PERDONARSE A SI MISMO
Perdonarse a sí mismo no se estila porque vivimos en la sociedad del delirio neoliberal, de la globalización de la miseria, donde no hay cabida para el perdón a sí mismo porque el estereotipo que se nos impone es el de “yo el perfecto”, lleno de éxito, que no puedo tener ningún defecto, ni ninguna falla.
Entonces así no tengo por qué perdonarme, porque soy perfecto. Y cuando uno está convencido de que es perfecto o perfecta, entonces uno está en un camino suicida y en un camino de gran frustración, porque es parte fundamental de la existencia humana la contingencia, la limitación.
Dicen los latinos “humano es errar”. Y cuando yo no me permito errar, cuando yo no me permito equivocarme, entonces yo entro al delirio de los dioses humanos con pies de barro. Estos son los peores dioses porque son inclementes, ya que son perfectos, y sin lugar a dudas le exigen a todos la perfección absoluta, que nunca existe, por lo menos en esta tierra. Por lo tanto, es condenarnos a ser lo que no somos. Por esto es muy importante, primero que todo, aceptarnos como somos: personas con cualidades, con posibilidades, con recursos, con límites y con inconsecuencias.
Paradójicamente necesitamos reconocernos inconsecuentes y limitados ya que ésta es la condición de posibilidad del crecimiento, del progreso y del desarrollo, del auténtico desarrollo, que es el desarrollo integral.
Y para poder crecer debo reconocer que no me las sé todas, que necesito avanzar, que necesito ser corregido por los otros, que necesito corregirme a mí mismo. De lo contrario, soy perfecto, y quien es perfecto no avanza y se mutila porque todos necesitamos crecer. De ahí que sea muy importante perdonarse a sí mismo.
Uno se perdona sus límites, porque de una u otra forma todos queremos ser perfectos, todos queremos hacerlo bien, pero no lo podemos hacer bien siempre. Me perdono mis inconsecuencias, mis errores, mis fallas, incluso mis traiciones y esto es muy importante. Sólo aquel que se perdona a sí mismo puede amar, porque amar es asumir al otro como es, con todas sus glorias miserias, y amar es encontrarnos en la gratuidad de lo que es el otro, no imponiéndole mi estereotipo de perfección.
Fíjense lo importante que es perdonarse a sí mismo, porque esto es la posibilidad del amor, porque es aceptar al otro como es en la medida en que yo me acepto a mí mismo como soy. Y es sólo esta relación de gratuidad donde yo no estoy imponiendo mi estereotipo de perfección, ni a mí mismo, ni a los otros, lo que me permite ser feliz.
Perdonarme significa conocerme a mí mismo. Tenemos un libro “El arte de la guerra” nos dice: “Conócete a ti mismo y ganarás todas las batallas”. Y él no habla sólo de las batallas militares, él habla de la gran batalla, que es la batalla del cotidiano, de la existencia humana ¿Batalla contra quién?
Corrientes muy serias de la antropología y la psicología profunda contemporáneas señalan que estamos constituidos por diferentes pulsiones, dentro de las cuales sobresalen dos en particular: la pulsión de darse al otro, la alteridad, y la pulsión del egocentrismo.
Todos deseamos darnos al otro en gratuidad porque aprehendemos que esto nos plenifica, y al mismo tiempo experimentamos la necesidad de afirmarnos a nosotros mismos negando al otro: esto es el egocentrismo.
Sin embargo, esta dinámica es muy compleja, ya que todos necesitamos una cierta dosis de ego, lo que hoy llaman los psicólogos la autoestima,
Si creen en Dios preguntaran: “¿Maestro qué tengo que hacer para llegar a la felicidad?”
La felicidad desde el camino cristiano es un ferrocarril que anda sobre una carrilera de tres rieles: amarse a sí mismo, amar al otro y amar a Dios.
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