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Libros: La Rebelio de los Brujos 4° parte
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De: Marti2 (Mensaje original) |
Enviado: 29/12/2013 01:52 |
CUARTA PARTE SOBRE ALGUNAS INTERROGACIONES ROMÁNTICAS
CAPITULO PRIMERO PEQUEÑO MANUAL DEL JUEGO DE LOS ENIGMAS
Cómo apostrofar al señor presidente. - Cómo no dejarse aprisionar por los hielos. - Cómo pasearse por los Andes. - La cuestión de la meseta de Marcahuasi. - Cómo dudar de las cronologías. - Las tablillas de Mohenjo Daro. - Cómo conjugar el futuro anterior del verbo «inventar». - La pila de Bagdad. - El mecanismo de Anti-Citera. - Un poco de metalurgia. - La increíble geoda. - Cómo hurgar con la badila del sueño.
«Caballero: usted cree en profundos misterios, porque es un aficionado. Para un arqueólogo serio, los enigmas no existen.»
Así discurría en la televisión, una noche de 1969, el presidente de la Asociación de Escritores Científicos Franceses. El no es arqueólogo. Es matemático. Pero defendía cierto concepto de la ciencia que es tradicional en nuestro país desde «el siglo de las luces». El hombre, que desciende del mono, sólo fue verdadero animal racional después de la muerte de Luis XVI. Actualmente, puede explicarlo todo, o casi todo. La persona seria es ahorrativa.
La mejor hipótesis es la que utiliza una menor cantidad de imaginación y no destruye el concepto admitido de la mecánica de las cosas. Si las ratas de Noruega van en tropel a ahogarse en las aguas del océano, es porque son miopes y toman por un río el mar en que habrán de sucumbir. ¡Ah! Esto es científico, porque nos libra de un misterio. El hecho de entusiasmarnos con la idea de que hay muchas cosas ocultas por descubrir equivale a hacerse cómplice del oscurantismo. Esta paradoja es el fundamento de cierto «racionalismo».
En él, hay más fanatismo antirreligioso que razón. En verdad, este racionalismo es un prosaísmo insensato. La seriedad hace carrera en esta insensatez. La inteligencia se aventura. El hombre serio profesa una idea de la ciencia que, al rechazar lo desconocido, desanima a la investigación. La inteligencia considera que no se puede tener una idea de la ciencia y conformarse con ella sin impedir, inmediatamente, su funcionamiento.
Si para un arqueólogo serio los enigmas no existen, ¿por qué se dedica a la Arqueología? ¡Triste oficio el suyo! ¡Que insensatez haberlo escogido y mantenerse en él! Boucher de Perthes era un aficionado. Y descubrió la Prehistoria.Schlieman era un aficionado. Y descubrió Troya. Hapgood era un aficionado. Y formuló la teoría del desplazamiento de los continentes. Hawkins era un aficionado. Y penetró el secreto de Stonehenge.
La Naturaleza, que parece carecer de ideología, desdeñó inscribirse en la liga racionalista. Todo induce a creer que escribe una historia muy complicada y más bien fantástica, para el uso de personas que son más inteligentes que serias.
Así, pues, señor presidente, ¿cree usted que conocemos todo el pasado humano? ¿Es la Arqueología, después de unos cuantos años de excavaciones, una ciencia completa y cerrada, como lo era la Física en el siglo XIX? ¿No hay la menor posibilidad de una revolución en este campo, comparable a la que produjeron, en física, la radiactividad, la relatividad y la mecánica ondulatoria? Permítanos algunas preguntas. ¿Quién las formula? ¡Bah! ¡Unos despreciables aficionados! ¿Especialistas en nada? ¡Pues sí! Especialistas en ideas generales.
Es ésta una especialidad muy desacreditada hoy en día. Tan desacreditada, que casi no nos atreveríamos a formular preguntas si no tuviésemos en cuenta esta verdad: el hombre que a veces hace muchas preguntas puede parecer imbé- cil, pero el que no hace ninguna, seguirá siéndolo toda la vida.
Primera cuestión:
Nadie sabe actualmente la causa de las glaciaciones, ni cómo pudieron los hombres sobrevivir a ellas. Se nos dice, a priori, que no pudo haber civilización alguna antes de las eras glaciales, sobre cuyas fechas, por otra parte, prosigue la discusión. Como es imposible hacer excavaciones en las regiones del Globo cubiertas actualmente por los hielos -Antártida y Groenlandia-, el interrogante permanece, al menos, abierto.
Se nos presenta a los hombres de hace quince o dieciséis mil años como solamente capaces de tallar la piedra y de conservar el fuego. Ignoraban el cultivo de los campos y la ganadería; no tenían más medios de subsistencia que la recolección de los frutos silvestres y la caza. Las glaciaciones sucesivas del período Würm III duraron, probablemente, varios milenios: desde el 13000 al 8000, aproximadamente. ¿Adónde fueron a parar, entonces, las piezas de caza y las bayas silvestres?
Sin duda, algunos pueblos pudieron trasladarse a tierras más cálidas, y otros habitaban ya, quizás, en ellas. Pero, en el punto culminante de la glaciación, cuando el frío invadió Wisconsin, Inglaterra, Francia e Italia, y los hielos sepultaron todas las regiones del Globo habitadas por las diversas razas del Paleolítico (en realidad, las únicas regiones en que encontramos sus huellas), ¿cómo pudieron sobrevivir estos pueblos?
La idea de «reservas» acude en seguida a nuestra mente, y, en especial, de reservas de trigo silvestre; pues, de una parte tales especies de trigo existieron mucho antes que la agricultura, y, de otra, el trigo conserva sus virtudes (nutritivas, entre otras) durante varios miles de años: los stocks de las tumbas egipcias nos dan una prueba de ello.
