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Piensa como una montaña
Antropocentrismo o chauvinismo humano – la idea que los seres humanos son la cumbre de la creación, el origen de todos los valores, la medida de todas las cosas – está profundamente absorbida en nuestra cultura y conocimiento.
“Y el temor de ti y el terror de ti estará sobre toda bestia de la tierra, y sobre toda ave del aire, y sobre todo lo que se mueve sobre la tierra, y sobre todos los peces del mar; en tus manos son librados”. (Génesis 9:2)
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Cuando los humanos finalmente comienzan a ver a través de las capas de su antropocéntrica autoestima comienza a tener lugar un profundo cambio en sus consciencias. Algunas veces el resultado ha sido nominado como “ecología profunda”, un término acuñado por el filósofo y eco-activista noruego Arne Naess.
Cuando abrazamos este punto de vista, la alienación disminuye. El humano deja de ser un extraño, un ser aparte. La humanidad es entonces reconocida meramente como el más reciente estado de nuestra existencia, y en la medida en que dejamos de identificarnos exclusivamente con este capítulo de nuestra evolución, comenzamos a tomar contacto con nosotros como mamíferos, como vertebrados, como una especie sólo recientemente emergida del bosque lluvioso. A medida que la niebla de la amnesia se dispersa, hay una transformación en nuestra relación con las otras especies y en nuestro compromiso por cuidar de ellas.
Lo que aquí se describe no debería ser visto como puramente intelectual. El intelecto es un punto de entrada al proceso delineado y el más fácil para comunicarlo. Para alguna gente, sin embargo, este cambio de perspectiva resulta de accciones en representación de la Madre Tierra.
“Yo estoy protegiendo el bosque lluvioso” se transforma en “Yo soy parte del bosque y me estoy protegiendo a mí mismo. Soy esa parte del bosque lluvioso recientemente emergida al pensamiento”. Este cambio de perspectiva es más espiritual que intelectual.
Con esta nueva perspectiva de la creación, comenzamos a recordar nuestra verdadera naturaleza. A medida que la memoria mejora y que las implicaciones de la evolución y de la ecología son internalizadas y reemplazan anticuadas estructuras antropocéntricas en la mente, comenzamos a identificarnos con toda vida. De ahí resulta el darse cuenta de que la distinción entre “vida” y “sin vida” es una construcción humana. Cada átomo del cuerpo humano existía antes que la vida orgánica existiera hace cuatro mil mil millones de años. Uno podría incluso recordar sus existencias previas como mineral, como lava, como roca.
Las rocas contienen el potencial para combinarse en un bulto como este cuerpo. Somos las rocas danzando. ¿Porqué las miramos hacia abajo con ese aire condescendiente? Son ellas las que son la parte inmortal de nosotros.
Si nos embarcamos en tal viaje interior podemos encontrar, volviendo a la realidad consensual, que nuestras acciones en representación del medio ambiente son purificadas y fortalecidas por la experiencia.
Hemos encontrado aquí un nivel de nuestro ser que ni las polillas, ni el moho, ni el holocausto nuclear, o la destrucción de los bancos de genes, pueden corromper. Nuestro compromiso para salvar el mundo no es disminuido por esta nueva perspectiva, aún cuando el miedo y la ansiedad que eran parte de nuestra motivación comienzan a disiparse y a ser reemplazado por cierto desinterés. No actuamos solamente porque la vida está en juego, sino porque las acciones desde una consciencia desinteresada y más desapegada son más efectivas. Este desinterés o desapego tienen mucho en común con la meditación. Y puesto que la mayoría de los activistas no tiene mucho tiempo para meditar, esta perspectiva comienza a ser un sustituto efectivo. De hecho, más y más maestros de meditación están abrazando la “ecología profunda”.
Según Naess, “la esencia de la ecología profunda es hacer preguntas más profundas…. Nos preguntamos cuál sociedad, cuál educación, cuál forma de religión es beneficiosa para toda vida sobre el planeta como una totalidad”.
De todas las especies que alguna vez han existido, se estima que menos de una en cien existe hoy en día. El resto llegó a extinguirse porque, a medida que el medio ambiente cambia, toda especie que es incapaz de adaptarse, de cambiar, de evolucionar se extingue. Toda evolución tiene lugar en esta forma. De esta manera nuestro antecesor, un pez hambriento de oxígeno, empezó a colonizar la tierra. La amenaza de extinción es la mano del alfarero que modela todas las formas de vida.
La especie humana es una entre millones amenazada de inminente extinción a través de la guerra nuclear, el efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono, y otros cambios ambientales. Y mientras es cierto que la “naturaleza humana”, revelada por 12.000 años de historia escrita, no ofrece mucha esperanza de que podamos cambiar nuestras guerras codiciosas e ignorantes conductas, la extensamente más larga historia de los fósiles nos asegura que podemos. Somos ese pez y las miríadas de otros desafíos de la muerte a través de proezas de flexibilidad que nos son reveladas por el estudio de la evolución. A pesar de lo reciente de nuestra “humanidad”, se nos garantiza una cierta confianza.
Desde este punto de vista, la amenaza de extinción aparece como la invitación al cambio, a evolucionar. Después de un breve respiro desde la mano del alfarero, estamos aquí de vuelta otra vez sobre la rueda. El cambio que se necesita de nosotros esta vez no es alguna resistencia a la radiación, sino un cambio en la consciencia. La ecología profunda es la búsqueda de esa consciencia.
Seguramente la consciencia emergió y evolucionó de acuerdo a las mismas leyes que rigen todo lo demás, moldeada por presiones del medio ambiente. En el pasado reciente, cuando fue enfrentada a la intolerable presión ambiental, la mente de nuestros antecesores debe haber sido una y otra vez forzada a trascenderse a sí misma.
Para sobrevivir a nuestra actual crisis medioambiental, debemos recordar conscientemente nuestra herencia evolucionista y ecológica. Debemos aprender de acuerdo con Arne Naess a pensar como una montaña.
Si estamos abiertos a desarrollar una nueva consciencia, debemos hacer frente plenamente a nuestra inminente extinción (la última presión medioambiental). Jonathan Schell explica bellamente esto en su libro “El Destino de la Tierra”. Significa reconocer la parte de nosotros que se desvía de la verdad y se oculta en la intoxicación o en la hiperactividad, para no ver la desesperación de la especie humana que ya corrió su carrera de cuatro mil millones de años y cuya vida orgánica está sólo a un pelo de terminar.
Una perspectiva biocéntrica, el darnos cuenta que las rocas quieren danzar y que las raíces penetran más profundo que cuatro mil millones de años, puede darnos el coraje para enfrentar la desesperación y penetrar hacia una consciencia más viable, una que sea sostenible y armónica con la vida otra vez. John Seed
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