En cierta ocasión, un rey, mediante decreto emanado de su autoridad, decidió otorgar un generoso premio a aquel artista que lograra retratar en una pintura la imagen de la paz perfecta. Numerosos artistas acudieron al concurso real, y de las cien pinturas que se habían presentado, finalmente el rey seleccionó a dos de ellas y de las cuales solo una se haría acreedora del codiciado premio y ostentaría el honor de haber retratado la paz perfecta.
La primera de ellas retrataba a un bello y apacible lago sobre el cual se reflejaban perfectamente la silueta de las montañas cercanas bajo un cielo diáfano y celeste. Los jueces que habían asistido a la elección del soberano creyeron que ésta sería la ganadora.
La segunda pintura retrataba igualmente a algunas montañas pero, a diferencia de la primera, éstas eran escarpadas y sus contornos tortuosos y agudos. El cielo no era diáfano sino que se encontraba densamente cubierto de oscuras nubes de las cuales caía una intensa tempestad en medio de rayos y truenos. Cuando el rey comenzó a escudriñar la pintura, pudo descubrir en un pequeño arbusto la presencia de un nido en el cual un ave se encontraba muy calma empollando su cría sin inquietarse siquiera por la tempestad.
El rey seleccionó a esta pintura y le otorgó a su autor el premio acordado y el alto honor de haber retratado la paz perfecta.
Uno de los jueces, sorprendido por la elección del rey, quiso saber cuál era el fundamento de su decisión ya que, según la opinión común, ningún elemento de aquel cuadro parecía sugerir la imagen de la paz perfecta.
El rey reflexionó de este modo:
"La paz perfecta no depende de las circunstancias exteriores, sino de nuestro corazón que aún, en circunstancias extremas y difíciles es capaz de permanecer sosegado y apacible”.