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Libros: La Rebelio de los Brujos
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De: Marti2 (Mensaje original) |
Enviado: 28/12/2013 07:21 |
Louis Pauwels y Jaques Bergier
Prólogo
Nuestra civilización, como toda civilización, es un complot. Numerosas divinidades minúsculas, cuyo poder sólo proviene de nuestro consentimiento en no discutirlas, desvían nuestra mirada del rostro fantástico de la realidad. El complot tiende a ocultarnos que hay otro mundo en el mundo en que vivimos, y otro hombre es el hombre que somos. Habría que romper el pacto, hacerse bárbaro. Y, ante todo, ser realista. Es decir, partir del principio de que la realidad es desconocida.
Si empleásemos libremente los conocimientos de que disponemos; si estableciésemos entre éstos relaciones inesperadas; si acogiésemos los hechos sin prejuicios antiguos o modernos; si nos comportásemos, en fin, entre los productos del saber con una mentalidad nueva, ignorante de los hábitos establecidos y afanosa de comprender, veríamos a cada instante surgir lo fantástico al mismo tiempo que la realidad.
En el fondo, esta actitud es la propia de la Ciencia, la cual no es solamente la que la tradición universitaria del siglo XIX, amparándose en el racionalismo, acabó por imponer, sino más bien todo lo que la inteligencia puede escudriñar, tanto fuera como dentro de nosotros mismos, sin desdeñar lo desacostumbrado, sin excluir lo que parece escapar a las normas. Es imposible prever exactamente lo que será el conocimiento en tiempos venideros, y si éste no se apoyará en conceptos que ahora desdeñamos y cuya importancia habrán descubierto nuestros descendientes, así como su papel oculto en nuestras personas y en el Universo al que entonces interrogaremos.
Las inteligencias son como los paracaídas: sólo funcionan cuando están abiertos. Nuestro objetivo consiste en provocar una apertura al máximo, sobre todo para abordar los campos de las ciencias humanas, donde la conspiración es más tenaz. Haciéndolo así, nos encontramos situados en un mundo tan maravilloso, dúctil y extenso, como el del físico, el del astrónomo o el del matemático. Hay una continuidad. Es estupendo.
El hombre, su pasado, su futuro, todo esto oculta también un complejo invisible, habla de infinito, canta la música de las esferas. Los que se ahogan, se aburren o se desesperan en el seno de tantas rarezas sublimes y de tantos enigmas resplandecientes, tienen un corazón ignorante y una inteligencia carente de amor. ¡Ah! ¡El mundo es tan bello -dice un personaje de Claudel- que tendría que haber en él alguien que fuese capaz de no dormir!
Naturalmente, nuestra manera de hacer no carece de peligros y de inconvenientes, agravados por nuestras deficiencias. Planteamos numerosas hipótesis arriesgadas, revolvemos una polvareda de hechos malditos, hurgamos entre un fárrago de errores y de sueños, para descubrir algunas verdades nuevas pero zafias. Sin embargo, ocurre a veces que, partiendo de señales dudosas, se abren direcciones hasta entonces insospechadas y realmente útiles.
A nuestro modo de ver, y aunque hayamos trabajado con todo el cuidado y con toda la seriedad de que éramos capaces, lo esencial reside en el deseo de una visión ampliada, en el amor a las realidades fantásticas que demuestran el empeño del hombre y del mundo a realizarse en toda su plenitud. Parafraseando al barón de Gleichen, podemos decir:
La tendencia a lo maravilloso, innata en todos los hombres; nuestra afición particular a lo imposible; nuestro desprecio por lo que ya se sabe; nuestro respeto a lo que se ignora: he aquí nuestros móviles.
Somos hombres modestos. Sin embargo, creemos tener derecho a presentar esta obra mal pergeñada como un «Manual de embellecimiento de la vida». El amable lector, al aprender a emplear este Manual, descubrirá, al propio tiempo, y aunque antes careciese de su alegría natural, la importancia de la existencia. Y también su emoción, desde el momento en que se despierte su curiosidad. Y sabrá que el ejercicio de la curiosidad transforma la vida en una aventura poética. Un amigo mío, fabricante de absoluto, ejerce su profesión en una gran propiedad del mediodía de Francia.
El absoluto es la esencia extremadamente concentrada de una flor, que entra en la elaboración de diversos perfumes. Mi amigo destila absoluto de jazmín. Bonachón y artista por naturaleza, inventó, para sus visitantes, un parque cuyos senderos están alfombrados de plantas que uno aplasta al caminar, levantando de este modo oleadas de un perfume perfectamente clasificado. Macizos de flores se extienden a la sombra de los árboles.
En los lugares de descanso, hay copas y cubos con botellas de champaña, el hielo de los cuales es renovado por los jardineros. Nosotros quisiéramos que este Manual convirtiese la vida intelectual de sus lectores en un viaje a través de los tiempos humanos, pasados y venideros, parecido en cierto modo a un paseo por aquel parque y evocador de un anfitrión que fabrica absoluto y sortilegios.
Otro amigo mío es pediatra. Piensa que la toxicosis de los recién nacidos, con frecuencia mortal, es en realidad un suicidio, una inhibición psicofisiológica originada por el pánico a la soledad. En efecto, nosotros acostamos boca arriba al bebé, entre tablas o barrotes, bajo un techo vacío. Apenas ha sentido el calor del pecho materno y recibido la mirada de la madre, y ya lo colocamos en la posición de los muertos. Cierto que, al nacer, se ha desprendido de la madre. Pero lo que se ha desprendido debe ser reanudado.
Mi amigo patentó una cuna inclinada, que elimina el aislamiento y hace que el niño sienta constantemente la presencia de la madre y de las cosas de la vida. No importa que este invento reproduzca tradiciones primitivas, si con él se pueden evitar angustias y, a veces, muertes. De la misma manera que este médico intenta beneficiar a los niños, nosotros quisiéramos que este Manual ayudase a las mentes a librarse de los barrotes, de las tablas, del techo vacío; evitarles el veneno de la separación, y devolverles al calor del mundo.
Un propósito muy ambicioso. Pero las poderosas mentes críticas y frías pueden perdonárnoslo sin temor. Apenas si amenaza su terreno; no es más que una ambición nacida del amor.
El poeta ruso Valerio Brusov, contemporáneo de la Revolución de Octubre, testigo del fin de un mundo y del comienzo de otro, se hacía, allá por el año 1920, esta pregunta:
«Los principios de culturas tan diferentes y tan dispersas en el espacio como las del mar Egeo, Egipto, Babilonia, etruscas, India, mayas, Pacífico, muestran parecidos que no pueden explicarse únicamente por la asimilación o las imitaciones. Por esto habría que buscar, en el fondo de las culturas que creemos más antiguas, una influencia única que explique sus notables analogías.
Habría que buscar, más allá de las fronteras de la Antigüedad, una X, un mundo de cultura que aún ignoramos y que puso en marcha el motor que conocemos. Los egipcios, los babilonios, los griegos y los romanos fueron nuestros maestros. Pero, ¿quiénes fueron los maestros de nuestros maestros?»
Los descubrimientos acumulados en los últimos cincuenta años han hecho retroceder enormemente en el pasado la historia de los hombres y de las civilizaciones, y eso ha justificado aún más la pregunta de Brusov. Este libro no da respuesta a esta pregunta, pero pone de manifiesto el interés por ella e indica varias direcciones posibles de investigación.
Es un trabajo de aficionados. Pero sentimos la necesidad de emprenderlo, en la esperanza de que algún día se constituya un grupo mejor equipado para proseguirlo. Aquella noble cuestión ha estado, hasta hoy, pésimamente ubicada: en los camaranchones de los especialistas, o en los asilos de alienados.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:24 |
Nosotros hemos tratado de rescatarla de los locos o los embusteros que alegan revelaciones ocultas, y de arrancarla al desprecio o a la inquietud iracunda de los arqueólogos. La Arqueología, observó recientemente un corresponsal del New York Herald Tribune, es, más que una ciencia, una vendetta. Se trata, más que nada, de vengarse del descubridor que no ha encontrado nada por sí mismo. Hay que excavar, aunque sea mal visto por los grandes, por los hacedores de teorías. Pero a condición de no descubrir, al mismo tiempo, alguna idea no aceptada sobre la historia humana.
Desplazar el paraíso en el tiempo, es lo mismo que cambiar de sitio el mobiliario. Los tradicionalistas añoran el ayer. Los progresistas cuentan con el mañana. Pero todos están de acuerdo en que nuestros antepasados, vestidos de hojas y de pieles, golpearon estúpidamente las piedras durante milenios esperando que saltara la chispa. También convienen en la idea de que todas las civilizaciones son mortales.
En cambio, nadie se atreve a pensar que, en el decurso de millones de años, la inteligencia y la pericia humanas pudieron conocer otros apogeos. No amamos la libertad ni el infinito. Nos aferramos a un determinismo angosto y queremos que el tiempo de la inteligencia humana ocupe solamente una parte diminuta del tiempo de la creación.
Si somos espiritualistas, consideramos al hombre como un animal que recibió el don de concebir lo infinito y lo eterno..., pero desde hace poquísimo tiempo. Si somos materialistas, pensamos que el hombre es un producto de la Historia..., pero de una Historia muy reciente. Tampoco figura en las convenciones la idea de que no todas las civilizaciones han necesariamente de perecer. Sin embargo, nada sabemos de ellos. Sabemos demasiado poco para establecer una ley.
Descubrimos algunas civilizaciones que parecen haber resplandecido durante milenios. Pero jamás nos permitimos hacer la justa observación de que ciertas civilizaciones, a las que llamamos primitivas, pero que siguen existiendo en el día de hoy, tienen todas las apariencias de la inmortalidad.
En fin, si la Humanidad, en el transcurso de edades extinguidas, trató repetidas veces de subir los peldaños que conducen a una altísima civilización inmortal, y resbaló, y cayó, ¿por qué no podemos estar nosotros en camino de conseguir la escalada, de construir la civilización que conocerá la inmortalidad en la Tierra y en los cielos? Esta pregunta optimista hará sonreír a muchos, pues hoy está de moda el desdén, el «catastrofismo» zumbón. Pero, en primer lugar, la moda es lo que pasa de moda. Y, en segundo término, sería una estupidez detenerse en una posada tan mezquina en el curso de un viaje tan largo y tan hermoso en el tiempo.
El tema de este libro no es muy original. Ha sido utilizado por muchos autores desde la publicación de El retorno de los brujos y de la revista Planéte, fundada por nosotros. Sin embargo, hemos creído necesario reanudarlo a nuestro modo, a fin de limpiar nuestro propio terreno. No es fácil levantar, Como recomendaba Nietzsche, «una barrera alrededor de la propia doctrina para impedir que entren los cerdos».
Él mismo, desde su tumba, debió darse cuenta de esto. También es preciso arrojar muchos cubos de agua y barrer furiosamente. Es lo que vamos a hacer nosotros a lo largo de estas páginas. En ocasiones, podemos resultar un poco enfadosos, por exceso de aplicación. Saltaos sin remilgos los capítulos pesados, hojead, navegad a vuestro antojo; lo esencial está en el espíritu, no en la letra.
Mientras escribíamos esta obra, descubrimos, no sin cierta satisfacción, la existencia de un enésimo hijo de El retorno de los brujos. Era un librito popular, pero bastante documentado, publicado en 1968 por la editora oficial de Moscú. Su autor,Alejandro Gorbovsky, estudiaba la hipótesis de civilizaciones avanzadas en las edades antediluvianas. Por encima de todo, nos satisfizo el prólogo. Había sido redactado por un investigador oficial, el profesor Fedorov, doctor en ciencias históricas.
Oscilando entre el escepticismo y la seducción, decía Fedorov:
«Los poetas y los escépticos son igualmente indispensables para la investigación. Forman una combinación necesaria. El libro de Alejandro Gorbovsky es importante porque plantea un problema esencial de la historia de los hombres. Si el autor y los que piensan como él tienen razón, podrán explicarse hechos hasta ahora inexplicables. Este libro constituye una noble empresa. El autor ha querido poner al alcance de un público muy vasto una grande y generosa idea, una nueva visión histórica. Y lo ha conseguido. Muchos lectores leerán esta obra con un interés rayano en el apasionamiento: como yo.»
Nuestra satisfacción fue acompañada de un poco de disgusto al pensar que, seguramente, no habría un solo universitario francés de cierto renombre que nos apoyase de igual modo. Cierto que fue un disgusto ligero, pues nos hallábamos en los momentos en los que iban a aparecer en las paredes de la Sorbona inscripciones como éstas:
«Profesores, ¡queréis hacernos viejos!» y «¡La Imaginación al poder!»
Nuestro «Manual de embellecimiento de la vida» se compondrá, si Dios nos concede un poco más de tiempo, de cinco volúmenes.
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El hombre eterno es un ensayo y una fantasía sobre el tema de las civilizaciones desaparecidas.
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El hombre infinito tratará de la condición sobrehumana.
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El hombre en la cruz, de los riesgos y oportunidades de esta civilización; de la apuesta sobre las probabilidades.
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El hombre comprometido, del contacto con inteligencias diferentes, en los cielos y aquí abajo.
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El hombre y los Dioses del futuro desarrollará la idea de que es probablemente imposible crear un mito nuevo, pero que el advenimiento de semejante mito es indispensable.
Desde hace diez años, hemos estado reuniendo la documentación necesaria para la composición de este Manual. En lo que atañe a este primer volumen, y aparte de centenares de corresponsales de todo el mundo a los que hemos expresado nuestro agradecimiento, damos especialmente las gracias a Paul Émile Victor, director de las expediciones polares francesas, que realizó, a petición nuestra, un estudio sobre el enigma de los mapas de Piri Reis, y nos autorizó a reproducirlo aquí; a nuestro amigo y colaborador en Planéte, Aimé Michel, que nos permitió utilizar su artículo sobre los trabajos de Leroi Gourhan y el arte de las cavernas, así como varias notas sobre la ciencia y los ingenieros de la Antigüedad, y a Madame Freddy Bémont, profesor auxiliar de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Nanterre, que nos ayudó particularmente en la redacción de los capítulos sobre Numinor, las ciudades de Catal Huyuk y el Imperio de Dédalo.
Este Manual no aspira a una categoría científica. Lo prudente, incluso a escala planetaria, es limitar el propio ámbito. Nuestro ámbito es la poesía. Pero la poesía - como también la Ciencia - saca lo que puede de todas partes, con el fin de producir un bien mayor. La Ciencia busca la verdad, o al menos lo intenta sinceramente. La poesía busca lo maravilloso, o al menos lo intenta con igual sinceridad. Y quizás hay algo de verdad en lo maravilloso.
Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica -la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre- me dice: «nada maravilloso puede encontrarse en este mundo», me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar.
L. P.
1970
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:25 |
EL HOMBRE ETERNO
PRIMERA PARTE VIAJE DE RECREO A LA ETERNIDAD
CAPÍTULO PRIMERO DUDAS SOBRE LA EVOLUCIÓN
Tomo el té con Sir Julian. - La religión de los abuelos. - Un conflicto pasado a pérdidas y ganancias. - El enojo de Cuvier. - Los triunfos del transformismo. - Bergson inventa «el impulso vital». - Un mito bien alimentado. - El maridaje de la idea de evolución con la idea de progreso. - Un «ismo» al que hay que vigilar. - Los apuros de la Biología. - Donde los autores tienen otro delirio, pero moderado. - El escurridizo primer hombre. - La hipótesis de una forma estable. - Una doctrina no aceptada: el humanismo.
En el vestíbulo del «Atheneum Club», frecuentado por ancianos caballeros que son honra y prez de la inteligencia anglosajona, pueden verse dos grandes retratos: el de Darwin, y el de su amigo Thomas Henry Huxley, pintor, naturalista y filósofo del evolucionismo.
Una hermosa tarde de junio de 1963, me hallé tomando el té, en la biblioteca del Club, con el nieto de uno de los dos fundadores de la religión evolucionista. Porque, efectivamente, se trata de una religión. El nieto no andaba equivocado al afirmarlo.
Yo dije a Julian Huxley:
-Sir Julian, usted publicó, en 1928, una obra titulada Religión sin Revelación. Su idea se abrió camino. En 1958, treinta años después de su publicación, este libro alcanzó una gran difusión en edición popular. Y en el Congreso de Chicago, a raíz del centenario de la obra de Darwin, hizo usted una declaración que tuvo enorme resonancia. «La visión evolucionista -dijo-- nos permite distinguir las líneas generales de la nueva religión que, con toda seguridad, surgirá para responder a las necesidades de la próxima era.» ¿Podemos estar realmente seguros? -Sí -me respondió Sir Julian-. El mundo la espera. La Humanidad discierne, más o menos claramente, que hay algo como una religión a punto de manifestarse. O, más bien (si excluyo a dios o una finalidad divina), un sentimiento exaltado de relación con el todo. Las ciencias están ya lo bastante desarrolladas para que su convergencia pueda producir una nueva imagen del Universo. Por eso, el proceso de evolución, en la persona del hombre, empieza a tomar conciencia de sí mismo. -Una conciencia cuasi-religiosa del proceso evolutivo, ¿no es así? -Oh, muchos amigos míos ponen objeciones al término religión... Pero, en fin... Ya sabe usted que incluso los sistemas que se dicen materialistas, como el marxismo, tienen aspectos típicamente religiosos...
Decididamente, pensaba yo, mientras mojaba una magdalena en el té, así como los franceses son anarquistas moderados, los ingleses son místicos razonables. He aquí un Teilhard agnóstico. Está visto que, en este momento y a este lado del canal de la Mancha, sopla un viento de religiosidad sobre la frente de los viejos y honorables científicos. Tal vez están descubriendo, en este tiempo de inquietud, con su sólido y discreto orgullo, que sus abuelos darwinistas propusieron efectivamente al mundo una nueva forma de religión.
Pensé en Haldane, otro descendiente de un noble linaje de intelectuales ingleses.
