El lujo del chantaje.
Me hizo mucha gracia un día oír a un niño decir a su madre:
-Si no me das caramelos, no ceno.
La madre no mordió el cebo. Sin embargo, este tipo de método para
obtener algo jamás se me había pasado por la cabeza. Si un niño no cena
en Francia, no tiene nada de grave. Ya cenará mañana. En el desierto, nunca se sabe de qué estará hecho el mañana y por ello no se juega con lo que se da vida. Un tuareg en huelga de hambre es algo grave. Todo cuenta cuando se vive al filo de la navaja.
El frigorífico materno.
El
frigorífico es el alma de muchos hogares franceses. Una de las primeras
cosas que hace un niño al volver a la escuela es abrirlo, no solo para
comer, sino para sentirse seguro. Es en Francia donde he descubierto hasta qué punto la comida puede tener un valor afectivo. Un
niño nómada jamás comprueba si el saco de provisiones está lleno. Lo
importante es que haya comido. Un occidental teme saltarse una comida
porque desconoce lo que es el hambre, y vivirá esa comida como si
hubiese sido un abandono. Los tuaregs no nos sentimos conectados con el
saco de provisiones sino con el destino que nos empuja. Nuestro alimento
es interior y, cuando no basta, nos entregamos al mektoub, el destino.
Padres amedrentados.
El miedo de los padres no ayuda al crecimiento de los hijos. Paul, con seis
años, volvió a casa sólo al salir de la
escuela. La madre, cuando fue a buscarlo y no le vio, asustadísima llamó
a la policía. Al entrar a casa, le encontraron jugando en el jardín.
Dijo que había vuelto solo porque "quería hacerse mayor". Fue
severamente castigado. Abdorhamane tenía siete años y estaba en la
escuela del desierto. Sin decir nada a nadie, una buena mañana se calzó
sus zapatos y se largó a su casa, a unos 10 kilómetros. Su padre se
sintió feliz de ver llegar a su hijo y orgulloso de saberlo tan
responsable. A pesar de la intranquilidad, lo principal era que había
llegado. Al igual que Paul, quería hacerse mayor.
Los niños desbordados.
En
París, los niños se ven saturados por una enorme cantidad de
actividades impuestas por sus propios padres. Afectados estos por la
angustia del vacío, se la transmiten a sus hijos. Hay que rellenar el
tiempo a toda prisa. He conocido a niños que llevaban a cabo tres
actividades diferentes cada día. Se divierten en cadena. No les queda
tiempo para el ocio, la imaginación ni la lectura. Los niños no entran
en el ritmo del tiempo, sino que son ellos los que se lo marcan. Al
margen de la escuela, los niños del desierto eligen lo que hacen sin dar
cuenta a los padres. Nunca se ve obligado a descubrir otras
dimensiones ajenas a su naturaleza. Entre nosotros, es esencial que el
niño viva su propio tiempo.
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El valor de las cosas.
Para
un niño del desierto, todos los objetos son preciosos y únicos.
Recuerdo aquella cuchara de madera de mi madre que guardaba como si
fuese un tesoro: no tenía valor alguno, pero sólo teníamos una y sin
ella no podíamos cocinar. En Francia, el objeto carece de valor, los
niños no necesitan hacer ningún esfuerzo para merecer lo que poseen. Cada vez que veo algún niño tirar sin escrúpulos su plato al cubo de basura, mi corazón sufre un vuelco.¿Cómo explicarle que todo cuenta, que todo lo que nos trae la vida merece cierta consideración?
Hijos del silencio.
Un
niño puede, en el desierto, pasarse las horas sin decir nada.Vive lo
imaginario sin la ayuda de imágenes y no cuenta con muchas ocasiones de
salir de sí mismo ni de su universo cotidiano. Su televisión es el horizonte. La lejanía es el único refugio de sus sueños, y el silencio, su vehículo.
No se le oye jugar. En Francia, los niños nacen y crecen en el ruido,
que les proporciona seguridad. Para ellos, el silencio es como esa noche
tan negra que aterroriza a los niños. El vacío les inquieta. ¿Cómo
enseñarles que el silencio es presencia?
Un mundo a su imagen.
En
Francia, el universo del niño está moldeado a su imagen. Los juguetes,
el entorno está moldeado a su imaginación. Las aulas están llenas de
adornos, dibujos y colores. Más me extrañó la riqueza de los parques de
atracciones. No tenía ni la menor idea de que se pudiese gastar tanta
energía en crear un mundo ideal para los niños. El niño del desierto se
construye él solo su mundo ideal. Nadie crea ni construye nada para él y
tiene que evolucionar en un mundo hostil. Él mismo tiene que crear sus
sueños. Como contrapartida, tiene dificultades para salir de su propio
mundo. La sencillez es el apoyo más grande con que cuenta la inventiva.
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La droga del escape.
La facilidad mata la vista; eso sí, la educa.Durante
un largo viaje por el sur de Francia, vi a unos niños extremadamente
tranquilos porque se pasaron todo el viaje jugando con su Game Boy.
Cruzamos maravillosos paisajes y ni miraban de reojo la ventanilla. Y es que es más fácil zambullirnos en un universo que se parece a nosotros que permitir que nuestro espíritu sueñe por sí mismo. En Occidente, hay que escapar todo el tiempo y al precio que sea.
Nosotros no tenemos elección; la naturaleza nos envuelve. No podemos
escapar de su mensaje, nos pone a prueba física y mentalmente. Vivimos
en un mundo cerrado, pero no nos cerramos al mundo que tenemos dentro de
nosotros mismos. Mientras, los occidentales habitan un mundo abierto al
exterior, pero se cierran a sí mismos.
Hay que lanzarse de cabeza a la vida.
Lo virtual jamás tendrá la potencia de lo imaginario ni de la realidad.
En el desierto no hay atascos,
¿y sabes por qué?
¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!