Vive en la secrecía y en el deleite,
pues de todas las formas de vida que conocemos,
esa es la más difícil.
W.B. Yeats
Hoy podemos enorgullecernos de haber casi materializado esas hebras etéreas que mantienen cada partícula en cohesión, disolviendo el todo para posteriormente reunirlo (solve et coagula). Esa conciencia compartida, ese efervescente mar de data, el aether de los griegos, el akasha indio, el inconsciente colectivo de Jung, es hoy más tangible que nunca.
La hiperconectividad que caracteriza a la sociedad contemporánea nos ha permitido gozar las bondades de una inteligencia colectiva cada vez más aguzada, de una capacidad de organizarnos con inédita inmediatez, de asociarnos sin necesidad de intermediarios institucionales, de generar estructuras tan ágiles como descentralizadas, y de entablar relaciones en planos de la existencia que rayan entre la realidad y el sueño lúcido (las estepas digitales).
Pero a lo largo de este apasionante proceso también hemos visto como ciertas facetas del ser humano se ven amenazadas por esta, en ocasiones, desbordante conectividad. Esta vez quiero hablar de una de ellas, una histórica acompañante de nuestra psique que encarna una de las más sensuales facetas de la mente humana, me refiero a la secrecía.
Las redes sociales, el periodismo ciudadano, los perpetuos noticieros en la televisión, los blogs personales, y los algoritmos que decodifican este comportamiento aparentemente aleatorio, todos ellos han puesto en jaque la vida secreta de las personas (ese jardín psicológico en el cual cultivamos algunas de las más delicadas flores de nuestro camino).
Dentro de nuestro programa cultural, aquel que compartimos millones de personas en similares condiciones socioculturales (ligadas al pensamiento occidental), el secreto se postula como un personaje nocivo que incluso pudiese representar el alter-ego de la honestidad (una virtud innegablemente apreciable). El secreto se liga a la vergüenza, a la culpa, al miedo. Si guardas algo de los ojos de los demás, es per se un algo condenable, sucio, seguramente obsceno.
Pero quizá esta interpretación se nos ha sugerido como parte integral de sutiles mecanismos de control –recordando a Hegel podemos inferir que tal vez al amo no le conviene que el esclavo pueda guardar secretos frente a el, a fin de cuentas la secrecía representa un universo al cual el amo no puede acceder. Y si tomamos en cuenta que prácticamente toda relación humana tiene, en alguna medida, vínculos con las dinámicas de poder, entonces podemos explicarnos por que algunas parejas juran jamás mantenerse secretos, y los padres ‘invitan’ a sus hijos a compartirles todo o, a la inversa, los patrones se ven ‘obligados’ a mantener secretos ante sus empleados, lo mismo que los gobiernos ante sus ciudadanos (recuerdan la icónica etiqueta ‘top secret’), o los líderes religiosos ante sus devotos.
La información es poder, y el secreto (cuya relación fonética con la palabra silencio no creo que sea casual) te permite mantener un espacio al margen del intercambio de poder. Es una especie de micro-edén que, si somos capaces de no convertirlo en un recipiente de nuestros baches éticos, nuestras incongruencias, o nuestros complejos, puede transformarse en un espacio de relajación, de libertad indivisible. A fin de cuentas, un secreto libre de perversiones termina por convertirse en algo así como una unidad de conciencia virginal.
A lo largo de nuestra vida vamos guardando piezas en ese arcón que con nadie compartimos. Desafortunadamente buena parte de este inventario responde a aquello que por temor al juicio social o familiar deseamos ocultar. Sin embargo, ocasionalmente también van llegando algunos secretos que no tienen nada que ver con este deseo de ocultar por medio o culpa, sino que simplemente forman parte de un mundo alterno, en muchas ocasiones ligado a nuestro ombligo imaginario, y los cuales enriquecen exquisitamente nuestra identidad.
De acuerdo a todo lo anterior podríamos afirmar que la secrecía tiene dos bondades fundamentales. Por un lado da vida a ese jardín que se mantiene exento de cualquier relación de poder –lo cual, paradójicamente, lo convierte en un espacio poderoso– y por el otro tenemos esa otra regocijante veta que es su vínculo con un plano de radical fantasía y prístina imaginación. Pero quizá podríamos incluir una tercera virtud que emana del defender nuestros respectivos secretos: alimenta la diferenciación.
Vivimos en una época en la cual la colectividad es, quizá más que nunca, un modelo obligado para procurar la evolución compartida –incluso, recordemos, se señala que el próximo Buda, el siguiente gran ser despierto, bien pudiese no ser una persona sino un colectivo. Pero ¿cómo fundirnos en una entidad colectiva sin amenazar nuestra individualidad? Un mantra para surfear la vida contemporánea podría ser el de “unir sin uniformar”, respondiendo así al cómo formar un todo sin dar a cambio la esencia que distingue nuestro propio fragmento (un derecho inspirado en la naturaleza de la estructura holográfica). Y precisamente en el proceso de incitar este fenómeno, unir sin uniformar, la secrecía desempeña un papel fundamental (el secreto como los espacios en blanco que dan sentido al texto de la vida). Lo que guardas solo para ti es de algún modo irreplicable.
Finalmente, como un bonus que disfruta aquel que es capaz de defender sus secretos, tenemos la posibilidad de ocasionalmente hacerle un regalo precioso a alguien especial: obsequiarle una de las perlas de nuestra secrecía (como una orquídea que cultivamos en ese virginal jardín y que exteriorizamos para honrar el lazo que nos une con alguien). Y al hacerlo, le entregamos una porción de nuestro ser en una especie de ritual que afianza eternamente el intercambio entre dos personas (ya sea una pareja, un amigo o, por qué no, un resonante desconocido).
El secreto es una herramienta que es, como cualquier otra, esencialmente neutral. De nosotros dependerá hacia dónde la dirigimos. Para concluir podríamos sugerirnos, primero, limpiar ese psico-templo de toda pieza que tenga que ver con sentimientos negativos, con culpas y con vergüenza. Estos son los secretos que urgentemente debiésemos quemar al aire y quizá, como tributo al viento, abrirlos para que se consuman y no sigan obstaculizando nuestra expansión. Una vez consumado dicho acto, entonces, aquellos secretos que lograron trascender la férrea aduana, deben ser honrados cabalmente, debemos acariciarlos periódicamente y sonreírles, ya que parte del brillo en nuestra mirada dependerá de su existencia.
Por cierto, mi nombre no es Lucio.
Lucio Montlune