Walimai
Cuentos de Eva Luna. Isabel Allende
El nombre que me dio mi padre es
Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos del norte quiere decir
viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija y tienes
mi permiso para nombrarme, aunque sólo cuando estemos en familia. Se
debe tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres
vivos, porque al pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de
su fuerza vital. Así nos saludamos como parientes de sangre. No entiendo
la facilidad de los extranjeros para llamarse unos a otros sin asomo de
temor, lo cual no sólo es una falta de respeto, también puede ocasionar
graves peligros. He notado que esas personas hablan con la mayor
liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la
palabra son el pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso lo
he enseñado a mis hijos, pero mis consejos no siempre se escuchan.
Antiguamente los tabúes y las tradiciones eran respetados. Mis abuelos y
los abuelos de mis abuelos recibieron de sus abuelos los conocimientos
necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con una buena enseñanza
podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía cómo
actuar en todo momento.
Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la sabiduría de los
ancianos y empujándonos fuera de nuestra tierra: Nos internamos cada vez
más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a veces
tardan años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos
destruir los sembrados, echarnos a la espalda los niños, atar los
animales y partir. Así ha sido desde que me acuerdo: dejar todo y echar a
correr como ratones y no como grandes guerreros y los dioses que
poblaron este territorio en la antigüedad. Algunos jóvenes tienen
curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo
profundo del bosque para seguir viviendo como nuestros antepasados,
otros emprenden el camino contrario. Consideramos a los que se van como
si estuvieran muertos, porque muy pocos regresan y quienes lo hacen han
cambiado tanto que no podemos reconocerlos como parientes.
Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron
suficientes hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que
recorrer largos caminos para buscar esposa en otra tribu. Viajó por los
bosques, siguiendo las indicaciones de otros que recorrieron esa ruta
con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con mujeres
forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a
perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de
una alta cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado,
para no espantarla, le habló en el tono que usan los cazadores para
tranquilizar a su presa, y le explicó su necesidad de casarse. Ella le
hizo señas para que se aproximara, lo observó sin disimulo y debió
haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea
del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar
para su suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir
con los ritos de la boda, los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra
aldea.
Yo crecí con mis
hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol
herido y quedaba un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces
veíamos el ojo azul del cielo. Mis padres me contaron cuentos, me
cantaron canciones y me enseñaron lo que deben saber los hombres para
sobrevivir sin ayuda, sólo con su arco y sus flechas. De este modo fui
libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir sin libertad.
Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia
adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en pocos días el espíritu se nos
despega de los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos
como animales miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso
nuestras casas no tienen muros, sólo un techo inclinado para detener el
viento y desviar la lluvia, bajo el cual colgamos nuestras hamacas muy
juntas, porque nos gusta escuchar los sueños de las mujeres y los niños y
sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas, que duermen
bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que
existía mundo más allá de los acantilados y los ríos. En algunas
ocasiones vinieron amigos visitantes de otras tribus y nos contaron
rumores de Boa Vista y de El Platanal, de los extranjeros y sus
costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para hacer reír. Me hice
hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar
porque prefería andar con los solteros, éramos alegres y nos
divertíamos. Sin embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso
como otros, porque mi familia es numerosa: hermanos, primos, sobrinos,
varias bocas que alimentar, mucho trabajo para un cazador.
Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban
con pólvora, desde lejos, sin destreza ni valor, eran incapaces de
trepar a un árbol o de clavar un pez con una lanza en el agua, apenas
podían moverse en la selva, siempre enredados en sus mochilas, sus armas
y hasta en sus propios pies. No se vestían de aire, como nosotros, sino
que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían
las reglas de la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus
conocimientos y de sus dioses. Los comparamos con lo que nos habían
contado sobre los blancos y comprobamos la verdad de esos chismes.
Pronto nos enteramos que éstos no eran misioneros, soldados ni
recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y llevarse la
madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se
puede cargar a la espalda y transportar como un pájaro muerto, pero no
quisieron escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea.