También él acariciaba ideas de religión sin revelación. Me había escrito:
«Hay que prever la posibilidad de que nazca una nueva religión, cuyo credo esté de acuerdo con el pensamiento moderno, o, más exactamente, con el pensamiento de la generación precedente. Hoy, podemos encontrar huellas de este credo en las frases de espiritualistas eminentes, en el dogma económico del partido comunista y en los escritos de los que creen en la evolución creadora.»
Los que «creen»...
Observaba a Sir Julian, que revolvía tranquilamente el té con su cuchara. Aquel hombre no había cesado de acumular honores y riesgos. Era un monumento levantado sobre la estrecha frontera entre la generalización idealista y la prudencia académica, entre el misticismo de su hermano Aldous y el determinismo de su abuelo. Después, mi pensamiento se desvió a su turbulento colega Haldane, que había escogido también una noble e incómoda actitud. Había sido comunista, y terminaba una brillante y poco conforme carrera estudiando en la India la fisiología de los yoguis en éxtasis. ¡Esos endiablados y grandes ingleses...!
Seguía una cadena de viejos caballeros. Me parecía estar viendo al buen maestro de la psicosíntesis, el profesor Assagioli, en su pequeño despacho de Roma.
«Existe actualmente un hecho muy importante y significativo -decía- y es la espera de una gran renovación religiosa...»
Todas estas conversaciones tuvieron lugar antes de que las capitales de Europa viesen surgir una juventud a la vez revolucionaria y antiprogresista, ávida de cosas sagradas, mística y salvaje, con su música sacra al revés y sus rebeldías parecidas a mímicas litúrgicas. Tal vez tengo algo de médium. O quizá, simplemente, por tener menos años que mis grandes ingleses, era más sensible que ellos al futuro. Esta renovación religiosa se producirá -pensaba yo-; esto es seguro. Pero, ¿no saltará hecho pedazos el dogma evolucionista, que sirvió de puente a dos o tres generaciones para cruzar los períodos de eclipse de dios?
Haldane y Huxley retrocedían, captados en travelling hacia atrás, en su conmovedora actitud de papaítos bonachones inclinados sobre el porvenir: «¿Los que creen en la evolución creadora?» Bueno, esto había que observarlo desde cerca, con dudas sobre el cómo y el porqué. Yo, como buen hijo que era, me había aferrado a este dogma. Un dogma que tal vez iba a fundirse, a disolverse, como mi bollo en la taza de té.
Nuestros abuelos habían decretado la muerte de dios. Pero la Trinidad resistió el golpe. Sólo cambiaron las palabras. El Padre se convirtió en la Evolución; el Hijo, en el Progreso; el Espíritu Santo, en la Historia.
Matad al Padre de una vez para siempre. Es decir, poned en duda la Evolución. Entonces, la noción de Progreso fallará por su base; perderá su valor de absoluto; se despojará de su naturaleza casi religiosa. Y, en consecuencia, la Historia dejará de ser necesariamente ascendente. Hela aquí desprovista de mesianismo, reducida a pura crónica. Quizá sea éste el verdadero paisaje, que permanecía oculto detrás de los tabúes. ¿Un paisaje frío? Sin duda alguna. Un paisaje para adultos libres, salidos de la tibieza de la matriz.
Naturalmente, hay que tratar con precaución y respeto a los partidarios de la evolución. Durante el siglo pasado, sostuvieron un duro combate. «dios creó todos los seres vivos, cada uno según su especie», afirma el Génesis. La Tecnología tradicional concuerda con la visión platónica: la Naturaleza es la encarnación de los ideales, y la idea de caballo existió antes que el caballo, diseñada desde toda la eternidad en los cielos espirituales. Concuerda con la fijeza del sentido común y del lenguaje. Hace menos de cien años, un obispo anglicano exclamaba:
«¡No! ¡Nada de evolución! ¡dios creó efectivamente en seis días el mundo, comprendidos los fósiles!»
El «proceso de los monos» de Dayton, Estados Unidos, donde se persiguió a unos profesores por haber enseñado el transformismo, sólo data de 1926. En la actualidad, la Iglesia ha aceptado los datos fundamentales de la Antropología, no sin guardarse de las tendencias teilhardianas a una «religión de la evolución», bastante próxima, a fin de cuentas, a la de Huxley. Después de un análisis neodarwinista de la evolución anatómica del hombre en el curso de las edades geológicas, leemos lo siguiente en un diccionario de tendencia cristiana:
«Los descubrimientos de fósiles humanos que datan de las últimas edades geológicas, es decir, del terciario y del diluviano, suministran la prueba de que el cuerpo humano participó en la evolución de conjunto del mundo vivo.
El cuerpo humano, en su forma actual, es la última prolongación de este proceso evolutivo. Los conocimientos actuales de la Ciencia permiten situar un poco antes de la época de transición que lleva del terciario al diluviano, es decir, hace aproximadamente un millón de años, el momento decisivo en que, diferenciándose de un cuerpo animal muy parecido al suyo, el cuerpo humano hizo su aparición en su forma actual.
Fue en este momento cuando, después de una larga evolución del mundo animal y vegetal, el ser de carne y de espíritu, llamado hombre, nació del acto creador de Dios y pudo iniciar el camino de su propio devenir.»
La Iglesia moderna acepta, pues, que el cuerpo del hombre es producto de la evolución. En cuanto al alma, mantiene su posición. En cierto momento, en la cadena de transformaciones, aparece un animal que se nos asemeja en gran manera. Entonces, interviene Dios: ése lo haré a mi imagen; demos el soplo decisivo y un «devenir propio» a esa criatura privilegiada.
Como vemos, el conflicto entre «fijismo» y transformismo no está, ni mucho menos, resuelto. Todos están de acuerdo en lo que se refiere al iguanodonte, al pez volador o al chimpancé. Pero el cristiano recupera el espíritu del Génesis en la última etapa de la creación. Sin embargo, este conflicto, tan fundamental, se pasa actualmente en silencio. La amistad entre los progresismos cristiano y ateo bien vale que se pase por alto esta confusión sobre la evolución. ¡Chitón!, camaradas, y marchemos juntos y del brazo en el sentido de la Historia.
Cierto que la historia de la idea de evolución es una historia de confusiones, como demostró muy bien Emmanuel Berl en un notable y breve ensayo: La evolución de la evolución.
Esta idea de evolución daba náuseas a Cuvier, el cual, empero, contribuyó mucho a su futuro al fundar la Paleontología. Cuvier pensaba poder reconstruir cualquier animal partiendo de un huesecillo. Esto era apostar por una arquitectura natural de las especies, por una especie de «número áureo» del diplodoco o de la jirafa, por unos ideales arquitectónicos que el transformismo hacía pastosos, entremezclados en una papilla evolutiva. La multiplicación de las especies, la desaparición de ciertas formas de vida, la aparición de otras formas, ¿son fruto de los proyectos de algún gran arquitecto?
En cambio, el transformismo veía un sólido encadenamiento de causas y de efectos. Las especies se engendran según las ingeniosas necesidades naturales. El finalismo de Lamarck, y también el de Geoffroy-Saint-Hilaire, presuponen una acción determinante del medio. Los seres vivos se transforman porque el medio ambiente y las condiciones de vida les obligan a hacerlo.
La adaptación es la causa determinante. Ella da patas a los grandes reptiles, y calienta su sangre cuando se retiran las aguas. Una rama de su descendencia se hace pájaro: bajo la influencia del medio, cada vez más oxigenado, los flecos membranosos se convierten en plumas.
La Zoología, la Botánica y la naciente Biología abrigaban grandes dudas al respecto. Por ejemplo, no se acababa de comprender por qué el lino y el cáñamo podían adoptar formas muy distintas en un medio idéntico. -No se comprendía cómo las especies que, según demostraba la observación, se resistían a mezclarse para producir híbridos, hubiesen podido copular entre ellas de un modo tan extraño, en tiempos en que no existían los zoólogos. A pesar de todo, el transformismo era bastante satisfactorio para la inteligencia. Así como el hombre inventa utensilios, la función crea el órgano.
El caracol se provee de cuernos, de la misma manera que el ciego se suministra un bastón; y la jirafa estira el cuello para alcanzar los dátiles. Pero Fabre se preguntaba cómo habían vivido las abejas antes de aprender a confeccionar la miel.
«Lamarck -escribió Cuvier, a quien aquél tachaba de loco- es, desgraciadamente, uno de esos sabios que no han podido resistirse a mezclar conceptos fantásticos a los verdaderos descubrimientos con los que enriquecieron nuestros conocimientos. La teoría de la evolución es un grande y hermoso edificio que, desgraciadamente, se apoya sobre cimientos imaginarios.»
Sin embargo, la teoría acabaría imponiéndose. En efecto: no se podía negar que hubiese una historia cambiante del ser vivo. Pero, ¿se apoyaba esta historia en alguna clase de determinismo? No se podía tener la seguridad de que el transformismo lamarckiano fuese la explicación acertada. Pero sí era seguro que había que buscar en el sentido de un encadenamiento de causas y efectos.
Si dudamos de que el efecto sigue a la causa, y de que las causas producen necesariamente efectos, la Ciencia deja de ser metódica y pierde su objetivo.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:29 |
Como observa Emmanuel Berl:
«El transformismo tenía un triunfo muy firme para los sabios: extendía el campo de aplicación del determinismo (...) Esta evolución les parecía como una declaración de los derechos del determinismo sobre la Zoología y la Botánica (...) Las especies animales son otros tantos efectos, y estos efectos provienen de causas que la Ciencia podrá descubrir a lo largo de los siglos, aunque no encuentre la causa primera, que no forma parte de su campo de estudio. Esto es absolutamente indispensable; no hace falta nada más.»
El transformismo lamarckiano fracasa, pero Darwin reconcilia esta noción con la idea general de evolución... proponiendo una explicación mecanicista a la transformación de las especies. Se acumulan mutaciones insensibles, y la Naturaleza escoge, en función de la selección. Pero, ¿con qué prodigioso juego de casualidades consiguió la Naturaleza crear un órgano tan perfecto como el ojo de los vertebrados superiores? Darwin confesaba que no podía pensar en esto sin que le acometiese la fiebre.
Por lo demás, era un intelectual carente de fanatismo, prodigiosamente abierto y aventurero, que hacía, sólo por ver, lo que él llamaba «experimentos idiotas», como tocar la trompeta a unas enredaderas. Y Wallace, tan abierto como él, fue un pionero de la Parapsicología. Pero ni las mutaciones insensibles, ni las mutaciones bruscas de De Vries, conseguirán justificar el principio de selección natural y, en suma, de evolución planificada.
¡Extraña historia la del reptil, cuando empezó a salirle una punta microscópica de ala! ¡Y más extraña aún, si una alita pequeña y verdadera le salió de un solo golpe! ¡Qué prodigiosas coincidencias de casualidades las que, a través de mutaciones insensibles, condujeron a un órgano tan perfectamente elaborado como el ojo del tigre! ¡Y qué formidable producción de monstruos enfermizos, con las bruscas mutaciones!
¿Cómo puede actuar la selección natural en estas condiciones?
«Firmemente resueltos a no poner en duda la evolución -escribe Berl- Bergson y toda la ciencia de su tiempo reconocen que no tienen la menor idea de los mecanismos por medio de los cuales se produce esta evolución. El golpe teatral más estupendo es la conclusión de Bergson: ya que no podemos explicar la evolución de los fenómenos, es necesario y suficiente explicar los fenómenos por la evolución.
Atribuir a ésta un poder creador, un "impulso vital" que empuje a los seres evolutivos, aunque no encontremos en éste rastros de aquélla. Si no comprendemos cómo pudo formar la evolución el ojo del hombre, razón de más para decir: la evolución ha formado este ojo. Huelgan los mecanismos determinantes, puesto que la evolución determina por sí sola.
»Al padre Teilhard le bastará con seguir este camino real; lo encontró trazado por entero. »Por un extraño movimiento de regreso, la evolución, que antaño se decía hija del determinismo y pretendía proceder de él y ser su consecuencia necesaria, se vuelve contra él, lo niega, reniega de él con un desdén que muy pronto ni siquiera tratará de disimular. No afirma que los efectos tengan causas; no quiere afirmarlo. Lo esencial es que corrobora y confirma el progreso, un progreso de la Naturaleza hacia la Inteligencia, de la Historia hacia la Justicia, de la Humanidad hacia lo Sobrehumano.»
El transformismo, que, quiérase o no, está en la base de la idea de evolución, es abandonado como mecanismo coherente, como encadenamiento de casualidades. Existe una causa final, que produce efectos a lo largo de la historia de los seres vivos. Es un determinismo invertido, y los fenómenos inexplicables de la evolución se explican por el solo Hecho de que son resacas del futuro.
Y, si la genética descarga un golpe mortal al transformismo, no por ello destruye la idea de evolución ascendente. Porque esta idea ha pasado del nivel de la explicación científica al nivel de mito necesario para una civilización.
La teoría de los cromosomas de Weisman y las leyes de Mendel destruyeron las tesis sobre las mutaciones que habían venido en apoyo del transformismo. Al afirmar que los caracteres transmitidos son invariables,. y que no puede haber transmisión de los caracteres adquiridos, ya que la herencia actúa, no de organismo a organismo, sino de germen a germen estable, la genética no dice nada en absoluto a favor del evolucionismo.
Cuando Lyssenko y los mitchurinianos de la época estalinista se pronuncian a favor de la evolución y contra la genética, lo hacen con plena conciencia de la contradicción en que incurren. Pero necesitan apoyos «científicos» para el mito necesario.
En nombre de la verdad científica, envían a los geneticistas a presidio; pues, para ellos, la Ciencia no es solamente la verdad, sino la verdad más la esperanza; la esperanza de ser causa, de poder modificar y mejorar la naturaleza del hombre por un cambio del medio que dé al transformismo la posibilidad de ejercer sus virtudes. Cierto que era una crueldad inútil enviar a los sabios a la muerte. Pero aquellos materialistas no tenían suficiente confianza en el mito. Ni siquiera hubiese sido necesario el silencio. El mito de la evolución ascendente vive muy bien y engorda con las contradicciones, que le sirven de suero.
Los transformistas de principios del siglo XIX consideraban más que suficiente el haber sustituido el arbitrio del Creador por una hipótesis que implicaba cierto determinismo. No se pronunciaban sobre un sentido cualquiera de la evolución. Las causas engendraban efectos, la acción del medio y la selección natural hacían que se modificasen las especies, las formas de vida se desplegaban, obedeciendo a necesidades implacables, desde la amiba hasta el hombre.
Se guardaban muy mucho de pronunciarse sobre una cuestión que, por lo demás, les habría parecido desprovista de espíritu científico: ¿tiene la evolución un sentido? El transformismo no era pesimista ni optimista. Se negaba a dar una intención y una dirección a un fenómeno natural. En esto, se avenía bastante bien con el espíritu de la época, que mantenía un equilibrio bastante desmañado entre la esperanza y la desesperación, con una ligera preferencia por la lucidez amarga.
Julio Verne era contemporáneo de unos filósofos que profetizaban el Apocalipsis, y Baudelaire exclamaba:
«¡El mundo se acaba!»
Por otra parte, la Física de la época tiene negra la color. La entropía generalizada condena al Universo a la extinción.Nietzsche encuentra, en el determinismo que preside la evolución de las especies, algo con que alimentar su visión trágica. Se pasma sombriamente ante la dureza implacable de la selección natural y al ver aparecer el hombre sobre un inmenso cementerio de especies enterradas. Los biólogos, que «no vieron a dios en sus probetas», se encogerían de hombros, bajo su levita negra, si se asignase un sentido cualquiera a los fenómenos naturales.
Sólo los determinismos fisicoquímicos se hallan en juego. Y los propios psicólogos se colocan a su lado: la inteligencia y las virtudes son productos, como el alcohol y el azúcar. En cuanto al hombre, desciende del mono. El propio verbo excluye toda idea de una ascensión cualquiera del ser vivo, de una dirección positiva del «impulso vital». El Génesis nos hacía nacer del polvo y nos decía que volveríamos a él. El dogma afirmaba que éramos barro animado por Dios. No somos este producto de la voluntad del Señor, sino, simplemente, un primate que evolucionó por el juego de causalidades ciegas y fue arrojado a una Naturaleza que no tiene ningún fin y que, por lo demás, está condenada a la extinción por la termodinámica.
Si, por una extraordinaria circunstancia, los descubrimientos de la genética moderna se hubiesen realizado antes del advenimiento de la civilización industrial, los partidarios del fijismo habrían llevado la mejor parte. Como dice acertadamente Emmanuel Berl, estos descubrimientos habrían «entusiasmado a los filósofos más obsesionados por lo Eterno, más indiferentes a la Duración».
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:30 |
No se habría hablado de «impulso vital», ni, con mayor razón, de “evolución creadora” .
Los principios de majestuosa inmutabilidad de la Naturaleza habrían triunfado, y toda nuestra visión del ser vivo, de la historia del hombre y sus sociedades, de nuestra propia civilización, se habría modificado.
Pero, mientras tanto, la idea de evolución se había emparejado con la idea de progreso. Con la civilización industrial y sus primeros y espectaculares logros, se extinguió el concepto de que la edad de oro había quedado atrás. La máquina de vapor y la electricidad desplazaban el paraíso desde atrás hacia delante. Íbamos a «triunfar sobre la Naturaleza», a cambiar las cosas y, por consiguiente, a cambiar el hombre. El transformismo volvía a recobrar el pelo de la dehesa; la industria, que transformaba el medio, transformaría la Humanidad. La «marcha hacia delante» es «irreversible». «Es imposible detener el progreso»; la Humanidad puede confiar en descubrir un sentido a la Historia.
Hegel elabora la metafísica del progreso, y Marx, su antropología. El impulso fáustico que se desarrolla en la fábrica y en el laboratorio enlaza con el mítico «impulso vital», y es este último mito el que dará carácter de absoluto a un hecho de civilización muy limitado en el tiempo.