Pero ni siquiera esta idea es sencilla: presupone nociones de previsión, de anticipación. Si se acumularon reservas, esta operación tuvo que empezar siglos antes de la invasión de los hielos; es decir, hubo que profetizar la plaga.
Este razonamiento fue singularmente confirmado por un artículo publicado en el N.' 6 (1965) de la revista rusa Técnica y Juventud. Veamos los hechos: en noviembre de 1957, durante unos trabajos de excavación para la reconstrucción de Hamburgo, dirigidos por el ingeniero Hans Elieschlager, aparecieron unas piedras gigantescas semejantes a cabezas humanas.
El profesor Mattes, arqueólogo alemán, procedió a su estudio y llegó a la conclusión de que se trataba de objetos esculpidos por la mano del hombre en fecha anterior a la época glacial. Bajo la dirección del profesor Mattes, se encontraron otros en capas de arcilla que tenían, al menos, esta antigüedad. Según el profesor, no puede tratarse de un juego de la casualidad. Mattes encontró incluso figuras con doble rostro: si se las hace girar ciento veinticinco grados, la cara de hombre se transforma en cara de mujer.
El arqueólogo ruso Z. A. Abramov descubrió también piedras parecidas. El autor del artículo ruso, V. Kristly, añade:
«La clásica imagen que reproducía figuras hirsutas, envueltas en pieles de animales, de rostro simiesco, y frotando estúpidamente dos pedazos de sílex, es una pesadilla de arqueólogo clásico, que nada tiene que ver con la realidad.»
Los arqueólogos no podrán dejar de reconocer, un día, que, en el fondo, nada saben de lo ocurrido antes de la glaciación.
Y esto nos lleva a la segunda cuestión:
La cuestión de la meseta de Marcahuasi
Desde las primeras investigaciones de 1952, en la meseta peruana de Marcahuasi, a 3.600 m de altura, en el corazón del macizo de los Andes, Daniel Ruzo no ha dejado de obtener confirmaciones de la existencia en aquella meseta de un conjunto de esculturas y de monumentos que bien podría ser el primero y más importante del mundo.
Este descubrimiento no se debió a la casualidad. Ya en 1925, Daniel Ruzo había llegado a la conclusión de que habían de existir vestigios de una antiquísima cultura qué se extendió por la América Central y la América del Sur, principalmente entre los dos trópicos. El estudio de la Biblia y de las tradiciones y leyendas de la Humanidad, y el análisis de los relatos de los cronistas españoles de la Conquista, le habían llevado a esta convicción.
En 1952, al enterarse de la existencia de una roca excepcional en la meseta de Marcahuasi, organizó una expedición y pudo ver que se trataba, no de una piedra aislada, sino de un conjunto de monumentos y esculturas distribuido en una superficie de tres kilómetros cuadrados. Después, daría el nombre de «Masma» al presunto pueblo de escultores, En efecto, desde tiempo inmemorial se conocen con este nombre un valle y una población de la región central del Perú, donde habitaron los huancas hasta la llegada de los españoles.
Lo primero que chocó a Ruzo fue la existencia de un sistema hidrográfico artificial, destinado a recoger el agua de las lluvias y distribuirla por toda la región circundante durante los seis meses de sequía. De doce antiguos lagos artificiales, sólo dos continúan en estado de servicio, pues los diques de los otros fueron destruidos por la acción del tiempo.
Unos canales servían para conducir el agua hasta 1.500 metros más abajo, irrigando de este modo los vastos campos agrícolas escalonados entre la meseta y el valle. Hoy podemos ver aún un canal subterráneo que termina en una abertura, a media altura de la meseta. Estos vestigios atestiguan la prosperidad de una región aislada que debía de alimentar a una población muy numerosa.
Para la defensa de este centro hidrográfico vital y de esta rica comarca, toda la meseta había sido convertida en fortaleza. En un punto, dos enormes rocas fueron profundamente ahuecadas en su base, a fin de hacer imposible la escalada directa, y, por su parte de atrás, fueron enlazadas con un muro de grandes piedras. Nos encontramos frente a una inmensa fortificación, cuya técnica revela la experiencia militar de sus constructores.
Encontramos restos de caminos cubiertos y bien protegidos, e incluso, en ciertos lugares, fortines cuyos techos han desaparecido. Podemos ver también las grandes piedras que formaban el muro, y la columna central que sostenía el techo. En todos los puntos que dominan los tres valles, podemos ver aún los puestos de observación para los centinelas. En algunos de ellos, afloran del suelo una especie de grandes dientes de piedra, que nos hacen pensar en antiguas máquinas de guerra concebidas para arrojar bloques de piedra sobre los asaltantes.
Poco a poco, Daniel Ruzo descubrió, en el recinto fortificado, una importante cantidad de esculturas, de monumentos y de tumbas. Los cuatro centros más interesantes, cada uno de los cuáles está dominado por un altar monumental, aparecen situados en los cuatro puntos cardinales.
Los altares levantados al Este, están orientados hacia Levante. Frente a ellos, hay un campo lo bastante vasto para contener un ejército o la población entera de la comarca; cerca de allí, una pequeña colina fue modificada para que pareciese, si se la mira desde un ángulo determinado, un rey o un sacerdote, sentado en un trono, con las manos juntas y rezando.
Hacia el Sur, a una altura de unos 50 ó 60 metros, se levantan, por todos lados, figuras esculpidas. Un altar, orientado hacia el Este, sobresale 15 metros del nivel del llano circundante. Partiendo de su base, y descendiendo hasta el llano, hay una pendiente de superficie lisa, que parece haberse realizado con alguna especie de cemento.
