue tentado por su maestro de música a
tomar en serio el estudio vocal. Ni él ni sus padres lo consideraron.
Siempre
siguió cantando, y su voz ya adolescente ganó en potencia y
profundidad. Jürgen lo admiraba. Ya más grandes cantaban juntos en las
tabernas, cuando comenzaban sus salidas de quasi adultos.
La
familia Goldstein –a la que pertenecía Simón– era propietaria de una
tienda de telas, una de las más grandes de Munich. El padre, David, era
un acaudalado comerciante que, pese a su origen judío, se había sabido
ganar la estima de amigos y enemigos. Era, en el más cabal sentido de la
palabra, una buena persona. Contrariamente a su hermano Isaac,
igualmente conocido, pero no por su perfil humanista, jamás habido
prestado dinero. Su considerable fortuna la había logrado no tanto por
lo recibido en herencia de su padre, sino con el tesón de un avaro
comerciante que trabajaba, y hacía trabajar a sus empleados, dieciséis
horas diarias, jamás se daba lujos y no se permitía dilapidar siquiera
un centavo en algo que no tuviera ya rígidamente presupuestado.
El padre de Jürgen era uno de sus dependientes. Azares del destino, ambas familias eran vecinas.
A
lo largo de los años en que la amistad de los dos muchachos fue
tornándose más estrecha, nunca tuvieron una pelea. Se entendían sin
necesidad de hablar; era sólo mirarse y automáticamente el uno sabía de
los pensamientos, gustos, temores o malestares del otro. En general casi
en todo, o en todo, vibraban al unísono con lo mismo, y se preocupaban
de similares penas.
Wilhelm
Baltzer, el padre de Jürgen, vivía de un magro salario con el que debía
mantener esposa y cuatro hijos. Su profunda fe cristiana lo ayudaba
mucho en esa empresa. Su relación con David Goldstein, el dueño de la
tienda, no era mala, pero tampoco daba para más que un formal vínculo
empleado-empleador. Ninguno de los dos hubiera siquiera hecho el
esfuerzo por ir más allá. La honda amistad de sus respectivos hijos –la
cual no alimentaba ninguna de las dos familias– no contaba mayormente, o
no contaba para nada, en la relación establecida.
Seguidores
tradicionalistas en su fe como eran los Goldstein y los Baltzer,
ninguno de ellos polemizaba en asuntos religiosos; si bien el
antisemitismo estaba extendido inmemorialmente por toda Europa, no era
el caso para los padres de Jürgen. Y por supuesto, tampoco para él. En
unas pocas ocasiones, con valor de sagrado secreto para llevarse a la
tumba, los muchachos se permitían reír mutuamente de sus respectivos
credos. Al escuchar uno los relatos del otro acerca de cómo eran las
prácticas religiosas de sus familias –a las que estaban obligados cada
uno de ellos y que, aunque a regañadientes, debían cumplir– los asaltaba
un profundo sentimiento de hilaridad. El judío no podía entender cómo
era posible que el vino fuese sangre, o que la hostia fuese el cuerpo
sagrado; por otro lado, para Jürgen era desopilante el rito del sabbath,
o absolutamente incomprensible aquello de la circunsición: le dolía de
sólo pensarlo. De todos modos, así se aceptaban; y de eso reían –claro
que en privado, y con el marco de una mutua complicidad que hacía más
atractivo el secreto compartido.
La
adolescencia unió más aún la amistad de los amigos. Las visitas a los
primeros burdeles, o las cervezas de las primeras tabernas, ratificaron
que su relación iba más allá de sus respectivas familias.
A
los dieciocho años, con sus aspectos de adultos jóvenes –o de
muchachones crecidos– la vida parecía extendérseles por delante como un
camino que invitaba a recorrerlo; nada se interponía ante ellos, y todo
incitaba a mantener esa hermosa unión que los vinculaba. Las apuestas
que hacían en las tabernas para ver quién tomaba más cantidad de cerveza
de un solo trago –en general era Simón el ganador–, o las correrías
amorosas compartidas luego en interminables conversaciones, por
mencionar algunas cosas, eran elementos que solidificaban cada vez más
la amistad. Ello, de todos modos, no tenía ninguna relación con las
historias vividas por sus respectivas familias.
David
Goldstein seguía haciendo dinero y despotricando contra sus empleados, a
quienes veía como una sarta de haraganes que sólo querían perjudicarle
en sus negocios. Su esposa, Rebeca, repetía los mismos argumentos.
Por
otro lado, Wilhelm Baltzer seguía tan pobre como siempre, despotricando
contra el "miserable judío" de su patrón, y orgulloso de su Jürgen, que
había decidido enrolarse en el ejército.
