Ignacio Chapela*
Este año, la transgénesis cumple 40. Son pocos años, si se considera que
la manipulación transgénica (la introducción forzada de material
genético de varios organismos diversos en otro que los recibe y los
reproduce) es una intervención en la biología del planeta sin precedente
en los miles de millones de años que ha existido la vida en esta,
nuestra esquinita del cosmos.
Pero 40 años son muchos cuando se considera que esta intervención se ha
visto distribuida sobre una superficie significativa del planeta. Los
humanos hemos mantenido, en promedio, unos 100 millones de hectáreas de
cultivos transgénicos cada año desde su primera comercialización oficial
en 1996, concentradas principalmente en cinco países. Esto, sin contar
liberaciones imprevistas. Lo interesante es que ahora contamos con datos
de esta experiencia de 40 años para evaluar la transgénesis.
Algunos piensan que este experimento con el planeta demuestra de alguna
manera la inocuidad de los transgénicos; argumentan que no ha habido
evidencia de daño alguno asociado a la liberación o uso de estos
organismos. Otros, como yo, consideran que nunca fue este un
experimento, porque nunca hemos hecho lo mínimo necesario para que lo
fuera, a saber: mantener controles y observar sistemáticamente los
resultados. Los transgénicos se liberan al ambiente sin posibilidad de
compararlos con algún control y sin etiquetar. ¡Ningún estudiante de
secundaria pasaría la materia si cometiera el error de no incluir un
control ni marcar los tubos en su experimento! Tal vez no tengamos un
experimento, pero historia, sin embargo, sí tenemos.
Después de su primera generación en 1973, el doctor Paul Berg, junto con
otros pioneros de la transgénesis, llamó a una reunión urgente en el
centro vacacional de Asilomar, al sur de San Francisco, pidiendo a todos
los científicos un periodo de reflexión sobre los posibles riesgos de
la transgénesis. El riesgo más importante que ellos podían vislumbrar
era el posible escape al ambiente de alguna bacteria con propiedades
patogénicas aumentadas, como lo sería una resistencia a los
antibióticos. Hoy sabemos que este riesgo se ha convertido en realidad:
al muestrear seis de los ríos más importantes de China, un grupo de
investigadores demostró que en todos ellos las poblaciones nativas de
bacterias han incorporado ADN originado en laboratorios o en campos de
cultivo río arriba. Además, las secuencias de ADN transgénico
encontradas no son irrelevantes: las bacterias que las llevan se vuelven
resistentes a antibióticos.
Esta es, en otras palabras, la demostración de que la peor pesadilla del
doctor Berg es ahora una realidad ecológica innegable. Por si hiciera
falta resaltar la importancia de este descubrimiento, hay que dejar en
claro que sabemos ahora a ciencia cierta que los transgénicos no se
quedan inmóviles en el sitio en el que se les libera, sino que se
transfieren por mecanismos de transmisión horizontal de material
genético de las plantas transgénicas a las bacterias de vida libre en el
ambiente, de donde pueden continuar, ahora invisiblemente,
dispersándose. El hecho de que las bacterias de vida libre desarrollen
el fenotipo específico de la resistencia a los antibióticos significa
además que estamos armando, a través de los transgénicos, a la próxima
generación de bacterias patogénicas que encontraremos nosotros, nuestros
animales y plantas cultivadas, sin las herramientas que el siglo XX nos
dio para defendernos de sus infecciones. Hay que notar que la aparición
de bacterias resistentes a los antibióticos es el tema que más preocupa
a las instituciones de salud pública de todo el mundo en estos
momentos.
El escape de los transgénicos por transmisión génica horizontal se añade
a los documentados ejemplos de su escape a través de los mecanismos más
conocidos de polinización y movimientos o intercambios de semillas.
Sabemos, pues, que la liberación intencional o inadvertida de
transgénicos al ambiente tiene consecuencias que van mucho más allá del
campo de cultivo en el que se les introduce, y que esas consecuencias
durarán muchísimo más tiempo del que pensábamos hace 40 años.
Sabemos más: en los últimos dos años hemos recibido información clara
sobre las consecuencias del consumo de transgénicos. Sabemos que el
material genético de los transgénicos (sobre todo el ARN) sobrevive a la
digestión en el humano en suficientes cantidades como para tener un
efecto importante en la salud de quien los consume. Hemos visto los
resultados de estudios de alimentación en modelos animales como las
ratas, gracias al trabajo de los equipos dirigidos por los doctores
Pusztai en Escocia y recientemente de Séralini en Francia. A pesar de
las campañas de descrédito en su contra, estos estudios continúan sin
refutación científica, indicando que a mediano y largo plazos el consumo
de transgénicos puede tener consecuencias importantes en la salud.
Sabemos también que los materiales transgénicos pueden tener
comportamientos inesperados, como lo demuestran dos estudios recientes.
Primero, una secuencia inusitada encontrada en la mayoría de las plantas
transgénicas, el llamado gen VI, no sólo contribuye a la activación
desmesurada de las regiones genómicas en que se encuentra, sino que
también, soprendentemente, parece bloquear la capacidad de defensa de la
planta –o cualquier otro organismo– ante ataques de virus. En otro
estudio hemos aprendido que la introducción de ARN transgénico en las
plantas que forman la dieta humana puede conferir regulación directa de
ese ARN sobre los tejidos del humano a varios niveles, alterando su
fisiología de maneras complejas. Debe notarse que una nueva generación
de transgénicos propone el uso del tipo de ARN en cuestión, a través de
los llamados ARN de interferencia.
Desde una perspectiva estrictamente biológica, los riesgos de la
liberación de transgénicos al ambiente, que ya se podían vislumbrar hace
40 años, son ahora daños reales en la ecología del planeta:
contaminación genética, generación de resistencias en malezas, plagas y
patógenos, daños por el abuso de los pesticidas asociados, y muchos más.
A ellos, la historia continúa agregándoles sorpresas inusitadas: la
transferencia horizontal rampante, las alteraciones fisiológicas sutiles
pero importantísimas debidas directamente al consumo de transgénicos,
la emergencia de nuevas cepas de bacterias resistentes y de cultivos con
nuevas susceptibilidades. Tenemos, sin duda, evidencia de prima facie para
concluir que los transgénicos, en su 40 aniversario, merecen una nueva
evaluación queconfronte ya no los riesgos hipotéticos contra los
beneficios a futuro, sino los daños demostrados contra las promesas
incumplidas de rendimiento y seguridad.
* Profesor de la Universidad de California en Berkeley
Fuente: La Jornadal