Esta pendiente, parecida a la de los otros altares, está cruzada por unas rayas que permiten conjeturar que el revestimiento se efectuó por partes, para prevenir los efectos de la dilatación. El cemento, que imita la textura de la roca natural expuesta a los elementos, parece revestir también ciertas figuras. Al levantar una primera capa de este material, los investigadores descubrieron que, inmediatamente debajo de ella, había unos botones redondos y salientes, que parecen haber sido colocados al objeto de impedir el deslizamiento de aquella capa durante el tiempo necesario para su endurecimiento.
Dos esculturas, a cierta distancia una de otra, representan la Diosa Thueris, protectora de las parturientas en Egipto. Era la Diosa de la fecundidad y de la perpetuación de la vida. Su aspecto es muy original: un hipopótamo hembra, de pie sobre las patas traseras y con una especie de casco redondo en la cabeza.
Con su morro prominente, su panza enorme y el signo de la vida en la mano derecha, es imposible que esta figura convencional fuese reproducida por casualidad en Marcahuasi. Después del descubrimiento de varias figuras parecidas a esculturas egipcias, una de ellas a medio ejecutar, Daniel Ruzo opina que se puede considerar la posibilidad de antiquísimos contactos entre las dos culturas.
En el borde oeste de la meseta, a unos cien metros del abismo, un conjunto de enormes rocas forma un altar orientado hacia Poniente. Se llama a este lugar «las mayoralas», nombre moderno que se aplica a las jóvenes que cantan y bailan, siguiendo la tradición, en las fiestas rituales que se celebran durante la primera semana de octubre. El nombre antiguo de este grupo de cantoras era «Taquet», y también se aplica a la masa rocosa. Sin duda alguna, se trata de un altar construido con vistas a cánticos religiosos y dispuesto en forma de concha acústica con objeto de amplificar el sonido.
La fiesta comienza cerca de San Pedro de Casta, en la carretera que sube a la meseta, y en un lugar llamado Chushua, a los pies de un gran animal de piedra, parecido a los animales fabulosos creados por la imaginación de los artistas asiáticos: el huanca Malco. Siguiendo la tradición, los hombres solos, una noche de primeros de octubre, antes de que empiece la estación de las lluvias, celebran la primera ceremonia alrededor de la escultura, inaugurando la semana de fiestas en honor de Huarí.
Las otras fiestas se celebran, con el concurso de las mujeres y de las cantantes, en los alrededores y en el recinto de la ciudad. Estas festividades son testimonio, incluso hoy en día, de la asombrosa vitalidad de los sentimientos religiosos de la antigua raza, conservada a través de los siglos, a pesar de las encarnizadas persecuciones y del olvido de la fuente religiosa original.
En el extremo norte de la meseta, dos enormes sapos aparecen sentados sobre un altar semicircular orientado hacia el Oeste. Una vez al año, en el solsticio de junio, los sacerdotes veían elevarse el Sol exactamente sobre la figura central.
Este altar pertenece a un conjunto casi circular de monumentos que tienen en su centro un mausoleo, en muy mal estado, pero en el cual un centenar de fotografías, tomadas en diferentes épocas del año, revelaron la estatua de un hombre yaciente, viejo, velado por dos mujeres, y de algunas figuras de animales, que tal vez representan los cuatro elementos de la Naturaleza.
La proyección directa, en la pantalla, del negativo de una de estas fotografías, hizo aparecer una segunda figura. Vemos, en el sitio donde se encuentra la cabeza del primer personaje, el rostro esculpido de un hombre joven, con los cabellos caídos sobre la frente, que nos contempla con noble y orgullosa expresión. ¿Cómo explicar este misterio escultórico, que solamente descubre la fotografía?
El monumento más importante, por la perfección del trabajo, es una doble roca de una altura de más de 25 metros. Cada una de sus partes parece representar una cabeza humana. En realidad, hay al menos 14 cabezas de hombre esculpidas, que representan cuatro razas diferentes.
Su nombre más antiguo es «Peca Gasha» (la cabeza del colador). Hoy la llaman, en la comarca, «La cabeza del inca». Como no se parece en nada a la cabeza de un inca, es probable que le diesen este nombre para situarla en los tiempos «más antiguos».
Considerando los relatos de los cronistas españoles de la Conquista, y de acuerdo con sus observaciones personales, podemos afirmar:
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Que las esculturas antropomórficas y zoomórficas de piedra existieron en diferentes regiones del Perú, y que el inca Yupanqui tuvo conocimiento de esas esculturas.
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Que estas esculturas fueron atribuidas a hombres blancos y barbudos, pertenecientes a una raza legendaria.
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Que los huancas, que cuando llegaron los españoles habitaban toda la región central del Perú, donde se encuentran Marcahuasi y Masma, fueron siempre considerados como los obreros más hábiles del Imperio inca para los trabajos en piedra.
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Que esta antigua raza de escultores había dejado inscripciones. En Marcahuasi, dos rocas, desgraciadamente estropeadas por los años, parecen caber estado cubiertas de inscripciones.
Existen también «petrografías» diferentes de las ya conocidas: gracias a una hábil combinación de incisiones y relieves, el escultor ejecutó imágenes que deben ser contempladas desde un cierto ángulo; a veces, el efecto se consigue cuando la luz del sol incide en determinado ángulo; otra, las figuras sólo se manifiestan al mediodía.
El estudio de estas imágenes es muy difícil. Para captarlas bien, conviene fotografiarlas en diversas épocas del año. Entonces percibimos estropeadas reproducciones de estrellas de cinco y seis puntas, círculos, triángulos y rectángulos.