Cada uno de ellos era como un viento de catástrofe, destruía a su paso
todo lo que tocaba, dejaba un rastro de desperdicio, molestaba a los
animales y a las personas. Al principio cumplimos con las reglas de la
cortesía y les dimos el gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero
ellos no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta que,
cansados de esos juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias
habituales. No son buenos guerreros, se asustan con facilidad y tienen
los huesos blandos. No resistieron los garrotazos que les dimos en la
cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos fuimos hacia el este,
donde el bosque es impenetrable, viajando grandes trechos por las copas
de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había
llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que
muere, aunque sea en una batalla limpia, son capaces de eliminar a toda
una tribu incluyendo a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer
otra aldea. No era tan bueno, las mujeres debían caminar horas para
buscar agua limpia, pero allí nos quedamos porque creímos que nadie nos
buscaría tan lejos.
Al cabo de un año, en una ocasión en que tuve que alejarme mucho
siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un campamento de
soldados. Yo estaba fatigado y no había comido en varios días, por eso
mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar media vuelta cuando
percibí la presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar.
Me cogieron los soldados. Sin embargo no mencionaron los garrotazos
propinados a los otros, en realidad no me preguntaron nada, tal vez no
conocían a esas personas o no sabían que yo soy Walimai. Me llevaron a
trabajar con los caucheros, donde había muchos hombres de otras tribus, a
quienes habían vestido con pantalones y obligaban a trabajar, sin
considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y
no había suficiente gente por esos lados, por eso debían traemos a la
fuerza. Ése fue un período sin libertad y no quiero hablar de ello. Me
quedé solo para ver si aprendía algo, pero desde el principio supe que
iba a regresar donde los míos. Nadie puede retener por mucho tiempo a un
guerrero contra su voluntad.
Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para
quitarles gota a gota la vida, otros cocinando el líquido recogido para
espesarlo y convertirlo en grandes bolas. El aire libre estaba enfermo
con el olor de la goma quemada y el aire en los dormitorios comunes lo
estaba con el sudor de los hombres. En ese lugar nunca pude respirar a
fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas
latas, que jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer
en unos tarros. En un extremo del campamento habían instalado una choza
grande donde mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando
con el caucho, el capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde
ellas. También me dio una taza de licor, que yo volqué en el suelo,
porque he visto cómo esa agua destruye la prudencia. Hice la fila, con
todos los demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar en la choza,
el sol ya se había puesto y comenzaba la noche, con su estrépito de
sapos y loros.
Ella era de
la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas
másdelicadas. Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los
Ila, les llevan regalos y cazan para ellos, en la esperanza de
conseguir una de sus mujeres. Yo la reconocí a pesar de su aspecto de
lagarto, porque mi madre también era una Ila. Estaba desnuda sobre un
petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo,
aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la
acacia, tenía el olor de los perros enfermos y estaba mojada por el
rocío de todos los hombres que estuvieron sobre ella antes que yo. Era
del tamaño de un niño de pocos años, sus huesos sonaban como piedrecitas
en el río. Las mujeres Ila se quitan todos los vellos del cuerpo, hasta
las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se atraviesan
palos pulidos en las mejillas y la nariz, se pintan dibujos en todo el
cuerpo con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del
carbón. Pero ella ya no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y
la saludé como hermana, imitando algunos cantos de pájaros y el ruido
de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé con fuerza el pecho, para ver
si su espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo eco, su alma
estaba muy débil y no podía contestarme. En cuclillas a su lado le di de
beber un poco de agua y le hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió
los ojos y miró largamente. Comprendí.
Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen
sorbo a la boca y lo lancé en chorros finos contra mis manos, que froté
bien y luego empapé para limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella,
para quitarle el rocío de los hombres. Me saqué los pantalones que me
había dado el capataz. De la cuerda que me rodeaba la cintura colgaban
mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de
tabaco, mi cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una
bolsa de cuero bien firme, donde tenía un poco de curare. Puse un poco
de esa pasta en la punta de mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con
el instrumento envenenado le abrí un corte en el cuello. La vida es un
regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su familia, él
procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le
ofrece. A veces, por desgracia, un hombre mata a otro en la guerra,
pero jamás puede hacer dañó a una mujer o a un niño. Ella me miró con
grandes ojos, amarillos como la miel, y me parece que intentó sonreír
agradecida. Por ella yo había violado el primer tabú de los Hijos de la
Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de expiación.
Acerqué mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces
en mi mente para estar bien seguro pero sin pronunciarlo en alta voz,
porque no se debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella
ya lo estaba, aunque todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le
paralizaban los músculos del vientre, del pecho y de los miembros,
perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un suspiro y su cuerpo
se murió sin luchar, como mueren las criaturas pequeñas.
De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se
introducía en mí, aferrándose a mi esternón. Todo el peso de ella cayó
sobre mí y tuve que hacer un esfuerzo para ponerme de pie, me movía con
torpeza, como si estuviera bajo el agua. Doblé su cuerpo en la posición
del descanso último, con las rodillas tocando el mentón, la até con las
cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis
palos para hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí
lentamente de la choza, trepé el cerco del campamento con mucha
dificultad, porque ella me arrastraba hacia abajo, y me dirigí al
bosque. Había alcanzado los primeros árboles cuando escuché las campanas
de alarma.
Toda la primera
jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué un
arco y unas flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí.
El guerrero que carga el peso de otra vida humana debe ayunar por diez
días, así se debilita el espíritu del difunto, que finalmente se
desprende y se va al territorio de las almas. Si no lo hace, el espíritu
engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta sofocarlo. He
visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos
requisitos yo debía conducir el espíritu de la mujer Ila hacia la
vegetación más oscura, donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas
lo suficiente para no matarla por segunda vez. Cada bocado en mi boca
sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era amargo, pero me obligué a
tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta completa de la luna
me interné selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada día
pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es libre y resuena bajo
los árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con
todo el cuerpo, con los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las
leyendas que aprendí de mi madre y de mi padre, le conté mi pasado y
ella me contó la primera parte del suyo, cuando era una muchacha alegre
que jugaba con sus hermanos a revolcarse en el barro y balancearse de
las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último tiempo de
desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las
mejores plumas y le hice adornos para las orejas. Por las noches
mantenía encendida una pequeña hoguera, para que ella no tuviera frío y
para que los jaguares y las serpientes no molestaran su sueño. En el río
la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y flores machacadas, para
quitarle los malos recuerdos.
Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más
pretextos para seguir andando. Allí la selva era tan densa que en
algunas partes tuve que abrir paso rompiendo la vegetación con mi
machete y hasta con los dientes, y debíamos hablar en voz baja, para no
alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo de
agua, levanté un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres
trozos largos de corteza. Con mi cuchillo me afeité la cabeza y comencé
mi ayuno.
Durante el tiempo
que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no
deseábamos separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni
siquiera de la propia, de modo que tuve que cumplir con mi obligación.
Por muchos días no puse nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A
medida que las fuerzas se debilitaban ella se iba desprendiendo de mi
abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me pesaba como antes. A
los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores,
mientras yo dormitaba, pero no estaba lista para seguir su viaje sola y
volvió a mi lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades,
alejándose cada vez un poco más. El dolor de su partida era para mí tan
terrible como una quemadura y tuve que recurrir a todo el valor
aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz alta
atrayéndola así de vuelta conmigo para siempre. A los doce días soñé que
ella volaba como un tucán por encima de las copas de los árboles y
desperté con el cuerpo muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había
ido definitivamente. Cogí mis armas y caminé muchas horas hasta llegar a
un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la cintura, ensarté un
pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con escamas y
cola. De inmediato lo vomité con un poco de sangre, como debe ser. Ya no
me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más
pode rosa que el amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea
con las manos vacías.
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