Cristo-Luz.
Un 25 de Diciembre hace muchos años,
un beso de amor tocó la tierra y confirmó
el pacto que Dios mismo condensaba
en un pequeño cuerpo humano;
cada célula de su cuerpo era luz comprimida,
era una llama de amor que consumía todo
lo que tocaba y cada palabra, cada movimiento,
cada pensamiento, era como el vibrar delicado
de las cítaras y laúdes que sublimaba
la naturaleza humana, hasta hacerla percibir
el maravilloso mundo de Dios.
Y ese beso bendito caminó por la tierra
y su aliento cubrió a los hombres
con una maravillosa esencia de amor y la humanidad,
pequeñas criaturas ignorantes, recibieron esa energía
y reaccionaron de la manera más diversa,
pero a todos llegó y esas luces que conformaban
su cuerpo, esos átomos de luz que eran
pequeños soles en el universo,
quedaron regados por toda la superficie de este planeta,
como una herencia divina hacia las generaciones futuras
de esta raza humana.
Cada chispita de luz proveniente de su cuerpo,
sigue trabajando a donde quiera
que la naturaleza misma la lleva, ya sea purificar
las aguas de los mares, limpiar las aguas de los ríos,
iluminar la atmósfera que respiran las mentes humanas,
o fecundando los campos a donde ha llegado,
pero cuando esos átomos de luz son recibidos
por la gloriosa ley del Padre en algún ser humano,
su vida toda se transforma y sus pasos
se reorientan hasta consumirse
en esa misma llama que animó a Cristo
cuando pisó la tierra.
Benditos aquellos que han tenido el amor
de poseer un átomo del Cristo;
bienaventurados los otros,
los que siguen las huellas de ese amor,
porque reconocen en él la senda que el Padre
ha dejado marcada para su evolución.
Bendita humanidad que duerme,
pero que ahora mismo, la aurora de un nuevo día
empieza a asomarse ya por el horizonte,
anunciando una era de amor, de luz y armonía.