La inscripción más notable está situada en el cuello y la base del mentón de la figura principal de la «Cabeza del inca». Imaginaos unas líneas dobles y hechas con puntitos negros, grabados en la roca de manera indeleble. Parece casi increíble que estos puntos hayan podido desafiar el tiempo; quizá fueron grabados en profundidad. La inscripción reproduce la parte central de un tablero de ajedrez. Una cuadrícula análoga a la que los egipcios grababan sobre la cabeza de sus Dioses.
Lo mismo que las inscripciones, los recuerdos del pasado se han ido borrando poco a poco. La idea corriente, en la región, es que la meseta es un lugar hechizado. Se dice que hubo un tiempo en que los mejores hechiceros y curanderos se reunían allí, y que cada una de las rocas representa a uno de ellos. Si algunas figuras pueden ser reproducidas fotográficamente, la mayoría tienen que ser observadas sobre el terreno, en ciertas condiciones de luz y por escultores o personas familiarizadas con este trabajo.
Las esculturas sólo parecen perfectas cuando se miran desde un ángulo dado, partiendo de puntos bien determinados; fuera de éstos, cambian, desaparecen o se convierten en otras figuras, que tienen también sus ángulos de observación. Estos «puntos de visión» aparecen casi siempre indicados por una piedra o una construcción relativamente importante.
Para la ejecución de estos trabajos, hubo que apelar a todos los recursos de la escultura, del bajorrelieve, del grabado y de la utilización de las luces y las sombras. Algunos son visibles solamente durante ciertas horas del día, ya en cualquier día del año, ya únicamente en uno de los solsticios, si requieren un ángulo extremo del sol. Otros, por el contrario, sólo pueden apreciarse durante el crepúsculo, cuando ningún rayo de sol incide sobre ellos.
Muchos están relacionados entre sí y con los «puntos de visión» correspondientes, permitiendo trazar líneas rectas que reúnan tres puntos importantes, o más. Si prolongásemos algunas de estas líneas, señalarían, aproximadamente, las posiciones extremas de declinación del sol.
Las figuras son antropomorfas o zoomorfas. Las primeras representan, al menos, cuatro razas humanas y, entre éstas, la raza negra. La mayoría de las cabezas están descubiertas, pero algunas de ellas aparecen tocadas con un casco de guerrero o con un sombrero.
Las figuras zoomorfas ofrecen una extraordinaria variedad. Hay animales originarios de la región, como el cóndor y el sapo; animales americanos, tortugas y monos, que no podían vivir a tanta altura; especies -vacas y caballos- que trajeron los españoles; animales que no existían en el continente -y tampoco en los tiempos prehistóricos-, como el elefante, el león de África y el camello; y una gran cantidad de figuras o cabezas de perro, tótem de los huancas, incluso en la época de la Conquista.
Los escultores realizaron también sus figuras utilizando juegos de sombras, que pueden apreciarse sobre todo durante los meses de junio y diciembre, cuando el sol envía sus rayos desde los puntos extremos de su declinación. También aprovecharon las sombras cincelando cavidades en la roca, a fin de que los bordes de éstas proyectaran siluetas exactas en cierto momento del año, para formar o completar una figura.
Todo esto induce a creer en la existencia de una raza de escultores en el Perú, que hizo de Marcahuasi su más importante centro religioso y que, por esta razón, lo decoró profusamente. Podríamos comparar esta raza de escultores con los artistas prehistóricos que decoraron, con pinturas murales, las cavernas de Europa. Encontramos, además, «petrografías» obtenidas con el empleo de barnices indelebles: rojos, negros, amarillos y castaños, parecidas a otras que se descubrieron en el departamento de Lima, pero menos antiguas que las grandes esculturas.
Existe un parentesco muy próximo entre las esculturas de Marcahuasi y las que sirven de decoración, en muy gran número, a la pequeña isla de Pascua: la técnica escultórica es la misma; los escultores representan las cabezas sin ojos, tallando las cejas de manera que produzcan una sombra que, en un momento dado del año, dibuja el ojo en la cavidad.
Estas obras, de tipo extraordinariamente arcaico, parecen haber sido concebidas por una mentalidad humana intermedia entre la de los paleolíticos o mesolíticos antiguos -cuyo último vestigio está constituido por los australianos- y la tan conocida de los grandes imperios, cuyos rasgos más esenciales son la talla de las piedras, la geometría, la aritmética de posición, con inclusión del cero, y la construcción de las Pirámides.
Al parecer, Marcahuasi, más que centro de lugares habitados, fue lugar de reunión de los hijos de un mismo clan. El conjunto de monumentos y esculturas, en los tres kilómetros cuadrados de la meseta, constituye una obra sagrada, como las alineaciones de Carnac o las grutas de las Eysies.
Cuatro mil fotos en negro y en colores, estudios químicos sobre la piedra, comparaciones con los bajorrelieves descubiertos en Egipto y en el Brasil, demuestran que la escultura de la meseta de Marcahuasi es, quizá, la más antigua del mundo, más antigua que la de Egipto, más antigua que la de Sumer.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:53 |
¿Qué pasó en América del Sur, entre este período y la llegada de los españoles?
La tercera cuestión se refiere, pues, a los métodos de establecimiento de las cronologías.
Los arqueólogos, cuando se les habla de América del Sur, se vuelven agresivos y cortan el diálogo, después de algunos improperios contra la «superstición», la «mentalidad prelógica», etcétera.
En cambio, los etnólogos suelen mostrarse más corteses. Por ejemplo, el profesor danés Kaj Birket-Smith, doctor en ciencias de las universidades de Pensilvania, Oslo y Basilea. Su libro The Path of Culture, traducido del danés por Karin Fennow, fue publicado por la Universidad de Wisconsin en 1965. En él encontramos, con referencia a las civilizaciones sudamericanas, la frase siguiente:
«Al parecer, nos enfrentamos con un enigma sin solución, y hay que confesar que todavía no se ha encontrado la respuesta definitiva.»