Para
el invierno de 1939 la situación en toda Alemania estaba al rojo vivo;
el nacionalsocialismo ganaba adeptos a pasos agigantados, y el
antisemitismo desbordaba por todos lados. Los Goldstein vieron que algo
grave iba a suceder, ante lo cual comenzaron a barajar la idea de
abandonar el país; un tanto en el aire –porque no querían terminar de
creer lo que estaban viviendo– fueron concibiendo la idea de marcharse
hacia Estados Unidos, donde tenían familiares. Pero no lograron
concretarlo.
En pocos
meses se amplió la persecución contra los judíos, y ya no pudieron
siquiera moverse de Munich. Simón tuvo que descartar sus planes de
seguir estudios de derecho en la universidad. La vida se les complicaba
cada vez más.
Con
veinte años recién cumplidos, la vida de los otrora amigos había tomado
rumbos completamente diversos. Ya no había salidas compartidas, ni
tabernas ni historias amorosas. Ni siquiera se volvieron a ver.
Jürgen,
rebosante de alegría, no cabía en su uniforme de lo agrandado que se
sentía. Jamás hubiera pensado que la vida militar le sentaría tan bien.
No se separaba nunca de su arma, la que había pasado a ser parte de su
identidad. Su rostro fue endureciéndose, su actitud se tornó agresiva.
Las continuas arengas que recibía le fueron moldeando una nueva
personalidad, totalmente desconocida en él con anterioridad. Del
muchacho bonachón, alegre, simple incluso, que se divertía sanamente y
con espontáneas risotadas, ya no quedaba nada. Ahora se sentía un
miembro de la "raza aria", la "raza superior", llamado a ocupar un lugar
de privilegio en la historia. No importaba que no fuera él quien daba
las órdenes; él las cumplía muy solícito, por cierto, pero en realidad
–así lo construía al menos– esas órdenes que él ejecutaba eran parte de
un plan mucho más complejo, más profundo. No eran simplemente la
concreción de lo dicho por el superior: eran la puesta en acto de un
"destino superior", de "la superación de todas las formas primitivas y
atrasadas de vida".
Jürgen
era soldado raso, pero soñaba con escalar. De hecho, el Conductor de la
Nación Teutona no era tampoco un oficial de alto rango: era un cabo, un
soldado del pueblo, un "puro y no contaminado" luchador ario como él.
No importaban tanto los grados como la "pureza racial", repetía
enfervorizado.
Sus
padres ya no podían reconocerlo cuando se perdía en estas divagaciones;
de todos modos el avejentado Wilhelm Baltzer, de alguna manera orgulloso
de su hijo, también repetía estos acalorados discursos, sin entender
bien a dónde llevaban, pero dando así rienda suelta a su visceral odio
contra su patrón, al que había visto enriquecerse a costa de su propio
trabajo.
"Sí, los
judíos son la perdición del mundo", afirmaban padre e hijo –y también
los demás miembros de la familia Baltzer. La diatriba iba con
dedicatoria, más aún en lo que al padre de Jürgen tocaba. Recordando a
su patrón, el judío de su vecino y padre de Simón, decía: "Goldstein…
¡De piedra de oro no tienen nada estos!", razonaba exaltado; "¡piedra de
mierda!, en todo caso". Jürgen no se centraba sólo en esta familia –ya
no recordaba a Simón, ya nunca volvieron a estar juntos como amigos–; su
odio era universal, contra todos los judíos del mundo. "¡Todos deben
morir!", concluía ofuscado.
Los
campos de concentración para judíos pasaron a ser una cruda realidad.
También la "solución final". Mientras la guerra crecía, se expandía por
toda Europa, Simón Goldstein, como tantos miles y miles de judíos,
intentaba sobrevivir al holocausto en ciernes. Su gran amigo de infancia
y juventud, Jürgen Baltzer, como tantos miles y miles de alemanes no
judíos, no podía hacer nada contra ese holocausto que se precipitaba a
pasos agigantados. Por pura sobrevivencia, lo más fácil era apoyarlo. No
otra cosa hizo Jürgen.
Con
veintidós años, ya con más de algún reconocimiento por su heroísmo en
combate, Jürgen fue asignado a la ciudad de Weimar, al campo de
concentración de Buchenwald. Llegar allí al mando de un pelotón de diez
soldados fue sentirse en la más absoluta gloria.