El medio determina la transformación, y la función crea el órgano: he aquí el fondo de lamarchismo que volveremos a encontrar en el «socialismo científico». Y cuando Marx declara que la Humanidad realiza sus descubrimientos en el momento en que le son necesarios, es también Lamarck quien habla. Las implacables leyes de la «evolución económica» tienen mucho de transformismo, y el principio de la lucha de clases es primo hermano de la selección natural.
La idea de evolución creadora, que es un invento de la mente para dar cuenta de una historia general del ser vivo cuyo mecanismo no puede explicarse, servirá para justificar plenamente los sacrificios que en nombre del progreso exige la naciente civilización industrial. ¿Es el progreso una noción relativa? ¡No, y no! El progreso radica en la naturaleza de la evolución. Participa del impulso que eleva al ser vivo en el decurso de los tiempos. Es correlativo a la evolución.
«Con el apareamiento de la evolución y el progreso -dice Berl-, la evolución (es decir, la idea de evolución creadora, que era mucho más mítica que científica) adquiere dignidad política, y el progreso (que no era más que una constante bastante dudosa, prendida en una estrecha coyuntura del tiempo) cobra dignidad científica.»
Pero desde el momento en que el progreso adquiere esta dignidad y se erige en rey del mundo, le conviene rechazar todo el pasado y sumirlo en una noche de prolongados, torpes y balbucientes esfuerzos. El progreso es el magnífico heredero de toda la evolución, el producto resplandeciente, definitivo, de tres mil millones de años de vida y de esfuerzos por conseguir esta entidad espléndida. El progreso ilumina el mundo. Antes, el mundo estaba a oscuras. En realidad, el hombre no conocía la luz del día. Esto es lo que significa el término «siglo de las luces».
Es el siglo que ve nacer la idea del progreso. Con él, llega nuestro tiempo, el tiempo de los hijos del tiempo. Surgimos al fin, y tomamos por nuestra cuenta las riendas de la evolución; nosotros, que hasta entonces habíamos estado ligados a una lenta evolución de la materia, a un tímido avance, sofocante y terrorífico, sometido a la mordedura de las inclemencias químicas, de los organismos nocivos que vegetaban en las encharcadas aguas del Devónico.
A partir de entonces, tenemos la seguridad de que el progreso está justificado por la evolución y de que la Historia tiene, en consecuencia, un carácter mesiánico. Pero debemos considerar si esta certeza deriva de los imperativos de nuestra civilización industrial y técnica, más que de una realidad científicamente revelada. Emmanuel Berl tiene muchísima razón cuando habla, a este respecto,
«de la presión ejercida (sobre los defensores de la evolución creadora) por la civilización que les rodea».
Es ésta, sigue diciendo,
«la que, sin duda alguna, confiere a las ideas de evolución y de progreso un valor que no guarda proporción con los fenómenos efectivamente comprobados. Es ella quien orienta las investigaciones en el sentido conveniente, anulando las prevenciones contra palabras que significan e insinúan mucho más de lo que expresan; la que incita a confundir una teoría, verosímil pero discutible, como todas las teorías, con un conjunto de hechos establecidos.
Estos hechos pueden revelar situaciones pretéritas, sucesiones, causalidades; pero no pueden, evidentemente, revelar finalidades y, menos aún, el sentido último de unos procesos que no han finalizado y cuyo término es imprevisible.
»No conocemos, ni podemos conocer, el desenlace de los combates que la vida entabla contra sí misma y contra la materia inanimada. Los biólogos no podían prever la bomba atómica, ni saben qué nuevos virus podrán, mariana, diezmar nuestra especie. Su evolucionismo implica, pues, un acto de fe; un acto de fe que ni siquiera se apoya en una revelación y que se hace aún más difícil desde el momento en que excluimos la transmisión de los caracteres adquiridos.
Al profesar el evolucionismo, creen dominar y dirigir la Sociología, cuando en realidad no hacen más que someterse a ella. Pues es la Sociología, y no la Biología, la que presta a la evolución el prestigio y el atractivo que ejerce sobre nosotros. Es el progreso del hombre, y no el de las especies animales y vegetales, el que rige nuestro trabajo y nuestras ideas.
»Y, si nos sentimos inclinados a pensar que todo va de mejor a mejor en el mundo, es porque vemos aumentar el poder que el hombre ejerce sobre él. Montaigne se burlaría de esta idea. Pero, se mire como se mire, en la actualidad todos saldríamos ganando si considerásemos la evolución con mayor desconfianza y si empleásemos esta palabra con más cautela y con mayor rigor.
El evolucionismo se volvió contra el determinismo, después de haberse confundido con él; se volvió devoto, si no ortodoxo, después de haber sido ardientemente librepensador. ¿Cómo saber a qué causas servirá mañana? Ni siquiera podemos afirmar que asegure el bienestar de sus adeptos: los poetas nos enseñaron, hace mucho tiempo, que se puede torturar con la esperanza, y los historiadores, que los jefes de los pueblos pueden hacer más atroz la vida presente, en nombre del porvenir mejor que les prometen.
Las peores tiranías se hacen excusables, e incluso se justifican, cuando damos por cierto que el mundo, sometido a una fatalidad dichosa, camina hacia un estado paradisíaco. Si, pase lo que pase, todo tiende al bien, el mal deja de existir; una enorme carnicería no detendría el curso de la evolución; algunos pueden incluso alardear de que la aceleraría y de que una pequeña sangría de novecientos millones de hombres facilitaría a los supervivientes, el acceso a la sociedad sin ciases a la que aspira el socialismo; de la misma manera, los nazis se jactaban de que, eliminando las razas inferiores, harían más rápido y seguro el juego bienhechor de la selección natural. El evolucionismo no está más exento de delirio que todos los otros "ismos". Incluso es preciso vigilarlo de cerca, sobre todo si se quiere defenderlo».
A decir verdad, no me siento inclinado --y tampoco Bergier- a «defender el evolucionismo». ¿Y si la evolución fuese como una de esas muñecas debajo de cuya falda aparecen otras varias muñequitas enteramente formadas? ¿Si hubiese habido, por ejemplo, varias apariencias del hombre, y varias tentativas hermanas de dominar la Naturaleza? ¿No habría entonces, en esta creencia positiva, un optimismo que no iría acompañado de la fe en un «impulso vital» ascendente, ni del rechazo de todo el pasado de la Creación en una oscuridad fangosa?
Habría habido varias tentativas, y la actual sería la buena. Naturalmente, también esta idea es delirante. Pero el retroceso incesante, durante los últimos años, del campo de observación de la historia humana, proporciona buenos puntos de apoyo a este delirio.
Los biólogos modernos -advierte André Bouthoui en su obra Variaciones y mutaciones sociales- se inclinan a creer que, durante el último período geológico, la Naturaleza dejó de crear nuevas especies animales. Cuénot (La evolución biológica) calcula que, hace unos quinientos millones de años, después de la aparición de los pájaros, el verbo creador de la Naturaleza pareció agotarse. Ninguna estructura nueva surgió después de los primates y del hombre.
Y, no obstante, parece que no varió la densidad media de radiación, que nada cambió sensiblemente en nuestro medio físico. Entonces, ¿qué pensar de la evolución como proceso continuo?
«Las observaciones de la Biología moderna -sigue advirtiendo Bouthoul- hacen dudosa la aparición de mutaciones que den origen a especies nuevas.»
Morgan sometió a ciertos insectos a los tratamientos más variados, comprendido el bombardeo con rayos correspondientes a las condiciones físicas de las épocas geológicas más antiguas, sin obtener resultados probatorios.
Sin embargo, la especie humana modifica, en muy pocos siglos, sus posibilidades de acción, sus modos de existencia. Aquí, para no perder el hilo del evolucionismo (confundido en nuestras mentes con la noción de progreso), recuperamos acrobáticamente la idea de las mutaciones, declarando que «la creación de las máquinas y de las técnicas constituye verdaderas mutaciones biológicas de la especie humana», y que, si la evolución ascendente no ha afectado al homo en general, sí que ha influido en el homo sapiens y en sus sociedades. Como si la Naturaleza, bruscamente fatigada, o la evolución progresiva, al sufrir una avería, hubiesen delegado sus funciones en el homo sapiens.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:32 |
Y, en nuestro empeño de ser evolucionistas a pesar de todo, volvemos al puro y simple acto de fe de un Padre de la Iglesia, san Clemente de Alejandría:
«Una vez definitivamente terminada la Creación, el hombre fue encargado de regir los destinos de la Naturaleza.»
A menos, que, en nuestra búsqueda de huellas de una evolución, las encontrásemos efectivamente. Pero ésta debería actuar exclusivamente en el hombre. Y, en este caso, tendríamos que hacernos a la idea de que el hombre es una criatura excepcional, perteneciente a una especie privilegiada; de que el hombre es objeto y producto de determinadas fuerzas:
«Algunos biólogos opinan en la actualidad que las mutaciones espontáneas, visiblemente terminadas en las especies animales, siguen produciéndose en el encéfalo humano, principalmente en las zonas corticales, de suerte que las modificaciones de las mentalidades no serían más que el aspecto psicosociológico de aquellas mutaciones espontáneas, de origen misterioso y tal vez cósmico»
(Bouthoul)
Situados en estas perspectivas, contrarias a la teoría general de la evolución, no tendríamos más remedio que declarar que el hombre es un animal fuera de serie, que constituye una forma viva ajena al proceso global. He aquí una declaración que nos sentirnos fuertemente tentados a hacer, por nuestra cuenta y riesgo. Pues bien, dejémonos tentar.
Planteadas así las cosas, tenemos que añadir que esa forma viva, que escapa al proceso general, podría muy bien aparecer, no al final de una lenta evolución, sino de manera acelerada, y cada vez que le resulta posible. En la historia de nuestro planeta, el hombre pudo aparecer varias veces durante los millones de años que quedaron atrás.
De suerte que, considerado a la escala de nuestras vidas y de la duración de nuestras civilizaciones, podríamos decir que el hombre es eterno. Esta hipótesis no es mística. No presupone un Dios testarudo y vigilante, que crea al hombre cada vez que las condiciones se lo permiten. Es una hipótesis natural. Así como el azar no interviene en la química, tampoco influiría en la evolución. Así como existen moléculas estables, habría al menos una forma de vida, el hombre, que se manifestaría con constancia, cada vez que se presentase la ocasión; que pasaría por muchas vicisitudes, avatares, altibajos, degeneraciones y en una eterna tentativa de realizarse; con plenitud.
Cada nuevo descubrimiento hace retroceder la fecha de nacimiento del primer hombre. En septiembre de 1969, un congreso de antropólogos y paleontólogos, reunidos en la sede parisiense de la UNESCO, rechaza la idea de que el hombre de Neandertal fuese nuestro antepasado, y admite que, hace más de dos millones de años, existía un, hombre que confeccionaba útiles y practicaba un culto a los muertos. Pero esto resulta ya insuficiente. Las excavaciones del Chad revelan una Humanidad cuya antigüedad se remonta a seis millones de años.
Esta pista podría seguir indefinidamente y hacernos pensar que, a nuestra escala, hablar del primer hombre es lo mismo que hablar del extremo del Universo.
No pretendemos lanzar la idea de que el nacimiento del hombre podría ser sincrónico de la formación de la vida sobre la Tierra, hace más de tres mil millones de años. Pero es posible que, en diez millones de años, surgiese la especie humana, desapareciese a causa de ciertos cataclismos y volviese a aparecer, de la misma manera que renace la vida en las islas convertidas en improductivas por erupciones volcánicas.
«La explicación darviniana de la transformación de las especies por mutaciones lentas y graduales es, en la actualidad, difícilmente aceptable. Una propiedad que no ha tenido tiempo de afirmarse, que sólo existe en estado embrionario, tiene muy pocas probabilidades de alcanzar jamás el estado adulto: con frecuencia, no es más que un obstáculo en la lucha por la vida, y, por esta propia circunstancia, está condenada a desaparecer. ¿Cómo pudo, en estas condiciones, desarrollarse, fase por fase, esa totalidad constituida por un ser completamente nuevo?»
Ésta es la pregunta que se formula un biólogo como Heinrich Schirmbeck.
Sin embargo, y fundándose en los resultados suministrados por la Antropología, pone fuera de duda que el hombre,
«elemento de la Naturaleza, tiene un pasado biológico cuyas raíces se hincan en un conjunto de formas animales preliminares».
Al propio tiempo, otros sabios al tropezar con la imposibilidad de explicar evolutivamente la génesis del hombre, no han vacilado en dar un rodeo para salvar el obstáculo, en aislar al hombre del resto del universo y en atribuirle, desde el principio, un devenir propio. Así, Edgar Dacqué, en vez de considerar al hombre como la forma más reciente de una larga evolución, afirma que es el «primogénito» de la creación, cuyo centro ocupa. Según Dacqué, el hombre sería el ser primeramente concebido en el decurso de todos los tiempos, y toda la creación habría proliferado alrededor de este modelo inicial.
Nuestra hipótesis parece, en relación con aquélla, un poco menos fantástica. Presupone una forma de vida estable, que aparece y desaparece según coincidan o no las condiciones necesarias, que se manifiesta, se extingue y reaparece en el decurso de los tiempos. ¿Es esto un «verdadero delirio utópico», como el de Dacqué? En todo caso, y habida cuenta de que el curso de los tiempos «humanos» se prolonga sin cesar ante nuestros ojos a medida que progresa la investigación antropológica, tenemos perfecto derecho a buscar explicaciones distintas de las del evolucionismo.
En 1856, cuando se descubrieron los primeros fragmentos del esqueleto de! hombre de Neandertal, no faltaron expertos que declarasen que el hombre no se remontaba a tiempos tan remotos y que se trataba de restos de un salvaje o de un idiota. Pero, desde hace un siglo, se han exhumado en muchos lugares del mundo restos de hombres fosilizados y de hombres-monos, sin que sea fácil, frente a formas ora indescifrables, ora humanas, establecer filiaciones y trazar un árbol genealógico.
El neandertaliano, que tallaba los finos útiles de la época musteriense, que construía sepulturas y se comunicaba con el lenguaje de los conocimientos técnicos, se nos presenta actualmente como un momento de la historia humana (cincuenta mil años atrás) incomprensiblemente suspendido en la noche de los tiempos. Parece como una aberración, fruto de cruzamientos entre un homo habilis infinitamente más antiguo, o de un homo sapiens ya aparecido, y los pitecántropos, una variedad de cruce, como el hombre de Solo, en Java.
El doctor Leakey, que, desde hace más de cuarenta años, realiza excavaciones en África Oriental, descubrió en Kenya, en 1948, vestigios de uno de los primeros eslabones de la cadena que pudo dar origen a los primates y al hombre, vestigios cuya antigüedad se estima de unos cuarenta a veinticinco millones de años.
En 1959, el doctor Leakey descubrió el tipo homínido más antiguo de los conocidos hasta entonces, el zinjántropoaustralopiteco, que había morado en Olduvai, Tanzania, hace de 180.000 a 800.000 años. En 1962, descubrió elkenyapiteco, cuya antigüedad se remonta a unos cincuenta millones de años y que parece situarse también en la línea de los antepasados homínidos.
En 1963, pensó que un nuevo descubrimiento efectuado en Olduvai, el del homo habilis, ponía en tela de juicio todas las teorías existentes sobre el origen del hombre.
«El descubrimiento de una criatura que presentaba rasgos tan parecidos a los humanos y que vivió hace un millón ochocientos mil años, constituyó, por sí solo, una revolución -escribió Madame Yvonne Rebevrol en Le Monde, comentando el Congreso de la UNESCO-. Hasta entonces, la línea de los homínidos avanzaba desde el antiquísimo australopiteco hasta el homo sapiens (es decir, el hombre de hoy) que se suponía aparecido hace solamente unos 25.000 años.
La evolución estaba jalonada por el pitecántropo nada por el pitecántropo, más tardío y evolucionado que el australopiteco, y por el hombre de Neandertal, más primitivo que el homo sapiens. Pero he aquí que aparece una nueva criatura, tan antigua como los australopitecos, pero que muestra chocantes analogías con el homo sapiens.
Según el doctor Leakey, es el homo habilis nuestro único antepasado, mientras que los otros homínidos no son más que ramas defectuosas que no tuvieron descendencia. El australopiteco, el pitecántropo y el homo habilis aparecieron al mismo tiempo, pero solo el homo habilis fue punto de partida de la fructífera evolución que condujo al homo sapiens.
Por lo demás, hay que observar que, en diferentes lugares, pero principalmente en Gran Bretaña, Francia, Alemania y Hungría, se han encontrado cráneos fósiles cuyas características hacen pensar en el hombre actual, pero que proceden de yacimientos muy antiguos. Recientemente, en el yacimiento del río Omo (Etiopía), se han descubierto dos cráneos muy "modernos" pero también antiquísimos. Esta dispersión de tipos sumamente evolucionados presupone, evidentemente, una dispersión anterior del tronco, del homo habilis. (...)
»Sin embargo, el doctor Leakey sigue opinando que el hombre "nació" en la zona que comprende el África Oriental, Arabia y el oeste de la India.
En la India, ha sido descubierto un mono fósil, el ramapiteco, más reciente pero bastante parecido alkenyapiteco, y se ha puesto también de manifiesto una industria primitiva. Mr. Leakey está convencido de que unas excavaciones sistemáticas en la India o en Arabia resultarían extraordinariamente fructíferas, puesto que el África oriental muestra incesantemente su riqueza en fósiles. Después de los yacimientos de Tanzania y de Kenya, Etiopía reveló el del río Omo.
La latitud y las alturas escalonadas en estas regiones fueron extraordinariamente favorables a la aparición y a la evolución de los homínidos primitivos. Sus tierras volcánicas son ideales para la conservación, de los fósiles: Cuanto más se busca, más se encuentra.