Tanto si suponemos que América del Sur fue colonizada por hombres procedentes de Polinesia, de una misteriosa Atlántida o incluso de Creta (esta última tesis se defiende en la obra de Honoré Champion, El Dios blanco precolombino), como si partimos, por el contrario, de la hipótesis de una cultura autóctona, se multiplican los enigmas y se acumulan las contradicciones.
Consideremos la ciudad de Tiahuanaco, en Bolivia. Comparemos dos cronologías relativas a esta ciudad: la de los arqueológicos clásicos y la de los arqueólogos románticos.
Cronología clásica:
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9.000 años antes de J. C.: Hombres bastante parecidos a los indios de nuestros días cazan animales actualmente desaparecidos en América del Sur.
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3.000 años antes de J. C.: Estos mismos hombres descubren la agricultura.
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1.200 años antes de J. C.: Nace la técnica, particularmente con la invención de la cerámica.
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800 años antes de J. C.: Aparición del maíz, como base de la alimentación.
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Entre 700 años antes de J. C. y 100 después de J. C.: Tres civilizaciones aparecen y se derrumban.
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100 a 1.000 años después de J. C.: Aparición de importantes civilizaciones y construcción de la ciudad ciclópea de Tiahuanaco.
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1.000 a 1.200 años después de J. C.: Una laguna, en la que, bruscamente, no se encuentra ningún objeto, sin que ninguna tradición pueda ilustrarnos sobre lo ocurrido. La civilización más antigua durante este período, y cuya fecha no puede establecerse, es la de Chanapata.
Alfred Métraux, arqueólogo cuya seriedad no ofrece dudas, escribirá acerca de ellas:
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«Una cosa permanece cierta: entre esta civilización arcaica y la de los incas, cuya iniciación se sitúa alrededor del año 1.200 de nuestra Era, hay una solución de continuidad. Nada permite aún llenar este vacío».
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1.200 a 1.400 años después de J. C.: ¡Una serie de emperadores incas, que no sabemos si realmente existieron! Prudentemente, los arqueólogos serios los califican de semilegendarios.
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1492 después de J. C.: Descubrimiento de América.
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1532: Destrucción del Imperio inca por la invasión española.
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1583: Por decisión del Concilio de Lima, se quema la mayoría de las cuerdas con nudos, o quipus, en las que los incas habían registrado su historia y la de las civilizaciones anteriores. El pretexto de la quema fue que se trataba de instrumentos diabólicos. Así desaparece la última oportunidad de saber la verdad sobre el pasado del Perú. En la actualidad, todo lo que pueden hacer, tanto los clásicos como los románticos, es formular hipótesis.
Veamos ahora la cronología romántica:
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50.000 años antes de J. C.: En la meseta de Marcahuasi, nace la civilización masma, la más antigua de la Tierra.
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30.000 años antes de J. C.: Fundación del Imperio megalítico de Tiahuanaco.
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De 10.000 años antes de J. C. a 1.000 años después de J. C.: Cinco grandes imperios, separados por catástrofes sucesivas.
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1.200 años después de J. C.: Mánco-Cápac funda el Imperio inca. A partir de aquí, la cronología romántica coincide con la clásica.
Para el profano, los argumentos sobre los que se fundan ambas cronologías parecen igualmente buenos. ¿Se puede resolver el debate, recurriendo a uno de los métodos físicos de fijación de antigüedad: radio-carbono, termoluminiscencia, relación argón-potasio, etc.? ¡Ay! Todos estos métodos son discutibles en su principio y delicados en su aplicación. En particular, el radio-carbono.
La teoría de la determinación de la antigüedad de los objetos por el radio-carbono es muy simple. La atmósfera de la Tierra es constantemente bombardeada por rayos cósmicos que vienen del espacio. Por efecto de estos bombardeos, una parte del ázoe de la atmósfera se transforma en carbono. Pero este carbono es pesado, con un peso atómico de 14, y radiactivo.
Este carbono radiactivo forma, con el oxígeno, un gas carbónico radiactivo que es absorbido por las plantas. Las plantas a su vez, son comidas por los animales, y en definitiva, todo organismo vivo contiene cierta proporción de carbono 14. Cuando el organismo muere, cesan los intercambios con el exterior. El carbono 14, presente en el momento de la muerte, se desintegra con una periodicidad de 5.600 años, es decir, que, en este tiempo, el objeto pierde la mitad de los átomos de carbono 14 que tenía.
Al cabo de otros 5.600 años, sólo quedará la mitad de esta mitad, o sea la cuarta parte de los átomos de origen. Y así sucesivamente... Con instrumentos de precisión, se pueden contar los átomos que quedan y determinar así la fecha en que un animal fue muerto, o en que un árbol fue cortado para hacer carbón vegetal, o en que una momia fue depositada en su féretro.
Tal es la teoría. Esta presupone que la radiación cósmica es igual en todas las épocas y en todos los países, que la muestra utilizada no ha sido contaminada por microbios u hongos recientes, que no hubo realmente ningún intercambio con el medio exterior. En la práctica, jamás concurren todas estas condiciones.