Al
principio no lo pudo creer; prefirió pensar que era un error de sus
sentidos. Sus miradas se encontraron y ambos quedaron paralizados. Pero
fue Simón quien pudo mantenerla; pese al terror que lo envolvía, su
actitud –no obstante lo precario de su situación, de la miseria que
envolvía toda su figura– fue desafiante.
Esa
mirada, lacónica y sin palabras, expresaba más que todos los discursos
del mundo. Jürgen tuvo que voltear su rostro. Casi de inmediato los ojos
se le enrojecieron. Siguió caminando, ametralladora en mano, fingiendo
no haberlo visto. Pero no pudo evitar darse vuelta unos pasos más
adelante. Y así seguía Simón Goldstein, mirándolo petrificado y
petrificándolo a él. Simón esbozó una sonrisa, sin siquiera saber por
qué lo hacía. Jürgen no pudo evitar sonreír también; pero inmediatamente
su rostro volvió al marmóreo gesto que ya se le había instalado.
Ese fugaz encuentro lo golpeó fuertemente. Aunque intentaba aparentar normalidad, su vida ya no fue igual.
Esa
misma noche, si bien no le correspondía hacerlo, Jürgen cambió un turno
para salir a patrullar por las instalaciones. No sabía ni tenía forma
de saber en qué barraca se hallaba Simón. Contraviniendo las severas
normas que regulaban la vida de los soldados, comenzó a investigar en
cada pabellón para ver si encontraba a su viejo ex amigo. De pronto lo
atrajo una profunda voz de barítono que entonaba una canción popular
tradicional. No podía equivocarse, no podía ser otra voz que la de
Simón.
Cantar por
las noches cuando ya se había dado la orden de silencio estaba
terminantemente prohibido. Ante esa infracción, su obligación era hacer
callar, y también castigar, al cantor. Pero prefirió no hacer nada.
Solamente se detuvo frente al lugar de donde provenía el canto, y se
quedó extasiado escuchándolo. Una vez más, las lágrimas asomaron a sus
ojos. La canción se fue extinguiendo lentamente, sin necesidad de su
intervención. La oscuridad y el frío envolvían todo el campo de
concentración. Siguió caminando solo casi hasta la medianoche, para
regresar luego a su cuarto con el mayor sigilo para no ser visto por
ningún superior. Esa noche no pudo dormir ni un instante.
En
los días siguientes no se volvieron a encontrar. Jürgen lo buscó, pero
no le fue posible hallarlo. Simón también albergaba la idea de poder
volver a verlo. Sin saber cómo ni por qué, el hecho que ahí estuviera su
antiguo amigo le daba alguna luz de esperanza. Pensó cada una de las
palabras qué le diría cuando se vieran. Pero por más de dos semanas no
se cruzaron. Ambos esperaban ese encuentro, mucho, fervientemente.
Ambos
tenían ahora rostros de adultos, casi de viejos. Por motivos distintos,
ambos parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran. El uno,
Simón, no podía ocultar el terror que lo embargaba continuamente;
arrugas y calvicie comenzaban a visitarlo. El otro, Jürgen, había
trocado su cara aniñada por una máscara pétrea de rudeza. Ambos
trasuntaban la tragedia de vidas sin salidas.
Finalmente
se encontraron, pero casi sin posibilidad de verse a los ojos, mucho
menos de hablarse. Por otro lado, era imposible, absurdo, inconcebible
que un custodio ario pudiera dignarse a hablar de igual a igual con un
recluso judío. La única relación establecida era de subordinación; nunca
hablaban, sólo eran órdenes, o vejaciones, donde siempre el judío hacía
de esclavo, y el alemán de amo. De haber hablado, tendrían que haberlo
hecho a escondidas. Y eso era casi imposible.
Se
cruzaron efímeramente en la enfermería; por motivos diversos los dos
habían acudido ahí un instante, y despachados cada uno, ya retornando a
sus respectivos puestos, apenas si se vieron unos segundos. Suficientes,
sin dudas, para que Jürgen tomara la decisión.
Esa misma noche, aún a riesgo de exponer su vida, desertó del ejército alemán.
Simón,
como tantos judíos, murió en Buchenwald. Jürgen, con un indecible
sentimiento de culpa, torturado por los fantasmas de un pasado que cada
vez se le hacía más ominoso, más abominable, emigró de incógnito para
Latinoamérica, donde años después, en algún país del cono sur, acabó
suicidándose.
Buchenwald,
lo sabemos, pasó a ser uno de los museos del horror de la humanidad.
Esta historia la conservó alguno de sus sobrevivientes, judío originario
de Munich liberado hacia el fin de la guerra por el Ejército Rojo.
Tomado del libro “Cuentos para olvidar”.