En fecha muy reciente, Mr. Leakey descubrió, en Olduval, un cráneo de homo habilis que parece completo o poco menos (Le Monde, 19 de agosto de 1969). El doctor Leakey mostró un diente encontrado en territorio kenyano, al sur del lago Rodolfo: este diente parece haber pertenecido a un homínido que vivía hace ocho millones de años.»
Sin embargo, Leakey opina que el homo sapiens sólo pudo aparecer cuando tuvo posibilidad de encender fuego, es decir, «la seguridad y la tranquilidad mental necesarias para que se produjese el pensamiento abstracto». Los útiles aparecieron muy pronto, pero no determinan el paso del prehombre al hombre.
El hombre propiamente dicho nació con el pensamiento abstracto, los conceptos de magia, la religión y el arte. Según el doctor Leakey, se necesitó un período considerable de tiempo para pasar del homo habilis al homo sapiens, cuya antigüedad sería solamente de unos cien mil años. Esta tesis no se apoya en nada definitivamente establecido. Solamente jalona incertidumbres, partiendo de vagas estimaciones.
Lo único cierto es que, «cuanto más se busca, más se encuentra». Un homo habilis de varios millones de años. Un homo sapiens de cien mil años; y algunas suposiciones constantemente puestas en tela de juicio, flotando en este océano del tiempo.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:33 |
Pero, si vivieron homínidos hace más de ocho millones de años, se derrumba la teoría clásica de la evolución.
Y, si el hombre pensante existe desde hace cien mil años, tenemos lógicamente derecho a preguntarnos si es posible aceptar tranquilamente la idea de que sólo adquirió luces y poder en los últimos siglos, de que hubo un único momento privilegiado en esta larga aventura, un momento comprendido en la última quingentésima parte del tiempo humano, surgido, a su vez, de una noche oscura de ocho millones de años.
Y si, como opina Leakey, el homo sapiens aparece con la magia, es decir, con el intento de dominar el mundo visible por medio de fuerzas invisibles, podemos considerar nuestros dos siglos de tecnología como una de las formas asumidas por la prolongada búsqueda mágica, entre las muchas que se desarrollaron, con éxito o sin él, en el decurso de tiempos inmemoriales. Esta manera de ver la cuestión es, en todo caso, menos fantástica que la manera convencional que presupone dos siglos de revelación en cien mil años de letargo y, en resumidas cuentas, un extraordinario racismo temporal.
Es curioso que combinemos con tanta satisfacción la idea de que la última quingentésima parte del tiempo humano nos ha convertido en señores de toda la Humanidad pensante, con la idea evolucionista que liga nuestra ascensión al oscuro proceso general de lo viviente, que hacía salir al reptil de su légamo, y a la química ciega que, añadiendo dos pequeños balones a su débil cerebro, daba origen a los hemisferios cerebrales.
Quizá sería útil para la mente, al menos a modo de ejercicio, considerar las actitudes inversas: situarnos menos excepcionalmente en la historia humana y más excepcionalmente en la historia de lo viviente; pensar que el hombre podría ser una forma estable, capaz de manifestarse en repetidas ocasiones, con éxitos o catástrofes.
Este antirracismo temporal y el sentimiento de que la Humanidad podría ser, en la Tierra y en el Universo, una forma de emergencia estable, un punto final de las energías, la plasmación del eterno empeño del ser en manifestarse, podría influir en la civilización, en la sociedad y en la moral.
Que el hombre más humilde sea un objeto de valor incalculable. Que la totalidad de los tiempos humanos sea considerada con la mayor predisposición al respeto, a la admiración y al asombro. Si rebuscamos en el almacén de las doctrinas no admitidas, encontramos una bastante adecuada: el humanismo.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:35 |
CAPÍTULO II EL DESLIZAMIENTO DE LOS CONTINENTES
Una mirada infantil al mapa del mundo. - Es un rompecabezas. - La idea de Wegener. - Le dan la razón treinta años después. - Breve digresión sobre el paleomagnetismo. - Einstein prologa la obra de Hapgood. - Cómo se produciría el deslizamiento de los continentes. - Una teoría nueva: el fondo de los océanos se mueve. Unas palabras sobre la Atlántida. - ¿Qué fue la Antártida? - Un sueño de Hapgood. - Viajemos en trineo, con Paul-Érnile Victor, por los senderos del tiempo.
Vestigios de materia orgánica fueron descubiertos en dos fragmentos de Luna traídos por sus primeros exploradores.
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¿Son estos vestigios de origen genuino?
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¿O fueron incorporados por los propios cosmonautas, a pesar de todas las precauciones?
Aún sabemos muy poco sobre la composición de nuestro satélite. ¿Por qué la atmósfera de Marte no ha de contener nitrógeno, si se cree observar amoníaco en ella? Hay muchas preguntas sin respuesta. Las informaciones son escasas y fragmentarias. Pero, ¿lo sabemos todo sobre la Tierra en que habitamos? Ni mucho menos. Sus profundidades nos son en gran parte desconocidas. Su historia sigue siendo enigmática.
Contemplad un mapa del mundo. ¿Es un rompecabezas cuyos pedazos fueron separados? La costa oriental de las Américas parece haberse despegado de la costa occidental de Europa y África. ¿Se habrá separado poco a poco, hasta el punto ¿le convertir un estrecho en ese Atlántico de 4.800 kilómetros de anchura?
¿Y el océano índico? ¿Y no parecen África del Sur, Madagascar, la Antártida y Australia pedazos de un rompecabezas a la deriva? Hace ya mucho tiempo, los geólogos se vieron sorprendidos por las semejanzas de formaciones rocosas descubiertas en África del Sur, el Dekkán, Madagascar y el Brasil, y algunos de ellos formularon la hipótesis de un continente primitivo: el Gondwana. Los primeros estudios de la geología antártica les incitaron a atribuir una parte del continente austral al Gondwana. En diciembre de 1969, se descubrió en la Antártida (Montes Alejandra) el cráneo de unlistrosauro.
Éste es un reptil que se supone que vivió a principios del período secundario, hace 230 millones de años. Fósiles análogos habían sido encontrados en África del Sur y en Australia. Existen similitudes evidentes entre las floras fósiles de la Antártida, de África del Sur, de Australia y de América del Sur. Y el carbón de la Antártida procede de fósiles de grandes árboles que hacen pensar en un clima ecuatorial.
En 1914, un alemán, el geofísico y meteorólogo Alfred Wegener, lanzó una hipótesis global. Según su teoría, todas las tierras formaban al principio un solo bloque. Después, debieron producirse dislocaciones, en épocas diversas, y cada continente marchó a la deriva. Wegener murió en 1930, durante una expedición a Groenlandia. Y su tesis cayó en el descrédito.
«Yo mismo empecé mis investigaciones con la intención de demostrar que la teoría de Wegener era absurda», declaró en 1969 Patrick M. Hurley, profesor de geología del MIT.
Pero, ante el cúmulo de hechos recientemente descubiertos, reconoció que el sabio alemán tenía razón en lo esencial: los continentes cambian de sitio.
En efecto, a partir de 1950, una nueva serie de elementos devolvió su fuerza a la idea de la movilidad de la corteza terrestre y del deslizamiento de los continentes.
Vamos a verlo. Y que se nos perdone el tecnicismo de esta breve exposición.
El paleomagnetismo es el estudio de la dirección y la intensidad del magnetismo de las rocas. La importancia de esta magnetización estriba en que está orientada en el sentido del campo magnético terrestre en la época del enfriamiento. En la roca sedimentaria se halla, pues, contenida la indicación de la orientación del campo magnético de la Tierra en un período dado.
Al proseguir en Europa los estudios sobre formaciones rocosas cada vez más antiguas, se descubrió que, cuanto más viejas son las rocas, nos dan posiciones del polo magnético más alejadas de la del polo geográfico actual. Ciertas rocas de hace cuatrocientos millones de años nos dan un polo situado en el ecuador. Así, pues, los polos, o los continentes, han cambiado de sitio.
El estudio de las rocas de una misma época en continentes diferentes debería darnos igual posición para el polo. Sin embargo, los experimentos dieron un resultado distinto. en vez de coincidir, los polos paleomagnéticos de América del Norte se inclinan sistemáticamente al oeste de los de Europa. Esto sólo tendría explicación si América del Norte se hubiese desplazado hacia el Oeste, en relación a Europa. Lo cual nos lleva de nuevo a la teoría del deslizamiento de los continentes.
De manera parecida, los antiguos polos de los continentes australes no coinciden con los polos del hemisferio Norte. Pero existe una diferencia: ¡ otros elementos permiten suponer que las tierras del hemisferio Sur se separaron más que las del hemisferio Boreal.
Las direcciones de magnetización tomadas de piedras sedimentarías de África Central sitúan el polo Sur en la República Sudafricana. Datos análogos observados en Australia sitúan aquel mismo polo, en igual período, en la parte meridional de Australia.
Si estas indicaciones proporcionadas por África y Australia sobre la posición del polo Sur, hace trescientos millones de años, son exactas, Australia debía encontrarse situada, en aquel entonces, un poco al Norte y junto a la costa este de África del Sur. Eso confirmaría la teoría de que, hace trescientos millones de años, las tierras formaban una sola masa.
La tesis de Wegener fue adoptada por Charles H. Hapgood, con mucha resonancia, y sostenida por Albert Einstein, abierto siempre a las ideas nuevas.
En 1958, Einstein prologó la obra de Hapgood, en estos términos:
«Frecuentemente recibo comunicaciones de personas que desean consultarme sobre sus ideas inéditas. Inútil decir que raras veces poseen estas ideas el menor valor científico. Sin embargo, la primera comunicación que recibí de Monsieur Hapgood me electrizó. Su idea es original, muy sencilla, y, si puede apartar nuevas pruebas a su argumentación, de gran importancia para todo lo relativo a la historia de la superficie de la Tierra.
»Numerosos datos experimentales indican que, en todos los puntos de la superficie de la Tierra donde pueden realizarse estudios con medios suficientes, se producen numerosos cambios de clima, aparentemente súbitos. Según Hapgood, esto es explicable: la corteza externa de la "Tierra, prácticamente rígida, sufriría de vez en cuando considerables desplazamientos sobre las capas internas, viscosas, plásticas y tal vez fluidas. Tales desplazamientos pueden producirse como efecto de fuerzas relativamente débiles ejercidas sobre la corteza y procedentes del movimiento de rotación de la Tierra, el cual tiende, a su vez, a alterar el eje de rotación.
»En una región polar, el hielo se deposita de manera continua, pero no se distribuye simétricamente alrededor del polo. La rotación de la Tierra actúa sobre estas masas de hielo de manera irregular y produce un movimiento de acción centrífuga. que se transmite a la corteza rígida de la Tierra. Este movimiento centrífugo, que aumenta constantemente, puede haber provocado, al alcanzar cierta fuerza, un deslizamiento de la corteza terrestre sobre el resto del cuerpo de la Tierra, que acercaría las regiones polares al ecuador.
»Es indudable el trecho de que la corteza terrestre es lo bastante resistente para no hundirse bajo el peso de los hielos. La cuestión estriba, ahora, en saber si esta corteza terrestre puede efectivamente deslizarse sobre las capas internas.
»El autor no se ha limitado a una simple exposición de esta idea. Presenta, de manera a la vez prudente y completa, un material extraordinariamente rico que confirma su teoría. Yo creo que esta idea sorprendente, y aun apasionante, merece la mayor atención de todos los que se ocupan de los problemas de la evolución de la Tierra.
»Quisiera añadir, para terminar, una observación que acudió a mi mente mientras escribía estas líneas: Si la corteza de la Tierra puede desplazarse con tanta facilidad, esto presupone que las masas rígidas de la superficie terrestre tienen que estar distribuidas de manera que no originen una inercia centrífuga lo bastante importante para provocar el deslizamiento. Pienso que sería posible comprobar esta deducción, al menos de un modo aproximado. En todo caso, este movimiento centrífugo debe de ser más débil que el producido por las masas de hielo depositadas.»
El prólogo de Einstein atrajo la atención sobre la idea de la movilidad de los continentes.
Hapgood admite la existencia, bajo la corteza terrestre, de una capa viscosa sobre la que se deslizarían los continentes, como icebergs sobre el agua. En realidad, gracias a indicios indirectos, y gracias a la sismografia, creemos saber que el grueso de la Tierra está compuesto de este modo:
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Una corteza exterior, de 35 kilómetros de profundidad, que se adelgaza hasta 11 kilómetros debajo de los océanos.
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El «manto», región que va desde la parte inferior de la corteza hasta una profundidad de 2.900 kilómetros y que se compone de una zona rígida de 100 kilómetros (litosfera), una zona parcialmente en estado de fusión, de varios centenares de kilómetros (astenosfera), y una zona de rigidez considerable (mesosfera).
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El centro, cuya temperatura se calcula en 6.000 grados centígrados, mientras que, en su límite con el manto, es probablemente de 4.000 grados. El calor de la litosfera es constante, pero más elevado a lo largo de una franja estrecha en el fondo de los océanos, que recibe el nombre de cadena medio-oceanica.
Otra característica de los fondos submarinos: una línea de depresiones alrededor de la Tierra, con una anchura de varias decenas de kilómetros y profundidades de 7.000 a 8.000 metros, y que es centro de gran actividad sísmica.
Se trata, en general, de un modelo supuesto. No disponemos de medio alguno para ver la sección de la Tierra, ni se ha efectuado ningún sondeo realmente profundo. Nuestro conocimiento del interior del Globo es, pues, muy imperfecto y en gran parte hipotético. Si algún sistema nos permite un día «radiografiar» la Tierra, sabremos si Hapgood tiene razón.
Sin embargo, y aunque hubiese de abandonarse su teoría, la tesis del deslizamiento de los continentes tuvo un valioso retoño en la explicación ofrecida en 1963 por dos profesores americanos: Hess (de Princeton) y Díez (de la «Experimental Science Service Administration»). Hess y Díez piensan que, bajo la arruga medio-oceánica, existen levantamientos en el manto de la Tierra.
Se formaría una nueva corteza sobre la cima de esta línea de crestas, mientras que la antigua corteza sería absorbida por las depresiones marinas. De este modo, el fondo del océano, situado entre las cadenas y las depresiones, se desplazaría progresivamente.
Si a uno le resulta difícil imaginarse este mecanismo de expansión del fondo de los mares, puede utilizar la siguiente analogía: basta imaginar dos de esas cintas móviles que se utilizan para el transporte, colocadas de modo que sus extremos estén a la misma altura, pero girando en sentido contrario. El espacio que las separa representa la arruga medio-oceánica, y sus bordes opuestos, el lado más próximo a las depresiones. Se colocan bloques de piedra sobre cada cinta, en el lado de la cresta, y se pone la instalación en marcha.
La idea de la expansión de los fondos submarinos es relativamente reciente. Si obtuviésemos indicios en este campo, aquélla constituiría uno de los elementos más sólidos de la larga cadena de pruebas que tienden a demostrar la movilidad de la corteza terrestre.
Si se crea una nueva corteza al nivel de las cadenas, es preciso que la corteza más antigua se destruya, en alguna parte, a fin de que la Tierra conserve siempre la misma superficie. Según la hipótesis de la expansión de los fondos submarinos, esta corteza se destruye en el emplazamiento de las depresiones oceánicas.
En lo que respecta a la violencia y a la frecuencia de los temblores de tierra, el sistema de depresiones oceánicas es la zona más activa del Globo. En estas regiones, los terremotos son corrientes e importantes. Además, es en aquellas depresiones donde ocurren los seísmos más profundos que conocemos, y que se producen a una profundidad de 700 kilómetros. Los temblores de tierra asociados a la red de depresiones se extienden en un plano que forma un ángulo de unos 30 grados con el de la cuenca oceánica. Algunos terremotos se producen debajo de las depresiones.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:36 |
En la actualidad, no faltan pruebas de la expansión de los fondos submarinos y de la movilidad de la corteza terrestre. Además, ciertos estudios sísmicos nos permiten captar lo que ocurre en nuestros días en la superficie de la Tierra. Aparte de esto, si los continentes se desplazan al mismo tiempo que el fondo del océano, parece inevitable que dos o más masas continentales acabarán entrando en colisión.
La arruga medio-oceánica tiene contacto, en dos puntos, con una masa continental: el golfo de California y el mar Rojo. En ambos casos, esto acarrea una gran actividad tectónica. El mar Rojo se formó a consecuencia de la separación de la península de Arabia del continente africano. Según parece, California se está despegando a lo largo de la fisura de San Andrés, a razón de cinco centímetros por año. Si continúa el movimiento actual, dentro de unos millones de años California se habrá convertido en una isla.
En la actualidad, no conocemos la naturaleza exacta del movimiento del manto. Tenemos que esperar el resultado de los estudios en curso. En todo caso, la manifestación de estas fuerzas afecta profundamente a la raza humana, y su comprensión abre nuevas y fantásticas hipótesis sobre el pasado y el futuro.
La explicación de Hess y Díez, por la expansión de los fondos submarinos, parece preferible a la tesis de Hapgood, que presupone la existencia de una capa viscosa sobre la cual navegaría la corteza terrestre. Según hemos observado, la temperatura de la linde entre el centro y el manto es de 4.000 grados centígrados.
No se comprende que esta temperatura pudiese provocar la formación de una viscosidad que permitiese el rápido deslizamiento de los continentes. Sin embargo, ignoramos muchas cosas sobre las propiedades de la materia a temperaturas altas y combinadas con presiones considerables.
Según Hapgood, el hecho de que se hayan encontrado fósiles tropicales en la Antártida demuestra que hubo una época en que este continente estuvo situado en el ecuador, y que se desplazó posteriormente. Hace diez o quince mil años, la Antártida se encontraba unos cuatro mil kilómetros más al Norte. Su clima era templado. Entonces, por causas desconocidas, empezó una era glacial.