Particularmente en el Perú, ciertos fenómenos aún mal conocidos y que tal vez se deben a la altura o a la radiactividad local, alteran los datos obtenidos por el radio-carbono, hasta el punto de que el arqueólogo clásico J. Alden Mason, en su libro sobre las antiguas civilizaciones del Perú, escribió:
«De un modo general, si la fecha obtenida por medio del radio-carbono parece completamente ilógica al arqueólogo experto, y si no concuerda con los datos adyacentes, aquél tiene perfecto derecho a no aceptarla y a insistir en que se efectúen comprobaciones por otros métodos:»
Esto quiere decir que no se puede contar con el radio-carbono para solventar definitivamente el misterio peruano, y que está justificado el aceptar la cronología romántica, cuando ésta se funda en la experiencia. En lo que atañe a la meseta de Marcahuasi, Daniel Ruzo hizo algunas pruebas de envejecimiento con pedazos de granito virgen expuestos al clima de la meseta. De este modo obtuvo una fecha del orden de 50.000 años. Pero convendría observar, además, la decoloración del granito, y no a simple vista, sino con la ayuda de células fotoeléctricas.
En términos generales, la tendencia actual es aceptar el carbono 14 como medio de comprobación de una fecha ya establecida, pero no fiarse excesivamente de él cuando no hay otro recurso. Lo propio puede decirse, de momento, de los demás métodos físicos.
Por último, la cuarta cuestión se referirá, naturalmente, a la presencia de enigmáticos recuerdos y vestigios de tecnología avanzada.
H. P. Lovecraft escribió:
«Los teósofos y, de una manera general, las personas que se fundan en la tradición india, hablan de dilatadísimos períodos de tiempos pasados, en términos que helarían la sangre si no se anunciase todo con un edulcorado optimismo. Pero, ¿qué sabemos en realidad?»
Una de las obras más recientes y más serias en este campo se debe a un hombre de mentalidad universal, matemático, geneticista, numismático y arqueólogo: The Culture and Civilisation of Ancient India in Historical Outline, de D. D. Kosambi («Routledge and Kegan Paul», Londres).
¿Es la India una tierra fuera de la Historia?
Hay pocas huellas de la historia primitiva india, ningún hito en un pasado que se extiende a decenas de milenios.
Nadie ha podido descifrar aún una misteriosa escritura surgida hace cinco mil años, en el valle del Indo, alrededor de Mohenjo Daro. Lo único que sabemos con certeza es que no hay rasgos comunes entre esta lengua del Indo y las lenguas indoeuropeas que habían de sucederle.
Hace varios años, dos estudiantes finlandeses, uno de filología y el otro de asiriología, los hermanos Parpola, en colaboración con un joven estadístico, Seppo Koskenniemi, se empeñaron en descifrar esta lengua, que parece intermedia entre el sistema chino de los ideogramas y el sistema silábico de nuestras lenguas. El descifrado, que se apoya en la hipótesis de una posible relación con las raíces dravídicas, no ha dado todavía resultados satisfactorios, y las tablillas siguen sin «hablar».
En estas tablillas, un pueblo desconocido, reunido alrededor de Mohenjo Daro, en el tercer milenio antes de J. C., fijó sus enigmáticos recuerdos. Durante algunos siglos, o más, resplandeció allí una civilización que no puede compararse con la de Sumer y la de Egipto.
Después, se produjo la ruina. Una sociedad, sin duda fosilizada, se derrumba, se extingue bruscamente. ¿Inundaciones? ¿Invasiones? No lo sabemos. Y las tablillas-jeroglíficos se encuentran en las ruinas de todas las casas.
¿Cuánto tiempo tardó en florecer esta civilización de Mohenjo Daro, para agostarse después, sin ofrecer la menor resistencia a lo que la destruyó de golpe?
Posiblemente, durante el período de decadencia de Mohenjo Daro llegaron unos invasores, que incendiaron la ciudad y dieron muerte a sus habitantes. Estos invasores no dejaron el menor rastro en la Historia. Se ha pensado que algunas leyendas de los Vedas pueden referirse a ellos, pero no puede saberse con seguridad.
El profesor Kosambi definió a estos invasores como los primeros arios, pero él mismo reconoce que su punto de vista es discutible. Trata de identificar Mohenjo Daro con la ciudad de Narmini, descrita en el Rig Veda, pero confiesa que esto no es más que una hipótesis. En términos generales, admite de los Vedas lo que le parece técnicamente realizable en aquella época y rechaza todo lo demás, a pesar de los textos que describen con precisión unos aparatos voladores.
Falta saber si, con este método, no deja a un lado cierto número de cuestiones fantásticas y juiciosas. El autor considera simplemente a los arios como nómadas que asesinan a cuantos ven y destruyen todas las culturas con que se tropiezan. En las guerras descritas en los Vedas, considera mitológicas todas aquellas en que se habla de armas superiores.
Es, evidentemente, un punto de vista «serio». Sin embargo, también parece muy simplista. Si negamos a priori, como legendario, todo lo que se refiere a una tecnología superior a la media de la época, nos hallamos sin duda con un hermoso folklore, de una parte, y con una historia clara y vulgar, de otra.
La abundante -y en parte delirante- literatura surgida de El retorno de los brujos familiarizó al lector con los ecos de visitas extraterrestres en los antiguos textos sagrados, entre los que se encuentran precisamente los Vedas. Pero todavía no se ha hecho un análisis sistemático del conjunto de las tradiciones orales y escritas que guardan relación con este tema. Pero no es éste el único enigma que hay que resolver.
Si el hombre es más antiguo de lo que se creía hace veinte años; si hay que poner en tela de juicio la idea de una evolución lenta y progresiva; si la imagen del imbécil con cara de mono, frotando sus piedras de sílex, es una «pesadilla de arqueólogo clásico», el cliché de una tecnología que balbucea durante veinticinco mil años para alzarse bruscamente hace dos siglos y batir todas las marcas de velocidad, debe ser un delirio de orgullo del propio arqueólogo, decididamente neurótico.
