ENSEÑAME EL CAMINO!
¿Qué tiempo tienes tú para estar triste,
si toda tu existencia es de los otros?
Jamás bajaste al fondo de ti misma,
e ignoras el océano
de claridad que llevas.
Espejo es tu alma, que, apacible, copia
la santidad remota de los astros.
Pero tú no lo sabes.
Tú, en un ardor de caridad perpetua
te derramas; tus penas
son las penas del mundo; en tus entrañas
de mujer, llora y ríe
la humanidad entera.
Cuando te extingas para siempre, acaso
ni siquiera sabrás la luz que diste.
«¡El cielo!... ¡Y para qué, si tú lo llevas
dentro de ti! ¡Qué goce puede darse
a quien realiza en todos los minutos
la suprema ventura!
¡Qué visión beatífíca
vais a ofrecer a quien es uno mismo
con Dios...!
¡Oh, mi hermanita, mi hermanita,
déjame contemplar tus tocas blancas,
que irradian un fulgor de nieve pura
entre la sombra de la estancia, donde
agoniza el enfermo a quien asistes
y por quien amorosa te desvelas!
Déjame contemplar tus nobles canas,
tus arrugas, que son como celestes
surcos en donde el Sembrador divino
su simiente inmortal sembró.
Permite
que me mire en tus claros ojos dulces,
inocentes y castos, en que brilla
la promesa de transfiguraciones
cercanas... ¡Santifíqueme tu influjo!
Enséñame, hermanita,
enséñame el camino
para llegar a Dios.
¡Por la infinita
soledad yo le busco de continuo,
con un alma, viril... pero marchita,
que su riego divino
sobre todas las cosas necesita!
Enséñame, hermanita,
enséñame el camino.