El hielo se acumuló al principio en los polos, para alcanzar después las zonas templadas. Por efecto de las fuerzas centrífugas producidas por los dos centros de gravedad de los casquetes polares, la corteza terrestre empezó a deslizarse; la bahía de Hudson y Quebec se desplazaron 4.000 kilómetros hacia el Sur; Siberia, hacia el Norte, y la àntártida, hacia el Sur. En unos cuantos miles de años, la Antártida llegó al polo Sur, adquiriendo su clima actual.
Es esta cifra de sólo diez o quince mil años lo que la mayoría de los geólogos se niegan a admitir. Sin embargo, el deshielo fue muy súbito en América, geológicamente hablando (unos miles de años como máximo), y lo mismo ocurrió con la congelación de Siberia.
Sea de ello lo que fuere, la geología moderna hace plausible la hipótesis inicial de Wegener; el desplazamiento de los continentes parece cierto, aunque sea dudoso su mecanismo, que puede haber sido un deslizamiento de tierras sobre una capa viscosa o un ensanchamiento del fondo de los océanos. Y, si admitimos la posibilidad de grandes civilizaciones desaparecidas sin dejar rastro, es indudable que estos fenómenos geológicos pueden darnos mayores elementos para alimentar nuestra fantasía que los continentes sumergidos, Mú o Atlántida, tan apreciados por los teósofos.
A propósito de la Atlántida, permítasenos un inciso. Por nuestra parte, compartimos de buen grado la tesis rusa, según la cual la Atlántida no fue un continente, sino la isla Thera, colonia cretense del Mediterráneo, destruida por la explosión del volcán Santorín, unos 3.000 años antes de Jesucristo.
Pero volvamos a Hapgood. Uno se siente inclinado a conjeturar, con él, que existió una civilización en Antártida, o que otras civilizaciones tuvieron conocimiento de este continente antes del período glacial que había de provocar su relativamente brusco desplazamiento. Tal vez duermen vestigios bajo los hielos. Y podemos preguntarnos si, por las mismas razones, no se albergarán también, en el extremo Norte, otros rastros de civilizaciones enterradas bajo los hielos de Groenlandia, país que tal vez guarda relación con las leyendas de Thule, de Hiperbórea y de Numinor.
¿Y cuál sería la vida de los hombres, en un continente a la deriva, en curso de dislocación? La latitud cambiaba con los siglos. Los terremotos eran continuos; se transformaba el clima, las perturbaciones meteorológicas debieron de ser espantosas.
A la luz de tales hipótesis, ¿no convendría examinar de nuevo las leyendas y las tradiciones nórdicas?
«Hay algo irresistiblemente romántico -escribe Hapgood- en el tema de las civilizaciones desaparecidas, de las ciudades destruidas, de los descubrimientos olvidados. Es como si la mente del hombre se deslizase a lo largo de los senderos del tiempo.
Parece como si, en alguna parte, en un recodo de uno de estos senderos, tuviesen que aparecer bruscamente amplias perspectivas: maravillosas ciudades que un día fueron florecientes, para extinguirse después, en el mundo y en el recuerdo.»
Y, en el vago presentimiento de un eterno retorno de las cosas, mientras pensamos en la suerte de nuestro propio mundo actual, nuestra alma escucha las palabras de Shakespeare:
«Llegará un día en que, lo mismo que el edificio sin cimientos de esta visión, las torres coronadas de nubes, los magníficos palacios, los templos solemnes, este propio Globo inmenso y todo lo que contiene, se disolverán sin dejar más rastro de brumas en el horizonte que la fiesta inmaterial que acaba de desvanecerse...»
Y es que un asombroso descubrimiento había de confirmar, a los ojos de Hapgood, su tesis sobre la Antártida. Nos referimos a la célebre cuestión de los mapas de Piri Reis.
Esta cuestión, señalada por vez primera en Francia por Paul-Émile Victor, jefe de las expediciones polares francesas, fue evocada por nosotros en El retorno de los brujos. A esto siguió una abundante literatura, dudosa en su mayor parte. La obra del propio Hapgood, Mapas de los antiguos mares; las sesiones celebradas en 1956 en la Universidad de Georgetown, Washington, sobre el tema «Nuevos y antiguos descubrimientos en la Antártida», y algunos otros trabajos, corroboraron y profundizaron, ya que no resolvieron, el enigma planteado por aquellos mapas.
En julio de 1966, pedimos a Paul-Émile Victor que escribiese, para Planète, su opinión y sus informaciones sobre el misterio de Piri Reis. Habida cuenta de que los estudios actuales no han superado el artículo que él nos mandó a la sazón, nos parece útil reproducirlo aquí.
«En el presente artículo -escribió Paul-Émile Victor-, no vacilamos en seguir el camino de las hipótesis audaces. Pero insistimos en el hecho de que no se trata de nada más. Los verdaderos sabios son poetas y hombres de imaginación. Sin ellos, la Ciencia no existiría. Los otros son como contables o tenderos de ultramarinos que no descubren nada. Por lo demás, ¡qué aburrida sería la vida sin la imaginación!»
Si bien os parece, tomad el trineo de Victor y realizad una excursión por los «senderos del tiempo».
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:48 |
CAPÍTULO III HISTORIA DE UNOS MAPAS IMPOSIBLES
Este capítulo es reproducción de un artículo de Paul-Émile Victor. - Dos mapas del mundo en el museo Topkapi. - Curioso relato de Piri Reis sobre Cristóbal Colón. - La sorpresa de Arlington H. Mallery. - ¡Mapas de antes de la glaciación! - En Historia, hay que esperar sorpresas tan grandes como en física nuclear. - La interpretación rusa. - La hipótesis fenicia. - ¿Hubo cartógrafos hace diez mil años? - ¿Hubo mapas celestes? - ¿Hubo una rama ignorada de la raza humana? - El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún por nacer.
Los mapas de Piri Reis tienen una realidad histórica perfectamente fechada y comprobada, que empieza en 1513, y una realidad «prehistórica», en el sentido técnico de la palabra, es decir, únicamente conjetural y sin documentos corroboradores, que corresponde a antes de 1513. Empecemos por lo que se sabe de modo seguro e irrefutable.
El día 9 de noviembre de 1929, Malil Edhem, director de los Museos Nacionales turcos, al proceder al inventario y a la clasificación de todo lo existente a la sazón en el famoso museo Topkapi, de Estambul, descubrió dos mapas del mundo -o, mejor dicho, fragmentos de ellos- que se creían perdidos para siempre: los mapas de Piri Reis, célebre héroe (para los turcos) o pirata (para todos los demás) del siglo XVI, que relata prolijamente en su libro de memorias, Bahriye, las condiciones y circunstancias en que levantó estos mapas.
De momento, el relato escrito no despertó mucha atención; pero el mapa habría de darle, gradualmente, un valor considerable. En realidad, hubo que esperar al término de la Segunda Guerra Mundial para emprender de veras el estudio comparativo de los mapas y del texto de Piri Reis.
Perteneciente a una familia de grandes marinos turcos, Piri Reis, notable navegante, cosechó éxitos en los cuatro rincones del Mediterráneo y de los mares vecinos, obtuvo numerosas victorias navales y contribuyó a afirmar la supremacía marítima, incontestable a la sazón, del Imperio otomano.
Pero Piri Reis era hombre culto e inteligente, y así, mientras corría sus aventuras, empleó algún tiempo en escribir el Bahriye en el que abundan las notas pintorescas y vivaces sobre todos los puertos del Mediterráneo, y los mapas de diversa índole (21 en total). Y también, antes de empezar a escribir, se tomó tiempo para diseñar dos mapas del mundo: uno, en 1513, y el otro, en 1528 (durante el reinado de Soleimán el Magnífico).
Fue un cartógrafo concienzudo y ejemplar. Empieza afirmando que el trazado de un mapa requiere profundos conocimientos y una capacidad indiscutible. En su prólogo al Bahriye, habla prolijamente de su primer mapa, dibujado en su ciudad natal, Gelibolu, desde el 9 de marzo hasta el 7 de abril de 1513 (año 919 de la Héjira). Declara, que, para trazarlo, cotejó todos los mapas que conocía, aproximadamente una veintena, algunos muy secretos y muy antiguos, comprendidos ciertos mapas orientales que, seguramente, nadie más que él poseía en Europa.
Su conocimiento del griego, del italiano, del español y del portugués le ayudó muchísimo a sacar el mayor partido de las indicaciones contenidas en todos los mapas que consultó. Además, disponía de un mapa confeccionado por el propioCristóbal Colón y que había llegado a su poder gracias a un miembro de la tripulación del célebre genovés. Este marinero había sido hecho prisionero por Kemal Reis, tío de Piri Reis, y pudo, por ello, completar de viva voz los conocimientos de nuestro cartógrafo turco.
Hasta aquí, la obra de Piri Reis sólo tenía un interés anecdótico, aunque no careciese de importancia, como testimonio de la grandeza del pasado para los turcos, y como desmitificación de los «piratas berberiscos» para los europeos. El Bahriyefue, pues, durante mucho tiempo, una obra «clásica» turca, para personas cultas. Sin embargo, incluso antes de que se conocieran los mapas que menciona y que habían de plantear un formidable interrogante a muchos investigadores del mundo entero, sus profundos conocimientos habrían podido evitar que los historiadores cayesen en su más tremendo error: la afirmación de que Cristóbal Colón había descubierto América.
Colón redescubrió, o, mejor dicho, reveló a la Europa Occidental un continente cuya existencia era sólo conocida, hasta entonces, por algunos iniciados. El testimonio del almirante turco no puede ser más claro e inequívoco. En el capítulo sobre «El mar occidental» (nombre que se dio durante mucho tiempo al océano Atlántico), habla prolijamente del navegante genovés, cuya aventura refiere en estos términos:
«Un infiel, llamado Colombo y que era genovés, fue quien descubrió estas tierras. Un libro llegó a las manos del susodicho Colombo, el cual vio que se decía en el libro que, al otro lado del mar occidental, precisamente hacia el Oeste, había costas e islas, y toda clase de metales, así como piedras preciosas. El susodicho, después de estudiar largamente el libro, fue a suplicar, uno tras otro, a todos los notables de Génova, diciéndoles: "Dadme dos barcos para ir allá y descubrir esas tierras."
Ellos le respondieron: "¡Oh, hombre vano! ¿Cómo puede encontrarse un límite al mar occidental? Éste se pierde en la niebla y en la noche."
»El susodicho Colombo vio que nada sacaría de los genoveses y se apresuró a ir al encuentro del Rey de España, para contarle detalladamente su historia. Le respondieron lo mismo que en Génova. Pero suplicó durante tanto tiempo a los españoles, que su Rey acabó por darle dos barcos, muy bien pertrechados, y le dijo: "¡Oh, Colombo! Si sucede lo que tú dices, te haré Rapudán de aquel país."
Dicho lo cual, el Rey envió a Colombo al mar occidental.»
Piri Reis pasa seguidamente al relato que le hizo el marinero de Cristóbal Colón, que era ahora su esclavo. Resultaría inútil reproducir por entero este relato, en el que se explica el asombro de los marinos europeos ante los salvajes casi completamente desnudos que encontraron en las islas donde pusieron pie al llegar. Sin embargo, existe un detalle que es esencial para nuestro objeto:
«Los habitantes de esta isla vieron que ningún mal les venía de nuestro barco; por consiguiente, cogieron pescados y nos los trajeron, empleando sus canoas. Los españoles se alegraron no poco y les dieron baratijas, pues Colombo había leído en su libro que a aquellas gentes les gustaban mucho las baratijas.»
Este detalle extraordinariamente sorprendente y que, a nuestro entender, no ha sido aún comentado por nadie, adquiere mayor relieve si lo relacionamos con unas indicaciones contenidas en uno de los mapas de Piri- Reis, donde éste afirma que el libro en cuestión databa de tiempos de Alejandro El Magno. Resulta difícil afirmar que nuestro almirante turco tuviese este famoso libro en su poder, pero, en todo caso, conocía sin duda alguna su texto.
Fue, pues, deliberadamente, que Cristóbal Colón partió a descubrir América. Confiaba en su valioso libro, y los hechos sucesivos demostraron que tenía razón; pero limitó sus confidencias a los notables genoveses y al rey de España. Públicamente, fingió compartir la opinión corriente en su época: como la Tierra era redonda, parecía natural que, navegando hacia el Oeste, volvería fatalmente, más pronto o más tarde, al punto de partida, después de pasar en su trayecto, pero en sentido inverso, por los países orientales conocidos en Europa.
Algunos cartógrafos daban testimonio de esta creencia general. Existe, por ejemplo, un mapa atribuido a un tal Toscanelli y que Cristóbal Colón llevó consigo en su expedición: en él se ve, de derecha a izquierda, las costas europeas; después, el «mar occidental», y, por último, la isla de «Cepanda» (otra forma de «Cipango», nombre con que se conocía entonces al Japón), el país de «Catay» (China), la India y las islas del Asia sudoriental. ¡Ni el menor atisbo de América en este mapa! Esta arraigada opinión explica que se diese al Nuevo Mundo el nombre de «Indias Occidentales».
Como no es nuestro propósito la desmitificación de Cristóbal Colón, no nos extenderemos sobre sus predecesores, que descubrieron también América, pero sin darse cuenta de la importancia del hecho y sin tratar de profundizar en la cuestión. Los vikingos son los más conocidos, y pronto volveremos a hablar de ellos. Pero Piri Reís cita otros, a los que saludan los de pasada: Savobrandán (convertido en San Brandán), el portugués Nicola Giuvan, otro portugués, Antón el Genovés, etcétera.
Lo cierto es que, incluso antes de que fuese encontrado el mapa del mundo, se hubiera debido dar más crédito a Piri Reis. En su libro, repite en muchas ocasiones: «Nada hay en este libro que no se funde en hechos.» Los 215 mapas que se contienen en el Balzriye permitían comprobar perfectamente sus dichos. Y añade. «El más pequeño error hace inútil cualquier carta marina.» No olvidemos que es un marino quien lo dice, un hombre que conoce las traiciones y la servidumbre del mar. Tengamos presente esa observación al examinar sus mapas del mundo.
Sólo se poseen fragmentos de estos mapas, pero en ellos figura la totalidad del Atlántico y sus costas americanas, europeas, africanas, árticas y antárticas. Aparecen trazados sobre pergamino de color, iluminados y enriquecidos con numerosas ilustraciones: retratos de los soberanos de Portugal, de Marruecos y de Guinea; en África, un elefante y un avestruz; en América del Sur, llamas y pumas; en el océano y junto a las costas, barcos, y en las islas, pájaros.
Los pies de las ilustraciones están escritos en turco. Las montañas se indican con su perfil, y los ríos, con líneas gruesas. Los colores se utilizan de modo convencional: los parajes rocosos aparecen pintados de negro; las aguas arenosas y poco profundas, se señalan con puntos rojos, y los escollos ocultos bajo la superficie del mar, con cruces.
Éstos son los venerables pergaminos descubiertos en 1929. Los turcos los contemplaron con precaución y devoción, pensando con nostalgia en la fastuosa época del Imperio otomano y sin que se les ocurriese estudiar más a fondo el asunto. Varias bibliotecas del mundo adquirieron reproducciones. En 1953, un oficial de la Marina turca envió una copia al ingeniero jefe de la Oficina hidrográfica de la Marina de los Estados Unidos, el cual la mostró a un especialista en mapas antiguos, conocido suyo: Arlington H. Mallery.
Y entonces empezó verdaderamente el «asunto» de los mapas de Piri Reis.
¿Quién es Arlington H. Mallery?
Ingeniero de profesión, se había interesado siempre en las cosas del mar, y durante la Segunda Guerra Mundial había prestado servicio en los transportes de tropas. Al licenciarse -era capitán-, dedicó sus ocios a un tema que le apasionaba: Europa había descubierto América antes de Cristóbal Colón. Pacientes investigaciones lingüísticas (para demostrar la influencia del noruego antiguo en la lengua iroquesa), minuciosos estudios de las sagas escandinavas, búsquedas arqueológicas pacientemente dirigidas, descifrado de antiguos «portulanos», le llevaron a reconstituir la epopeya vikinga en Islandia, en Groenlandia, en Terranova y en el litoral canadiense.
Dio cuenta de sus descubrimientos en un libro, América perdida, publicado en 1951 y prologado por Matew W. Stirling, director de la Oficina de Etnología americana de la «Smithsonian Institution», que tuvo considerable resonancia. El capitán Mallery defendía su tesis y aportaba pruebas de que había existido en América una civilización del hierro no sólo antes de la conquista europea, sino también, quizás, antes del pueblo americano.
Sin embargo, esto no fue más que el comienzo de una aventura que haría de ser mucho más emocionante. Cuando recibió los mapas de Piri Reis, tenía ya mucha experiencia en la materia, y le bastó el primer vistazo a los documentos para comprender que aquel descubrimiento no tenía parangón con los anteriores. Arlington H. Mallery tuvo inmediatamente la intuición de que aquellos mapas ocultaban un misterio fascinante.
Pero no se lanzó a ciegas a su estudio. Sus trabajos anteriores le habían enseriado a consultar siempre a las autoridades técnicas consideradas indiscutibles. Y esto fue lo que hizo, trabajando con cartógrafos famosos (principalmente, con Mr. I. Walters), científicos y técnicos polares (entre ellos, el R. P. Linchan).
El primer problema que se planteó fue el descifrado mismo de los mapas, es decir, del sistema de proyección empleado, que, al menos a los ojos de un profano, parece extraño a primera vista. Pero los especialistas, gracias a los recursos de la trigonometría moderna, pudieron descifrarlos: un explorador sueco, Nordenskjold, consiguió efectuar, en dieciocho años, la «traducción» de los portulanos al lenguaje cartográfico moderno. Su trabajo sirvió de base, primero, a Mallery, y después, aCharles Hapgood y a sus discípulos.