La economía de las hipótesis debería implicar la hipótesis de tecnologías avanzadas en civilizaciones anteriores a la Historia. Esta hipótesis puede ser más digna del estudio experimental que la de la «magia primitiva», fruto de una interpretación subjetiva y literaria. Sin embargo, dice el arqueólogo clásico, si existieron técnicas avanzadas en el pasado, ¿por qué no dejaron huellas? Pues bien: sí que dejaron huellas. Y tal vez encontraríamos más, sí las mentes estuviesen dispuestas a buscarlas.
En 1930, un ingeniero alemán, que había venido a reparar el alcantarillado de Bagdad, encontró en los sótanos del museo de esta ciudad una caja que contenía «diversos objetos de culto» no clasificados. De este modo descubrió Wilhelm Kóning una pila eléctrica de dos mil años de antigüedad. John Campbell, en 1938, dio cierta publicidad a este asunto en su revista Analog, y entonces la Universidad de Pensilvania adquirió el extraño y pequeño objeto (su altura es de quince centímetros) y confirmó seguidamente que se trataba, en efecto, de una pila a base de hierro, cobre, un electrólito y asfalto como aislante.
¿Una técnica olvidada, o desechada inmediatamente después de su descubrimiento? ¿Un procedimiento de doradura empleado en los templos y desdeñado después? ¿Un instrumento de los sacerdotes para «hacer milagros»? ¿O un vestigio de conocimientos y prácticas anteriores a los hombres de hace dos mil años y que éstos echaron a la basura, por ignorancia e incapacidad?
Parece que, en 1967, se hicieron otros descubrimientos en el mismo museo de Bagdad. Esperamos información.
En 1901, ante la costa de la isla de Anti-Citera, del archipiélago griego, es sacada del mar un ánfora del siglo II antes de J. C. El ánfora está sellada. Se advierte que contiene un objeto metálico bastante grande y completamente oxidado. En 1946, y con objeto de recuperar materiales abandonados en los campos de batalla, se perfecciona un nuevo procedimiento de recuperación de objetos oxidados.
En 1960, un profesor de Oxford, Dereck de Solla Price, concibe la idea de emplear este procedimiento para descubrir la naturaleza del herrumbroso objeto contenido en el ánfora de Anti-Citera. Al ser ésta desoxidada y reconstituida, se observa que se trata de una aparato especial de bronce, destinado a calcular la posición de los planetas del sistema solar. No se puede fijar la fecha de este bronce.
El barco griego que se hundió hace dos mil años, ¿transportaba en esta ánfora una máquina muy antigua, cuya utilidad ignoraban? En su obra La ciencia después de Babilonia, Dereck de Solía Price considera que hay «algo espantoso» en este descubrimiento, y pide una revisión de la arqueología.
El doctor Berasoe (trabajos citados por el profesor Kaj Birket-Smith) descubrió, en 1965, una técnica de doradura, desconocida en la actualidad y que se utilizó en el Ecuador alrededor del año 1000 y hasta la llegada de los españoles. Se recubría el objeto que había que dorar con una aleación fácilmente fundible de cobre y oro. Después, se martilleaba y se calentaba. El cobre se transformaba en un óxido que se disolvía en un ácido vegetal, la savia del árbol Oxalis Pubescens. Y quedaba la capa de oro.
Esta técnica, que hubiese podido patentarse en 1965, es más sencilla que el método por amalgama o por electrólisis. ¿Por qué no pensar que ciertas realizaciones que a priori consideramos imposibles en el pasado, pudieron efectuarse a base de procedimientos que ignoramos? ¿Es nuestra tecnología la única eficaz? La Naturaleza, que, sin tomar partido, entrega sus secretos tanto al marxista como al capitalista, pudo muy bien favorecer al pasado «prelógico», lo mismo que a nuestro presente progresista. ¿Debemos decir, para rechazar esta turbadora hipótesis, que tales descubrimientos tecnológicos fueron producto de la casualidad?
En el caso de la doradura, se trata de un procedimiento complejo, con cuatro fases sucesivas de operación. Entonces, para rechazarla de otro modo, ¿habremos de apelar a bruscas inspiraciones, conseguidas en estado de éxtasis? Otro ejemplo: Robert von Heine-Geldern comprobó que las técnicas de fundición del bronce empleadas en el Perú y en Tonquín 2.000 años antes de J. C., se parecen hasta tal punto que no puede tratarse de una mera coincidencia.
Presume que estas técnicas pudieron llevarlas ciertos viajeros desde Tonquín al Perú. Pero nos gustaría saber cómo se desplazaban estos viajeros, y por qué llevaban consigo un manual de metalurgia. La economía de las hipótesis nos inclinaría a imaginar una fuente común. Interrogantes, interrogantes... Pero aún los hay más turbadores o estrafalarios.
El 13 de febrero de 1961, en California, a unos diez kilómetros al norte de Olancha, Mike Mikesell, Wallace y Virginia Maxey se dedicaban a recoger geodas. Las geodas son piedras esféricas u ovoides, huecas y con el interior recubierto de cristales. Las recogían para su tienda de piedras raras y de regalos. A veces, las geodas contenían piedras finas, que vendían también.
Recogieron una piedra que tomaron por una geoda, a pesar de que presentaba vestigios de conchas fósiles. Al día siguiente, cortaron la falsa geoda en dos, por medio de su sierra diamantina. La piedra no era hueca. Lo que obtuvieron fue la sección de un material de porcelana o de cerámica, extraordinariamente duro, con una brillante espiga metálica de dos milímetros en su centro.
