Navidad en Belén
Acercarse a Belén, es acercarse al mundo
de los sueños más hermosos.
Porque Belén no es una ciudad de nuestro mundo,
sino un rincón del corazón humano.
En Belén hemos nacido todos,
en Belén se apacienta nuestra infancia.
Aquí giró la historia, aquí nació la vida.
Hasta Belén, ser hombre era nacer para vivir rodando
por la cuesta del tiempo.
Desde Belén, ser hombre es aprender la enorme
aventura de escalar las alturas.
Aquí, ser hombre se convirtió en ser Hijo de Dios.
Aquí, el Dios de los cielos inició la locura
de volverse pequeño.
Por eso las campanas de Belén están locas,
repican y repican para explicarle al mundo
la alegría del cielo, para que todos sepan que el hombre
está salvado ahora que Dios se ha hecho hombre como nosotros.
Mirar, mirar las casas de Belén, apiñadas, apretadas
las unas a las otras, lo mismo que un rebaño aterido,
como un coro de monjas asustadas.
Mirar su letanía de agudos campanarios que señalan
al cielo con sus dedos alzados para decir a todos:
Por aquí vino Dios.
Contemplar el mercado, sus hombres y mujeres,
sus pobres baratijas, sus comidas caseras.
El Dios de las alturas nunca fue un exquisito,
ni una ciudad fría de gélidos burócratas,
sino en pobreza de los pobres más pobres,
en calles malolientes donde el hombre agita,
en un triste pueblo despreciado de todos.
No busquemos en Belén hermosas catedrales,
iglesias esplendentes, basílicas radiantes,
la flecha luminosa de las agujas góticas,
las vidrieras de fuego donde ardió el Medioevo.
Todo en Belén es pobre como el Dios que lo habita.
Y ahora..., pasar conmigo por la pequeña puerta
que conduce a la gruta.
Una puerta que tiene la estatura de un niño
y en la que hay que agacharse para poder entrar.
Porque para llegar hasta el Dios de los Cielos
sólo hay dos caminos:
la puerta de la infancia y la humildad.
Para ver a Jesús, es necesario doblar el espinazo del orgullo,
agachar la cabeza de nuestras importancias,
hacerse niños como Él se hizo.
Y ahora..., arrodillémonos: aquí ocurrió el prodigio,
aquí una Virgen Madre iluminó la tierra,
aquí por primera vez se oyó el llanto de Dios,
aquí la sangre humana se vio multiplicada,
aquí un diminuto corazón de chiquillo fue,
por primera vez, el corazón de Dios.
Aquí, entre estas paredes de humedad y de piedra,
entre dos animales asustados y atónitos,
nació aquel cuerpo y sangre que el hombre
comería por los siglos de los siglos.
Alejar nuestros ojos de los falsos adornos
que camuflan la gruta, no contemplemos;
las lámparas ni las raídas de sedas que quieren ocultar
el oro santo de la sencillez.
Cerrar más bien los ojos y asombrémonos.
Dejar que sea el corazón quien mire.
Y, después, alegrémonos igual que los pastores
que en esta misma gruta escucharon su anuncio:
Gloria a Dios en el Cielo.
Paz a los hombres de buena voluntad.
Levantar nuestras manos para dar también gloria
y dejar que la paz penetre en nuestra alma
como la gran nevada de la misericordia.
Dejar que, dos mil años después,
el Niño vuelva a nacer en nosotros,
convertir nuestras almas en el portal viviente.
Y sea nuestra casa como un nuevo Belén.