Éstos efectuaron comprobaciones tan exactas, que pudieron afirmar que los mapas de Piri Reis procedían de orígenes diferentes, y reconstituir, al menos teóricamente, el primitivo rompecabezas. Este trabajo, constantemente verificado por matemáticos, es, hasta la fecha, la mejor demostración de que los mapas de Piri Reís constituyen un problema real, y de que las intuiciones de las primeras personas que los descubrieron y, sobre todo, de Mallery, eran acertadas. Las pruebas de su antigüedad son muy numerosas. Nótese, por ejemplo, que la llama dibujada en aquellos mapas era desconocida por los europeos de la época.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:49 |
En cuanto a las longitudes, exactamente indicadas, ni siquiera Cristóbal Colón sabía calcularlas. Para comprender su carácter excepcional, lo primero que hay que hacer es comparar estos mapas con otros de la misma época: la diferencia salta inmediatamente a la vista, incluso para aquellos que trabajaron dieciocho años en los portulanos. Citemos algunos de aquellos: el mapa de Jean Severs, publicado en Leyden en 1514, exacto en cuanto se refiere a Europa y África (nótese, en particular, que la América Central y la América del Norte se confunden).
El mapa atribuido a Lopa Hamen y publicado en 1519 no es mejor que el anterior: las dimensiones de América son desproporcionadas en relación con las de África; la distancia entre África y América es mucho menor que la real, y la configuración general del Nuevo Mundo es casi imposible de reconocer.
Otro mapa, trazado por un portugués cuyo nombre se ignora, apareció en 1520. América termina bruscamente al sur del Brasil. Hay que concretar que fue precisamente aquel año cuando Magallanes emprendió su viaje marítimo alrededor de América y que, por tanto, los resultados de esta exploración eran aún desconocidos.
Más aún: un mapa de América, publicado en la cosmografía de Sebastián Munster en 1550 -o sea, casi cuarenta años después de los de Piri Reis-, dista mucho de ser satisfactorio, aunque el Nuevo Mundo aparezca al fin identificado como continente. Nos hallamos, pues, ante unos hechos concretos: las afirmaciones del Bahriye son corroboradas por los mapas de Piri Reis. Es indiscutible que éste poseía informaciones veraces sobre América, diferentes de las proporcionadas por Cristóbal Colón y anteriores a éste. Pero, ¿cuánto tiempo anteriores? Aquí está toda la cuestión.
Debemos examinar ahora la interpretación moderna de estos mapas. Nos enfrentamos con dos tesis: la americana y la rusa.
Sigamos ante todo a Mallery, que tuvo el mérito de descubrir el misterio, y a Hapgood, que se empeñó en resolverlo. La porción del mapa comprendida entre Terranova y el sur del Brasil, dejando aparte su exactitud, asombrosa para la época, no plantea problemas de descifrado.
En lo que atañe al norte y al sur del mapa, y una vez «traducidas» las indicaciones al lenguaje cartográfico moderno, Mallery adquirió el convencimiento de que Piri Reis había dibujado las costas de la Antártida, y de que, por otra parte, Groenlandia y el continente antártico aparecían diseñados... ¡tal como eran antes de la glaciación de los polos!
Esta hipótesis, a primera vista extravagante, sólo puede formularse -incluso antes de discutirla, cosa que liaremos seguidamente- si se está en condiciones de definir, más o menos exactamente, la configuración de los zócalos terrestres del Ártico y de la Antártida bajo la capa de hielo que las recubre en la actualidad.
Sólo recientemente se han adquirido conocimientos a este respecto. Las técnicas modernas (gravimetría, sondeos sísmicos, etcétera), perfeccionadas y experimentadas ante todo en Groenlandia por las expediciones polares francesas, y después en la Antártida, han dado resultados espectaculares.
En primer lugar, se pudo medir el espesor de la capa de hielo: en Groenlandia, el espesor máximo es de 3.300 metros; en la Antártida, alcanza los 4.500 metros. Después, se pudo confeccionar un mapa del relieve groenlandés, con sus alturas, tal como es en realidad debajo de la enorme capa de hielo. Trabajos parecidos se efectuaron en ciertas zonas de la Antártida. Arlington H. Mallery disponía, pues, de elementos geográficos modernos con los que comparar los datos de los mapas de Piri Reis.
Sus conclusiones personales, enérgicamente sostenidas en el Foro de la Universidad de Georgetown, fueron rotundas: la Groenlandia dibujada por el almirante turco correspondía a las líneas de relieve descubiertas por las expediciones polares francesas (que revelan dos estrechamientos medios que cortan Groenlandia). En cuanto a la costa que prolonga en gran manera la de América del Sur, no era otra cosa que la de la Antártida: Arlington H. Mallery se tomó el trabajo de seguir el mapa milímetro a milímetro y de hacer, cada vez, la oportuna comparación con los datos modernos.
Hay que decir que, de este modo, llegó a conclusiones que son, al menos, sorprendentes: por ejemplo, las islas indicadas por Piri Reis frente a las costas coinciden con los que parecen ser picos montañosos subglaciales descubiertos por la expedición antártica noruegosuecobritánica en la Tierra de la Reina Maud, y cuyo trazado fue publicado en el Geographie Journal de junio de 1954.
También con referencia a la Tierra de la Reina Maud, Mallery estudió, en el curso de sus comparaciones, un mapa de la costa continental antártica levantado por Peterman en 1954. A su entender, ambos coincidían perfectamente, salvo en un punto: Piri Reis indicaba dos bahías, y Peterman, tierra firme. Mallery planteó el problema al Servicio Hidrográfico.
Había conseguido interesar hasta tal punto a los técnicos más competentes, que los americanos emprendieron sondeos sísmicos de comprobación en aquel lugar. ¡Y era el mapa de Piri Reis el que estaba en lo cierto! No es, pues, de extrañar que, al celebrarse la sesión antes mencionada, la hipótesis de la antigüedad de los mapas de Piri Reis dejase de ser meramente especulativa.
«Los trabajos realizados hasta el día de hoy -dice el R. P. Linehan- indican que estos mapas parecen extraordinariamente exactos.»
Y en otra parte añade:
«Creo que unos estudios sísmicos complementarios, que permitan determinar el emplazamiento respectivo del hielo y de la tierra firme, demostrarán que estos mapas son aún más exactos que lo que pensamos actualmente.»
Pero no todo el mundo está de acuerdo a este respecto. Los rusos, que, como es sabido, participan con muchas naciones occidentales en el estudio del continente antártico, formularon otras tesis sobre el asunto. Realizando sus propios trabajos de transposición, llegaron a la conclusión de que el trazado de Piri Reis no corresponde a la Antártida, sino al extremo sur de Patagonia y de la Tierra del Fuego. Pero esto no plantea un problema menor, puesto que estas regiones no empezaron a ser oficialmente conocidas hasta 1520.
Por otra parte, en la propia Rusia se han emitido otras opiniones sobre la cuestión. El profesor L. D. Dolguchin, del Instituto Geográfico, pensó que estos mapas podían representar la Antártida, pero que las informaciones que se contienen en elles no proceden de antes de la glaciación, período que hace remontar a un millón de años atrás (después veremos las tesis actuales sobre este problema).
El profesor M. Y. Mepert, secretario del Instituto Arqueológico, declaró:
«En Historia, hay que esperar sorpresas tan grandes como en física nuclear. Por esto es necesario estudiar estos mapas.»
Tratándose de un tema tan poco conformista, conviene, en todo caso, avanzar con precaución. El primer punto comprobado es que Piri Reis poseía, sobre el continente americano, datos anteriores al «descubrimiento» de Cristóbal Colón. Se podría suponer que estos datos proceden de la epopeya de los vikingos, a la sazón bien conocida y casi salida del limbo medieval. Pero los vikingos, por temerarios que fuesen, sólo conocían una pequeña parte de la América del Norte, la cual, por otra parte, ignoraban que fuese un continente. Un reciente descubrimiento ha dado mucho que hablar: el de un mapa encontrado en Suiza y que lleva la fecha de 1440.
En él se ve, a la altura de Escandinavia, primero, Islandia; después, Groenlandia, y, por último, una isla más vasta, en la que se cree reconocer las desembocaduras del San Lorenzo y del Hudson, convertidas en profundas bahías. La inscripción dice así: «Descubrimientos de Bjarni y de Leif.» Aclaremos que, según las sagas noruegas, Bjarni Herjolfson navegó hasta las costas americanas en el año 986, y Leif Ericson, en el 1002.
Los vikingos no pueden explicar, pues, por sí solos, los mapas de Piri Reis. Éstos son corroborados por otros hechos. Existe, por ejemplo, otro mapa del mundo, conocido por el nombre de Mapa de Gloreanus y que se encuentra en la Biblioteca de Bonn. Mientras no se demuestre lo contrario, data de 1510. Parece, pues, anterior a los de Piri Reis. Este mapa nos da no solamente la configuración exacta de toda la costa atlántica de América, desde el Canadá hasta la Tierra del Fuego, cosa ya de por sí extraordinaria, sino también la de toda la costa del Pacífico, igualmente de Norte a Sur.
Los datos de la Historia oficial no bastan para resolver el misterio planteado por la existencia de estos mapas. Debemos, pues, remontar con audacia la cronología. Detengámonos, ante todo, en la interpretación rusa: Piri Reis habría dibujado, no la Antártida, sino Patagonia y la Tierra del Fuego. Estos países eran, a la sazón, desconocidos. Ni siquiera los conocían los vikingos. El único pueblo navegante al que tal vez se podría atribuir este conocimiento es el fenicio.
Se ha comprobado históricamente que los fenicios practicaban la navegación de cabotaje por toda la costa occidental europea. ¿Fueron más lejos? ¿Se atrevieron a enfrentarse con la inmensidad del océano? Al menos, puede formularse la pregunta. Es cierto que, a través de la Antigüedad y de la Edad Media, se transmitió una tradición referente a la existencia de un continente más o menos mítico al otro lado del océano. Ya hemos hablado del famoso libro, presuntamente de tiempos de Alejandro Magno, cuya lectura impulsó a Colón a su gran aventura. Ciertos compiladores griegos hablan de un continente llamado «Antictoné» (es decir, «tierra de los antípodas»).
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:50 |
Se dice que san Isidoro de Sevilla, que vivió desde el 560 hasta el 636, declaró:
«Existe otro continente, además de los tres que conocemos. Está al otro lado del océano, y allí, el sol calienta más que en nuestras regiones.»
Y debemos pensar también en la epopeya, aún poco conocida, de los monjes bretones que partieron a evangelizar los pueblos de un famoso continente del que habían oído hablar: cruzada dramática y sumamente mortífera. Sabemos que partieron de las costas de Bretaña.
¿Llegaría a América uno de sus barcos?
Existen sólidos argumentos a favor de la hipótesis fenicia, tanto más cuanto que en América del Sur, y aun del Norte, se han descubierto vestigios de características mediterráneas: el más reciente descubrimiento se debe a un holandés, el profesor Stocks. Estos descubrimientos son, en general, muy discutidos. La idea de que los fenicios fuesen capaces de efectuar travesías oceánicas no tiene, en sí, nada de fantástico. Su marina, tanto mercante como de guerra, les permitía llevar a cabo esta hazaña.
En cambio, resulta más difícil imaginar los motivos que tuvieron para guardar en secreto sus descubrimientos. Pero el poderío de su diminuto país se fundaba únicamente en su marina, y el conocimiento exclusivo de unos lugares de aprovisionamiento habría constituido un triunfo muy interesante para ellos. Después, el secreto se habría perdido más o menos en el curso de la Historia. Pensemos, a este respecto, en los vikingos: algunos siglos después de sus expediciones marítimas, hubo que «redescubrir» Groenlandia, Terranova y el Catadá. Tales secretos corporativos son fáciles de guardar y, más aún, de perder.
Pasemos ahora a la hipótesis de Mallery: heredero de una larga serie de tradiciones secretas, Piri Reis debió de tener conocimiento de datos geográficos que, en lo tocante a Groenlandia y a la Antártida, databan de antes de la glaciación. Se plantea una primera cuestión: ¿Cuándo se produjo esta glaciación?
El Año Geofísico Internacional dio vivo impulso, entre otras, a estas investigaciones. En 1957, los trabajos convergentes del doctor J. L. Hough, de la Universidad de Illinois, por medio del sondeo, y del doctor W. D. Hurry, de los laboratorios de geofísica del Instituto Carnegie, por el método del radiocarbono, empezaron a delimitar el problema: el período de glaciación actual de los polos empezó entre 6.000 y 15.000 años atrás. Este margen de incertidumbre ha sido posteriormente muy reducido.
Los especialistas (y en particular Claude Lorius, jefe glaciólogo de las expediciones polares francesas) fijan el comienzo del período glacial entre 9.000 y 10.000 años atrás. Además, están de acuerdo en que acaba de empezar un período de desglaciación. Parece, pues, posible que, hace unos diez milenios, Groenlandia y la Antártida tuviesen la configuración que se observa en los mapas de Piri Reis. Su relieve se manifestaba libremente; una parte de las tierras actualmente cubiertas por el hielo o sumergidas era, entonces, aún visible.
En vista de esto, parece que se podría concluir diciendo que los conocimientos que sirvieron para el trazado de estos mapas datan de unos 10.000 años atrás.
Después de todo lo que acabamos de decir, esta conclusión es inevitable; pero contradice todas las teorías clásicas actuales sobre la historia de la civilización y debe ser considerada con gran cautela. ¿Qué dicen los manuales de Prehistoria? Hace diez mil años, reinaba (si podemos expresarnos así) el hombre de Cro-Magnon, al cual se atribuyen las pinturas de Lascaux, pero que no conocía el trabajo de los metales, ni el cultivo de la tierra, ni la domesticación de los animales.
Ahora bien, Arlington H. Mallery, el gran especialista, dice de los mapas de Piri Reis:
«En la época en que se confeccionó el mapa, no era solamente preciso que hubiese exploradores, sino también técnicos en hidrografía particularmente competentes y organizados, pues no se puede dibujar el mapa del continente o territorios tan extensos como la Antártida, Groenlandia o América, como por lo visto se dibujó hace algunos milenios, si no se es más que un simple individuo o incluso un pequeño grupo de exploradores. Se necesitan técnicos experimentados, conocedores de la astronomía, así como de los métodos necesarios para el trazado de mapas.»
Arlington H. Mallery va aún más lejos. Dice:
«No comprendemos cómo pudieron confeccionarse esos mapas sin la ayuda de la aviación. Además, las longitudes son absolutamente exactas, cosa que nosotros mismos sólo sabemos hacer desde hace apenas dos siglos.»
Habría que proceder, pues, a una «revisión desgarradora» de nuestros conceptos referentes a la historia de la Humanidad. ¿Qué conjeturas podemos hacer sobre una civilización desarrollada que habría existido hace unos diez mil años?
Por su parte, Arlington H. Mallery, especialista de la América precolombina, y que tiene, en este campo, notables descubrimientos en su haber, andaba en busca de una gran civilización desaparecida, que habría existido en el continente americano. Pudo presentar un cúmulo de elementos, algunos de los cuales son desconcertantes, sobre todo unos altos hornos para tratar el hierro -sobre cuya fecha están en desacuerdo los especialistas- y unas piedras provistas de inscripciones.
Este descubrimiento fue hecho en Pensilvania, al este de Harrisburg, en la casa de los hermanos Strong. Los especialistas consultados por Mallery, -Sir W. M. Petrie, Sir Arthur J. Evans y J. L. Myres- descubrieron en tales inscripciones ciertas semejanzas, tal vez fenicias, tal vez cretenses. Sea como fuere, las inscripciones parecían corresponder a una fase anterior a las primeras escrituras mediterráneas, dado que la alfabetización había empezado en ellas, pero la escritura, que ya no es realmente silábica, contiene aún 170 signos. Actualmente, no ha sido todavía descifrada.
Arlington H. Mallery opina que es la escritura de una antigua civilización americana, anterior, naturalmente, a las civilizaciones precolombinas conocidas (inca, maya, o azteca). Se puede conjeturar que éstas conservaron algunos vestigios: así se explicarían la misteriosa fortaleza de Tiahuanaco, cuya fecha ha sido imposible fijar; ciertas particularidades de la astronomía maya, que parece referirse a un estado del cielo anterior en muchos milenios al que conocemos; las extrañas leyendas referentes a antiguos civilizadores; etcétera.
Pero, aun admitiendo que semejante civilización existiese hace diez mil años en el continente americano, aún habría que explicar cómo sus conocimientos geográficos pudieron llegar a Europa.
Y, ya que hemos franqueado ahora el muro de la razón, podemos dar libre curso a la fantasía:
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¿Y si esta civilización avanzada hubiese existido, no solamente en América, sino en toda la Tierra?
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¿Habría tenido esta civilización un origen extraterrestre?
En lo que atañe a los mapas de Piri Reis, nos resulta muy difícil hacer intervenir a los venusianos o a seres de otros planetas: porque, si, como es de suponer, disponían de los cohetes más perfeccionados, ¿qué necesidad tenían de levantar un mapa detallado, no de los continentes -cosa que aún habría podido explicarse-, sino de las orillas y las costas? Esto no impide, desde luego, que se pueda estudiar este problema; pero los mapas de Piri Reis son obra exclusiva de marinos terrestres.
Entonces, ¿serían habitantes de la Atlántida o de Gondwana?
Pero el desplazamiento de los continentes tiene una historia que se remonta mucho más allá de diez milenios y de la época que nos interesa; estos continentes, si existieron, habían desaparecido o se habían hecho pedazos mucho tiempo antes.
Podríamos suponer, pues, que una rama de la raza humana, coexistente con otras menos desarrolladas, hubiese alcanzado, hace ocho o diez mil años, un grado de civilización considerable, y que tuviese un conocimiento muy completo de su planeta; y que hubiese sido destruida, inopinadamente, por un cataclismo. Charles H. Hapgood se muestra rotundo en sus conclusiones.
Sólo hace un siglo que se empezó a hacer retroceder los límites de la Historia y se encontraron vestigios materiales de civilizaciones hasta entonces consideradas como míticas (Troya, Creta), o incluso desconocidas (Sumer, los hititas, el valle del Indo). El profesor americano declara que hay que continuar las investigaciones, y que éstas habrán de conducir forzosamente al descubrimiento de la avanzada civilización que existió hace diez mil años.
Naturalmente, le dejamos la responsabilidad de estas afirmaciones, apoyadas, repitámoslo una vez más, por una concienzuda experimentación científica. El gran descubrimiento arqueológico del siglo está aún por hacerse...
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:51 |
CAPÍTULO IV LAS CICATRICES DE LA TIERRA
Un error fatal. - Así podríamos terminar... -- El cráter Barringer. - Meteoritos gigantes. - Regiones más allá del sistema solar. - Una idea sobre los Diluvios. - Una idea sobre las eras glaciales. - Las minas celestes de Sudbury. - ¿Una protección? - Los meteoritos secundarios y la posible simiente de la vida. - La idea de una cosmo-historia. - Los que descubrieron un cielo estrellado.- ¿Causalidad externa? - Los misteriosos cantos de la ópera terrestre.
Rusos, americanos, chinos, ingleses y franceses creen, en el mismo momento, que acaba de lanzarse un ataque atómico masivo. Todos ellos ponen en funcionamiento, en el mismo instante, los sistemas de represalia. Y arde la Tierra. Ahora bien, la causa de esto no ha sido la malignidad de una nación, sino el ciego «ni bien ni mal» del cielo. La verdad es que ha caído un meteorito gigante. Así podríamos terminar, aniquilados desde lo alto... Es un futuro previsible.
Estas caídas de meteoritos gigantescos se produjeron en el pasado. La Tierra muestra aún sus cicatrices. El cráter Barringer, en Arizona, fue abierto por una explosión cuya potencia puede calcularse en 2,5 megatones (25 veces la bomba de, Hiroshima) y que se produjo hace 50.000 años. Cuando el ingeniero de minas americano, D. M. Barrin Zer, declaró que la causa de esta explosión había sido la caída de un enorme meteorito, tropezó con la oposición oficial más obstinada. Se preferían las hipótesis de una erupción volcánica o de una explosión de gas natural.
Pero Barringer acabó haciendo prevalecer su opinión. Hoy se admite que hubo una colisión entre la Tierra y un cuerpo de diez mil toneladas que se desplazaba a la velocidad de 40 kilómetros por segundo. Se recogieron, alrededor de los cráteres, bolitas microscópicas de hierro producidas, al parecer, por la condensación de una nube de vapor de hierro provocada por el choque.
Pero el cráter Barringer no es el más importante. El Vreedovrt, en la Unión Sudafricana, tiene un volumen de diez kilómetros cúbicos. Parece ser que el proyectil arrancó la corteza terrestre, dando salida a la lava que llenó inmediatamente una parte de la brecha.
Tal vez se produjeron colisiones aún más terribles, y hay motivos para suponer que el mar del Japón, la bahía de Hudson y el mar de Weddell se crearon de este modo. Si este hecho es cierto, la energía desarrollada habría sido del orden astronómico de 1033 ergios. Esta cifra dice muy poco. pero corresponde a una cuarta parte de la energía emitida por el Sol en un segundo, o a la conversión, al 100 por ciento, de un millón de toneladas de materia en energía.
Se hace una objeción a estas hipótesis. Una colisión de fuerza semejante habría elevado la temperatura de la atmósfera, sobre el planeta, a doscientos grados centígrados. Toda la superficie de la Tierra habría quedado esterilizada. Ahora bien, en toda la historia biológica conocida del Globo, no se encuentran huellas de tal esterilización. Sin embargo, se admiten corrientemente colisiones que engendrasen energías de un millón de megatones, y las cicatrices producidas por las mismas en la corteza terrestre han sido identificadas en número bastante considerable.
En el Canadá se han descubierto una docena de ellas, con diámetros que oscilan entre 2 y 60 kilómetros, y una antigüedad que varía de 2 a 500 millones de años. En Australia, podemos citar el cráter de Wolf Creek, y, en los Estados Unidos, de modo principal, el cráter circular de Deep Bay, donde se ha formado un lago, que tiene doce kilómetros de diámetro y ciento cincuenta metros de profundidad.
Según los cálculos, un proyectil de más de mil toneladas que se desplace a velocidad suficiente, no es detenido por la atmósfera. Un proyectil que procediese del sistema solar no superaría la velocidad de 42 kilómetros por segundo, pues, en otro caso, escaparía de este sistema. Así, pues, un meteorito que llegase a velocidades del orden de 100 a 150 kilómetros por segundo habría de proceder de regiones de más allá del sistema solar.
Citaremos en fin, seguidamente, los meteoritos secundarios, es decir, salidos de la Tierra, y que, al ser proyectados, podrían transportar materia viva a las lejanas estrellas y, de este modo, dar origen en el cosmos a una vida análoga a la nuestra.
Si los puntos de caída de los grandes meteoritos se distribuyen al azar, hay tres probabilidades contra una de que el impacto se produzca en el mar. La colisión volatilizaría decenas de millares de kilómetros de océano. La Tierra entera se vería cubierta, durante muchos días, de nubes tan espesas como las de Venus. Mareas fabulosas barrerían el planeta. Podemos imaginar un fenómeno de este género. Probablemente, se produjo ya alguna vez. Ahora bien, una marea de esta clase se asemeja exactamente a un diluvio, al Diluvio Universal que encontró eco en todas las tradiciones.
Es, pues, perfectamente lógico imaginar que una civilización o una serie de civilizaciones pudieron ser aniquiladas de este modo por la «ira del cielo ».
Las cicatrices de la Tierra revelan dos o tres catástrofes por cada millón de años. Basta esto para poner en tela de juicio el ordenado desarrollo, fundado exclusivamente en causas internas, que nos presenta la teoría clásica de la evolución. También habría que poner de nuevo en tela de juicio la tesis sobre el origen de las eras glaciales, pues las espesas nubes formadas alrededor de la Tierra por el choque del meteorito, y compuestas de vapor de agua y polvo, tuvieron que reflejar la energía solar y rebajar considerablemente la temperatura media.
El americano R. S. Dietz pudo demostrar que las importantes minas canadienses de níquel, de Sudbury, proceden de un meteorito gigante. Estas minas son explotadas desde 1860. Así, pues, desde hace un siglo los hombres han venido explotando la riqueza de un visitante caído del cielo. El meteorito gigante de Sudbury llegó a la Tierra hace 1.700 millones de años. Su masa era de 3,8.10'3 toneladas.
Contenía una considerable cantidad de níquel. Lo cuál resulta desconcertante, en vista de la proporción relativa de hierro y de níquel de los pequeños meteoritos que caen en nuestros días. Prosiguen los estudios, y, a medida que se descubren hechos nuevos, se alarga la edad de la Tierra.
Como dice Dietz: «La Tierra envejece un millón de años cada día.»
Los problemas planteados por las cicatrices de la Tierra son muy numerosos, pero el más importante es sin duda el siguiente: el estudio de la Luna y la observación de Marte demuestran que estos astros fueron literalmente acribillados por los meteoritos gigantes. En comparación con aquellos, la Tierra ha sufrido muy poco. Cierto que su atmósfera la ha protegido de los pequeños impactos. Pero todo induce a creer que la atmósfera no puede retener meteoritos de una masa superior a las mil toneladas. Entonces, ¿qué? Podemos pensar en una protección magnética o electromagnética, ejercida por las capas electrizadas que envuelven la Tierra. Sin embargo, una protección de esta clase detendría preferentemente los meteoritos ricos en material magnético, como el níquel. ¿Cómo explicar el caso de Sudbury?
Sigamos soñando. Si la Tierra es el único planeta del sistema solar donde existe la vida, ¿habrán los grandes ingenieros del más allá organizado su protección? Si existen, en la galaxia, seres más poderosos que nosotros, quizás intervienen en la mecánica celeste para que permanezcan y sigan desarrollándose la vida y la inteligencia en ese barrio minúsculo del espacio...
El segundo enigma está relacionado con el fenómeno mismo de la colisión. A las extraordinarias temperaturas que se produce, la materia no puede subsistir en estado gaseoso, sino que pasa al cuarto estado, el plasma. Es decir, los átomos pierden una gran parte de sus electrones. Se forma una bola de fuego, y, según el doctor R. L. Bjork, un torbellino casi perfectamente circular. Los cráteres de la Tierra y de la Luna serían las huellas fósiles de estos torbellinos. El torbellino arranca la corteza terrestre, dando salida al magma primario.
Después, estalla, y esta explosión puede enviar al espacio fragmentos de la Tierra, a una velocidad de 80 kilómetros por segundo. Cierto que queda aún mucho por descubrir a este respecto, puesto que el cuarto estado de la materia nos es muy poco conocido. Pero no hay que echar en olvido esta posibilidad de una proyección, fuera de la Tierra, de fragmentos de nuestra sustancia a gran velocidad, suficiente para que tales fragmentos escapasen al sistema solar y surcasen el universo, con su carga de materia viva.
Así, fragmentos de nuestra Tierra, arrancados hace 1.700 millones de años por el meteorito de Sudbury, pudieron tal vez llegar a algún medio fértil, en algún lugar del cielo estrellado...
Nuestra ambición se limita a proporcionar algunos puntos de apoyo a los sueños, y a ensalzar, con un puñado de hechos, las virtudes de la imaginación. La geología romántica moderna -al resucitar la tesis del deslizamiento de los continentes-, las investigaciones sobre los grandes cráteres y los estudios sobre la mecánica de los grandes meteoritos, nos parecen mucho más adecuados que las pretendidas revelaciones del ocultismo para abrir un interrogante sobre las civilizaciones desaparecidas, sobre una o varias historias pretéritas de la Humanidad, y para invitar a nuevas interpretaciones de las tradiciones apocalípticas, de los mitos y leyendas referentes a la existencia de Grandes Antepasados.
Pero lo que hay que recordar por encima de todo, en nuestro breve y fantasioso examen de las cicatrices de la Tierra, es que la historia de nuestro Globo, y de los hombres que lo habitan, está sin duda indisolublemente ligada a la historia del sistema solar y, probablemente, a la del Universo. Tal vez un mismo infarto cósmico destruyó Faetón, arrancó el planeta Plutón de su órbita de satélite de Neptuno, y bombardeó la Tierra en Sudbury.
Otras crisis espaciales pudieron provocar, hace unas decenas de millares de años, la caída de meteoritos gigantes en la Tierra o en los océanos; engendrar eras glaciales; destruir civilizaciones nacientes o ya desarrolladas, y cubrir el cielo con nubes tan espesas, y durante tanto tiempo, que su dispersión hizo descubrir las estrellas a unos hombres que no las habían visto jamás y que ignoraban el ritmo de la luz y las noches pobladas de astros.
Una tradición de América del Sur dice que la civilización de Tiahuanaco existió antes que las estrellas. ¿Antes que las estrellas?
Absurda afirmación, si tomamos las cosas al pie de la letra. Pero no tanto si suponemos que, en un momento dado, los hombres vieron levantarse el telón, disolverse las nubes y brillar, por vez primera, un cielo constelado sobre sus cabezas.
Se ha dicho con frecuencia que sin las estrellas no habría podido desarrollarse ninguna civilización, pues los hombres no habrían tenido la menor idea de las leyes cíclicas de la Naturaleza, ni punto de referencia, ni conciencia del infinito. Si esta opinión está en lo cierto, la Ciencia habría empezado, para ciertos hombres, en el deslumbramiento de las estrellas hechas visibles, y tal vez fue esto lo que ocurrió en Stonehenge y entre nuestros antepasados del neolítico, que establecieron un calendario estelar.
En lo que atañe a la vida, a la inteligencia, al nacimiento y a la muerte de las civilizaciones, las interacciones entre la Tierra, los otros planetas y, sin duda alguna, todo el cosmos, deberían parecernos mucho más importante de lo que admite el sistema cerrado de la ciencia oficial, que se aferra religiosamente a una causalidad interna, a una evolución continua y a una dinámica simple de los «progresos» de la historia humana. La idea de que tales interacciones pudieron y pueden aún afectar a la Tierra, volver y revolver la historia humana, constituye uno de los temas de la presente obra.
Esta se propone escuchar, en la ópera terrestre, el «misterioso canto de la vuelta atrás».
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:51 |
CAPÍTULO V DOS CUENTOS DE HADAS, CON VISTAS AL FUTURO
Bibliotecas de mentiras. - Unas palabras sobre los ocultistas. - El descubrimiento de Medzamor. - Un complejo metalúrgico del tercer milenio. - La pinza Brucelles. - Hubo una prehistoria científica e industrial. - Dos ejercicios de imaginación. - Primer ejercicio: el cuento de hadas del Viento Solar. - La fábula y su moraleja. - Las justificaciones del sueño. - Segundo ejercicio: el cuento de hadas de Faetón. - Para que la Historia permanezca abierta.
Como puede verse, este libro no quiere enseñar una religión. No tenemos vocación para ello. Tampoco tenemos acceso a las ciencias secretas. Ni contamos con alfombras volantes. Sólo una alfombra pequeña para hacer gimnasia.
Por consiguiente, ninguna revelación llegada especialmente para nosotros, desde un Tibet quiera, nos autoriza a cantar:
En cierta verde isla del océano donde crece hoy en día el oscuro coral, llenos de orgullo, fausto y majestad, alzábanse los palacios de la antigua Atlantis.
Pero, como ninguna certidumbre histórica ha venido aún a prohibir a rajatabla la idea de una Humanidad desconocida, que floreció y se extinguió en un remoto pasado, podemos permitirnos los ejercicios de imaginación. A condición de presentarlos como tales. Y de realizarlos correctamente. Escogiendo bien los puntos de apoyo, respirando profundamente, tensando los músculos.
¿Queréis hacer un poco de gimnasia con nosotros?
He aquí dos ejercicios a nuestro estilo. Dos hipótesis. La primera fue sugerida por dos ingenieros americanos, amantes de la antropología-ficción: Walt y Leigh Richemond. La segunda, por un escritor soviético: Rudenko. Dos hipótesis. O, mejor dicho, dos cuentos de hadas. Llamaremos al primero, Cuento del Viento Solar. Al segundo, Cuento de Faetón.
Todas las tradiciones evocan este antiguo mundo humano y su desaparición catastrófica. Naturalmente, puede no ser más que un mito. Pero también podríamos preguntarnos si la idea de una Humanidad que crea mitos para expresar su psicología profunda, no será un mito moderno. Tal vez se trata de relatos adulterados de hechos objetivos, de realidades exteriores y concretas.
Los ocultistas, que sostienen apasionadamente que la Edad de Oro quedó atrás y que una catástrofe -de la que existe un enojoso precedente en el pasado- vendrá a castigar justamente al mundo moderno, no han dejado de facilitarnos datos. Pero sus informaciones provienen de fuentes misteriosas, tan elevadas y secretas, que nosotros, desdichados infieles, tardamos poco en desanimarnos.
Cuando el asidero del sueño está tan alto, cuesta mucho agarrarse a él... ¿O será que aquella gente tiene, por naturaleza, las piernas tan cortas que no tocan el suelo? Madame Blavatsky recibe la «revelación» de la existencia de Lemuria, donde nació «la tercera raza madre».
Sumergida Lemuria, aparece una «cuarta raza madre» en la Atlántida. Scott-Elliott, heredero de las visiones de MadameBlavatsky y de Annie Besant, describe una «civilización tolteca», la más evolucionado de la Atlántida, así como sus fuerzas cósmicas y sus astronaves. Rudolf Steiner (en la parte más discutible de una obra inmensa y con frecuencia genial) añade a la epopeya de Scott-Elliott unos detalles cuya procedencia -dice- no podría divulgar sin cometer un pecado abominable.
El coronel James Churchward afirma que un sabio hindú le envió unas tablillas escritas en la lengua del continente lemúrido, al que denomina Mú. Este militar americano inicia, a los setenta años, la redacción de cuatro obras sobre la civilización de los Grandes Antiguos, con un lujo de detalles que entusiasmará a las multitudes. ¿Cómo escribir en serio cuatro volúmenes de sueños falaces? Ingenua pregunta. En realidad, existen «monumentos de impostura y bibliotecas enteras de mentiras».
Paralelamente a los ocultistas, algunos teóricos, mezclando las leyendas, la Astronomía, la Geología, la Climatología, la Botánica, la Zoología y la Antropología, trataron de establecer el lugar y de explicar la existencia y la desaparición de una alta civilización primordial. La obra de Ignace Donnelly, Atlantis, publicada en 1882, alcanzó un éxito prodigioso.
Partiendo «de un montoncito de hechos y de una montaña de conjeturas», Donnelly sitúa el Paraíso Perdido en el lugar que ocupa el actual océano Atlántico. Los Dioses de la Antigüedad son, los Señores del continente sumergido. Como su precursor Donnelly, el psicoanalista Velikovskv, partiendo de una tesis astronómica discutible (Venus fue, al principio, un cometa desprendido de Júpiter, que rozó por dos veces la Tierra), explica el Génesis y el Éxodo, y justifica la Escritura por el recuerdo de una tremenda catástrofe física.
¿No se podrían establecer hipótesis que, sin ser menos fantásticas, prescindiesen un poco más de lo inverosímil? Vamos a intentarlo.
Desde que, en los albores de la sociedad industrial, el astrónomo Jean-Sylvain Bailly pensó que otros hombres, en tiempos muy remotos, pudieron poseer un conocimiento técnico, esta idea se ha abierto camino. No sólo en el campo de la fantasía, sino también en el de los hechos exhumados. «El hombre no esperó al siglo XX para sacar provecho de la Tierra», dice Korium Meguertchian, doctor en ciencias del Servicio Geológico armenio. Acaba de descubrir (en 1968) la fábrica más antigua del mundo en Medzamor, en el glacis armenio-soviético.
Según él, la leyenda de los sacerdotes del fuego, transmitida por los vecinos y los invasores de Medzamor, no es más que el recuerdo de los obreros de un complejo metalúrgico que data del tercer milenio. Y estos obreros,
«enguantados, cubierta la boca con un filtro protector, se parecían como hermanos a los proletarios del Creusot, de Essen o del Donetsk».
En esta ciudad metalúrgica, levantada sobre capas más antiguas, donde están enterradas instalaciones fabriles de la Prehistoria, se trataba un mineral de importación. El periodista científico Jean Vidal (Science et Vie, julio de 1969), a su regreso de la Armenia soviética, donde investigó junto a Meguertchian y sus colegas, escribe:
«Redactar la lista de los objetos encontrados sólo equivaldría, de momento, a hacer un inventario rudimentario, pues Medzamor oculta aún muchas cosas ignoradas. Pero entre estos objetos hay uno que llena de asombro a los historiadores de la metalurgia. Se trata de la pinza Brucelles, de acera, de la que se han encontrado muchos modelos en capas correspondientes a principios del primer milenio. La Brucelles, especie de pinza de depilación, permite al químico y al relojero sujetar los microobjetos que son incapaces de manipular.»
«Medzamor -prosigue- fue fundada por sabios formados en la escuela de civilizaciones anteriores, que aportaron a su edificación una suma de conocimientos adquiridos en el curso de un período oscuro e incierto, que bien merece el nombre de "prehistoria científica e industrial". Los constructores de Medzamor tuvieron por maestros a arquitectos, metalúrgicos y astrónomos del neolítico, que tenían ya una cultura científica y cuya razón había sido amasada con la misma levadura que las ciencias y las técnicas que dominaban. Incluso antes de que la Historia empezase en Sumer, el hombre vivía en una sociedad organizada, cuyas estructuras eran, en muchos aspectos, iguales que las nuestras.»
Los anteriores descubrimientos de çatal Huyuk y de Lepenski-Vir (civilizaciones urbanas de 7.000 y 5.500 años antes de nuestra Era) habían planteado ya enigmáticas interrogaciones al arqueólogo Mellaert, cuando éste encontró objetos de cobre «confitados» en las escorias del metal. Por consiguiente, aquellos hombres sabían aislar el metal del mineral y darle forma con ayuda del fuego.
Medzamor, situada a mil kilómetros de Catal Huyuk, aporta una primera revelación sobre una tecnología prehistórica, absolutamente insospechada hace diez años.
¿Asombroso comienzo, o vestigios de técnicas más avanzadas, en una civilización desconocida y enterrada por una catástrofe? Tenemos derecho a hacernos esta pregunta. Pero ésta trae otra consigo: ¿Qué catástrofe? ¿Provocada porDios, por el cielo o por los propios hombres? Esto nos conduce a nuestro primer cuento de hadas, llamado Viento Solar.
Érase una vez, hace veinte mil años, una avanzada civilización que se interesaba apasionadamente por el Sol. Cuando hubo desaparecido, como vamos a ver, los hombres, guardando de aquélla un vago recuerdo, prestaron adoración al Sol y le ofrecieron numerosos sacrificios; pero el contenido racional del interés de sus antepasados por el astro se había extinguido con éstos.
Una mirada echada sobre nosotros mismos puede darnos una idea de los titánicos trabajos emprendidos por aquellos. A excepción de cantidades relativamente pequeñas de energía producida a base de átomos, extraemos toda nuestra energía del Sol, ya sea en forma fósil (carbón, petróleo), ya en forma inmediata (energía hidroeléctrica, producto de la evaporación). Fabricamos también pilas solares, que transforman los rayos en corriente.
Y podríamos concebir una captación más extensa. Por ejemplo, tratar de utilizar la energía termonuclear por fusión de núcleos ligeros y de núcleos pesados, cosa que equivaldría a reproducir el Sol sobre la Tierra. Podríamos, en fin, intentar la captación del viento solar. Éste es un torrente de partículas descubierto en 1960 por los sabios. Se trata de átomos de materia solar que vienen a chocar con nuestro Globo.
Y se piensa que este viento es tal vez el que provoca las auroras boreales y determina la formación de la capa eléctrica de la atmósfera. Estableciendo un cortocircuito entre las capas electrizadas de la alta atmósfera y el suelo, conseguiríamos una fuente de energía prodigiosa e inagotable. ¿Cómo hacerlo? ¿Haciendo conductora la atmósfera? Esto es lo que ocurre con el rayo. Un rayo láser lo bastante intenso podría producir el fenómeno.
Hace veinte mil años, una civilización técnica y científica concibió el proyecto de domesticar el viento solar. Se construyeron, en diferentes lugares de la Tierra, monumentales aisladores en forma de pirámides. En su cima había algo parecido a un súper láser. Mucho tiempo después, estos instrumentos seguirían hurgando en la memoria confusa de las generaciones supervivientes. Los hombres construirían pirámides, sin comprender, y colocarían a veces, en la cima, piedras reverberantes, engastadas en metal.
Se intentó el experimento. Pero el poder arrancado al Sol aniquiló la ambiciosa civilización, fulminó un mundo que vio «enrollarse el cielo sobre sí mismo, como un pergamino, y teñirse la Luna como de sangre».
Los grandes aisladores se volatilizaron. En vez de ellos, se encontraría mucho más tarde, en el siglo XX de nuestra Era, en diferentes lugares de África, de Australia, de Egipto, proyecciones constituidas por vidrio sometido a una enorme temperatura y bombardeado por partículas de alta energía: las tectitas.
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De: Marti2 |
Enviado: 28/12/2013 07:52 |
¿Hubo supervivientes entre los detentadores del saber?
Tal vez algunos de ellos habían buscado refugio en profundas cavernas. O, quizás, otros se hallaban entonces de viaje por el espacio. La situación, después de la gran catástrofe, no fue sólo desastrosa geológicamente (continentes hundidos o sumergidos), sino también biológicamente. El bombardeo de la atmósfera había creado una considerable cantidad de carbono radiactivo. Al ser absorbido por los animales y por los hombres, debió de producir mutaciones y provocar la aparición de híbridos fantásticos.
Estos híbridos -centauros, sátiros, hombres-pájaros- sobrevivieron largo tiempo en el recuerdo humano, hasta los tiempos históricos de Grecia y de Egipto.
Los supervivientes expertos se enfrentaron con un problema técnico urgente: eliminar el carbono 14. Esto les condujo a organizar un gigantesco lavado de la atmósfera, mediante lluvias artificiales, mientras se esforzaban en conservar un número suficiente de seres humanos y de especies animales, que no habían sufrido mutación. Entre los métodos protectores figuró, sobre todo, la circuncisión. La hemofilia, producto de una mutación perjudicial, es transmitida por la hembra, mientras que la circuncisión tenía un valor selectivo. Y esta práctica, instituida como medida sanitaria genética, siguió efectuándose durante milenios, sin conocimiento de causa, por numerosos pueblos esparcidos por el mundo...
He aquí una pequeña tentativa para descifrar las tradiciones y explicar las cosas sin necesidad de recurrir al ocultismo. ¿Es una buena pista? No estamos muy seguros. Pero confiamos en que vendrá un hombre que, con la fe de un Schlieman y el genio sintético de un Darwin, reunirá los dispersos elementos de verdad y escribirá la historia de antes de la Historia.
Si nos decís: «Esto es una hipótesis tremenda e infantil, ¿creéis en ella?», os responderemos que no creemos en la fábula, pero sí en su moraleja.
Además, hemos escogido esta fábula, porque ilustra la manera realista-fantástica de abordar estos problemas, y apunta la dirección en que hay que buscar respuesta a muchas preguntas actuales.
Si situamos la gran catástrofe en una fecha que se remonta a veinte mil años atrás, pueden explicarse ciertas anomalías que se producen cuando se intenta establecer la antigüedad de algo por el carbono 14. Cuando se descubrió el método del carbono 14, hubo motivo para creer que la Arqueología se convertiría en una ciencia exacta. Su perfeccionamiento permitió establecer fechas de antigüedad hasta cincuenta mil años atrás.
Lo curioso es que no podemos situar ningún objeto entre los veinte mil y los veinticinco mil años, mientras que podemos hacerlo antes y después. Hasta ahora, no se ha encontrado ninguna explicación a esta anomalía. Por lo tanto, puede suponerse que, en aquel período, se produjo algún suceso que modificó la concentración del carbono 14 en la atmósfera.
Nuestra fábula sugiere un posible contenido real de las innumerables leyendas referentes a seres mitad hombre, mitad animal. Objeción: no se encuentran osamentas de esta clase. Respuesta: sí que se encuentran; pero el arqueólogo se imagina haber descubierto, en tumbas consagradas a alguna religión totémica, un hombre enterrado con un animal.
Nuestra fábula tiene la ventaja de proponer el empleo de métodos tomados de la Física para tratar de determinar la fecha de una posible gran catástrofe. Si ésta se debió a un cortocircuito en la atmósfera terrestre, semejante cortocircuito perturbó sin duda el campo magnético e incluso desplazó, quizá, los polos magnéticos. Los especialistas podrían investigar en este sentido.
Los campos de tectitas podrían ayudar a identificar los lugares en que se inició la catástrofe. El examen de la composición nuclear de las tectitas demuestra que éstas no viajaron largo tiempo por el espacio. Hay que presumir, pues, que se formaron en la Tierra o en la Luna. Su formación parece haber desarrollado una energía tan enorme que, evidentemente, uno puede negarse a admitir un origen tecnológico. Sin embargo, la catástrofe de nuestro muy hipotético relato pudo, a un mismo tiempo, crear y proyectar las tectitas alrededor del punto en que se produjo la descarga que las habría originado. Se ha podido demostrar que las tectitas habían viajado por la atmósfera a una velocidad considerable.
Esto parece demostrar, a su vez, que, o bien proceden de la Luna, o bien fueron creadas en la Tierra a consecuencia de algún acontecimiento catastrófico. Es igualmente posible que se encuentren huellas de esta catástrofe, consistentes en trayectorias formadas en ciertos minerales por el paso de partículas de alta energía. Bastaría con que los medios científicos retuviesen la hipótesis de una gran catástrofe, para que se iniciasen investigaciones de orden físico. Tal vez entonces obtendríamos informaciones capaces de trastornar nuestras ideas sobre la historia de la Humanidad.
Por último, nuestra fábula da a entender que la utilización de la mitología como base de investigaciones sobre la realidad, tal como genialmente lo comprendió Schlieman, está sólo en sus comienzos. Todos los mitos catastróficos, sobre todo aquellos en que el fuego del cielo cae sobre los hombres, y todas las leyendas que describen seres no humanos derivados del hombre, deberían ser sistemáticamente estudiados.
En esta fábula no hemos intentado una descripción de los contemporáneos de la gran catástrofe. Tal vez cierto racismo, consciente o inconsciente, influyó hasta hoy en las investigaciones sobre el origen del hombre. Esta cuestión se plantea desde la célebre tesis del jeque Anta Diop sobre « Naciones negras y cultura», encaminada a demostrar el origen negro del antiguo Egipto.
En Anterioridad de las civilizaciones negras, escribe Anta Diop:
«Los resultados de las excavaciones arqueológicas, particularmente las del doctor Leakey en África oriental, permiten situar cada vez más lejos, en la noche de los tiempos, los primeros esbozos de la Humanidad. Sin embargo, se sigue admitiendo que el homo sapiens apareció hace unos cuarenta mil años, en el paleolítico superior.
Esta primera Humanidad, que corresponde a las capas inferiores del auriñaciense, se asemeja, morfológicamente, al tipo negro de la Humanidad actual (...) Nos sentimos inclinados a admitir, con absoluta objetividad, que el primer homo sapiens fue "negroide", y que las otras razas, la blanca y la amarilla, aparecieron más tarde, debido a diferenciaciones cuyas causas físicas, escapan aún a la ciencia. (...)
Todo indica que, al principio, en la Prehistoria, en el paleolítico superior, predominaron los negros. Y siguieron predominando en los tiempos históricos, durante milenios, en el campo de la civilización, de la supremacía técnica y militar.»
Resulta, pues, que los Grandes Antiguos de nuestro Cuento del Viento Solar eran negros. ¿Vivían en una armoniosa síntesis de religión y ciencia? ¿Habían dado un sentido elevado a su destino? Cuando el Sol se abatió sobre sus cabezas inteligentes y crespas, ¿qué valor, qué fe, demostraron los mejores?
Si la Biblia conserva un eco lejano de su tragedia, fueron estos ladrones del Sol quienes pronunciaron, por primera vez, la frase sublime:
«El Señor nos lo dio; el Señor nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor.»
Pasemos ahora al Cuento de Faetón.
También éste evoca una evolución discontinua. Pero, en él, la catástrofe no es de procedencia humana.
« La llave de la puerta que nos separa de la naturaleza interior está enmohecida desde el Diluvio», diceGustav Meyrinck.
Pero, según el ucraniano Nicolai Danilovich Rudenko, no lo está por culpa nuestra. Fue un error de las Inteligencias del planeta Faetón. Y ahora, ellas ya no nos perjudican, y podemos ganar la partida.
Tuvimos otras civilizaciones, conocedoras de las ciencias y de las técnicas. Fueron destruidas por la explosión de Faetón. Pero, de hoy en adelante, estaremos libres de la amenaza de estos apocalipsis. ¿Hubo fines del mundo? Ya no los habrá más. Nuestra civilización es la buena. No es mortal. O, al menos, sólo depende de nosotros que lo sea.
En 1959, los astrónomos de Checoslovaquia pudieron determinar el origen de un meteorito que cayó en su país. El proyectil cósmico procedía, según su trayectoria, de algún lugar situado entre Marte y Júpiter. Vino a sumarse a los millares de asteroides caídos en aquellos parajes desde principios del siglo XIX. Era, según se cree, un ínfimo fragmento del planeta Faetón, que desapareció del cielo en tiempos remotos. ¿Cuándo?
Nuestro ucraniano piensa que hace unas decenas de millares de años. En cambio, la Astronomía retrasa muchísimo más el tiempo en que Faetón, según afirma el académico ruso V. G. Fesenkov, «estalló como una bomba». Si este planeta estaba habitado, ¿serán los Akpallus, extraños escafandristas de quienes nos habla el babilonio Berose (véase la parte tercera de este libro), supervivientes de aquella catástrofe, que viajaron por el espacio, visitaron la Tierra y enseñaron a los hombres, en las orillas del Golfo Pérsico, los rudimentos de su saber?
Y si fragmentos de Faetón cayeron en enormes aludes repetidas veces en el curso de los tiempos, ¿no pudieron. destruir, cada vez, florecientes civilizaciones humanas? He aquí una cosmo-historia que vendría a sustituir a la Historia. Rudenko se abandona a las delicias de este sueño en lo que él denomina Cuento de hadas cósmico. Es un libro, medio novela, medio ensayo, qué él mismo considera peligrosamente «idealista». Y, en su relato, unos estudiantes, que se han reunido para estudiar los problemas suscitados por la cosmo-historia, son detenidos por la Policía política, por la tentativa de creación de una nueva religión...
Para este soñador, como para C. S. Lewis, Júpiter es el centro biológico del sistema solar, el lugar del Universo en que la vida adquirió sus formas más completas. Los seres de Faetón ocupaban, en la jerarquía, un lugar intermedio entre los habitantes de Júpiter y los de la Tierra. Gracias a este contacto indirecto, nació entre nosotros la idea de Dios.
Pero Solón, repitiendo lo que había aprendido de los sacerdotes egipcios de Sais, nos dice:
«Faetón, hijo del Sol, no pudo dominar el carro del Sol y quemó cuanto había en la Tierra; después, pereció, víctima del fuego. Cayó envuelto en llamas sobre la Tierra.»
Y el libro maya de Chilam Balam:
«La Tierra tembló. Y cayó una lluvia de fuego y de cenizas, y de rocas. Y las aguas subieron y descargaron un terrible golpe. Y en un momento todo fue destruido.»
¿Por qué el hombre, cuya antigüedad es sin duda de varios millones de años, no construyó una elevada civilización hasta tiempos recentísimos?
Porque los restos del planeta Faetón sólo dejaron de caer hace unos cuantos miles de años. Ahora, sólo recibimos, todos los años, un poco de polvo, unas cuantas motas de barro, y quizás esta fina materia meteorítica contiene aún restos fósiles de vida, como pretenden algunos investigadores.
Tales son los últimos mensajeros fantásticos del planeta muerto, de donde vinieron los que nos moldearon, los que adoraban los «grandes cerebros de Júpiter». No hay materia muerta, ni materia viva -escribe Engels, citado por Rudenko-, sino fases en la existencia de la materia, donde nace la vida, para desaparecer y reaparecer de nuevo. Así, pues, Faetón transmitió a la Tierra la razón, que es fuente y protección de la vida, y nosotros conservamos en nuestra memoria, más vieja de lo que pensamos, recuerdos que nos hacen ligar al espectáculo de las estrellas fugaces la idea de un peligro mortal y el deseo de formular ruegos a las benévolas potencias celestes.
También hemos conservado la confusa conciencia de la presencia de vida y de inteligencia en las constelaciones. Ahora somos poseedores, como los Antiguos de Faetón, de un poder que, si se desencadenara, podría hacer estallar nuestro propio planeta.
«Escribo este cuento de hadas -dice Rudenko- para que mis hijos, Yuri, Oleg y Valeri puedan vivir, y para que nosotros no cometamos el mismo error que los seres de Faetón. Para que, dominado el fuego del cielo, no nos aniquile también la llama celeste y flotemos todos nosotros, en los milenios venideros, convertidos en polvo en la inmensidad.»
Confiamos en haber sido comprendidos. Nuestro objetivo, al dejarnos llevar por estos sueños, no es imponer al lector tal o cual teoría, siempre incompleta. «Cocinada» a medias. Culta a medias. Tratamos solamente de sugerir la posibilidad de concepciones diferentes de la historia de los hombres. Para que «haya siempre una bandera al viento en las arenas del sueño».
Y para que la Historia permanezca abierta.
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