Varios miembros de la Sociedad Charles Fort, investigadores de hechos extraños y amantes de lo insólito, examinaron con rayos Y aquel conjunto (cerámica, cobre, espiga metálica) que hace pensar en un vestigio de equipo eléctrico. Los propietarios de la «geoda» misteriosa acaban de ponerla a la venta por un precio de 25.000 dólares. Si este objeto no está, según parece, envuelto en una concreción lodosa, sino en una capa sedimentaria, nos hallamos en presencia de un formidable enigma.
Evidentemente, no referimos esta historia con la intención de desencadenar una revolución en arqueología. Queremos indicar, sencillamente, que son innumerables los interrogantes de esta índole a los que no se ha dado respuesta definitivamente satisfactoria. Pero, el día menos pensado, cualquier «hecho maligno puede venir a desacreditar para siempre una deliciosa generalización», según escribió Huxley, y la historia de los hombres se nos aparecerá bajo una nueva luz.
Sabemos muy bien nosotros, los pobres y curiosos aficionados, que conviene soñar sin dejar que los sueños se apoderen del mando. Pero los sueños están permitidos. E incluso podría ser que fuesen altamente recomendables para hurgar en el pasado. Es el arma principal de combate contra la profunda oscuridad de los tiempos sumergidos.
Y el combate contra el tiempo es la única actividad digna del hombre que siente, que sabe que hay algo eterno dentro de él.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:54 |
CAPÍTULO II UN ESTADÍSTICO DE LAS CAVERNAS
Cuando los turistas gastrónomos observan un religioso silencio. - La Prehistoria, desde Boucher de Perthes hasta el abate Breuil. - El estupor de Altamira. - La explicación por la caza mágica. Un etnólogo que hace mecanografía. - Un repertorio estadístico de signos. - El simbolismo masculino y femenino. - La topografía de las cavernas. - Una catedral-matriz. - El extraño pudor. - Donde Leroi-Gourhan descubre a unos metafísicos.
Cuando, después de un suculento almuerzo perigordino en cualquier restaurante de Montignae o de las Eyzies, el turista sube de nuevo a su coche para ir a Lascaux, suele obedecer al rito de las etapas gastronómicas, más que a una verdadera curiosidad: no se pasa por Montignac sin visitar Lascaux. Hay que haber visto Lascaux. Se llega, pues, a la famosa pradera, y se desciende, charlando, la corta escalera que lleva a la rotonda.
De momento, sólo el suelo aparece iluminado. Durante unos minutos, los visitantes se apretujan alrededor del guía. Como no se ve nada, siguen charlando. Después se enciende la luz, y las pinturas surgen de la sombra, rojas y negras, sobre la admirable blancura de la pared.
Y entonces se repite, una vez más, como siempre, la misma extraordinaria escena. Hombres y mujeres, hijos del siglo xx, que, en su inmensa mayoría, no saben nada de Prehistoria, y para quienes las palabras paleolítico, magdaleniense y parietal no tienen ningún sentido, se sienten, sin excepción, embargados por un estupor sagrado. Se hace un profundo silencio. El grupo, sometido aún a los efectos de la trufa y el foie-gras, siente el peso formidable de la presencia de unos hombres que, hace 150 ó 200 siglos, vinieron aquí a expresar por medio de la pintura las más altas aspiraciones de su espíritu y de su corazón.
Una vez terminada la visita, el silencio se prolongará durante mucho rato. ¿Qué significan estas pinturas extraordinarias? ¿A qué ideas obedecieron sus autores? Con frecuencia, la visita a Lascaux despierta una sed de saber insospechada unos momentos antes. Los libreros de Montignac lo saben muy bien, pues venden mucho más después de la visita que antes de ésta.
El hecho de que Lascaux mereciese, por la belleza de sus pinturas, el nombre de «Capilla Sixtina de la Prehistoria» (y, a decir verdad, no sabemos cuál de estos dos lugares deben sentirse más alabado), y de que esta Capilla Sixtina fuese pintada hace tantísimo tiempo, plantea a toda mente reflexiva un problema de tal envergadura, que se conciben muy bien las pasiones en medio de las cuales se ha desarrollado la ciencia prehistórica.
Boucher de Perthes luchó treinta años para hacer admitir la existencia del hombre fósil: desde 1828 hasta 1859. Parece que la terquedad de estas luchas de ideas, y con frecuencia de personas, ha perseguido a la Prehistoria hasta nuestros días, como un pecado original. Aunque los descubrimientos se sucedieron sin interrupción desde la época en que Boucher de Perthes recogió, cerca de Abbeville, las primeras hachas de piedra tallada, identificándolas por lo que eran en realidad, la ciencia de la Prehistoria no había conseguido nunca, hasta hoy, actualizar los métodos de una ciencia rigurosamente objetiva e impersonal, salvo en un aspecto concreto, el del contexto estratigráfico.
Cuando un prehistoriador descubre un objeto enterrado describe los otros objetos encontrados al mismo nivel (a la misma profundidad) que aquél, y, sobre todo, los restos fósiles, osamentas y vestigios diversos de seres vivos, animales y vegetales. Nadie discutirá esta descripción, si está bien hecha. Hasta hoy, era ésta la única materia sobre la cual los prehistoriadores podían tener la seguridad de que la discusión de sus trabajos no se convertiría en seguida en un debate personal.
Esta inseguridad del prehistoriador, ya muy desagradable en el pasado siglo, cuando sólo se trataba de dictaminar sobre objetos encontrados en capas del suelo identificadas desde hacía tiempo por los geólogos, se hace obsesiva a partir de los primeros años del siglo actual, cuando ya no puede negarse la autenticidad de las cavernas decoradas de pinturas y se plantea el problema de establecer su cronología. Y es que la inmensa mayoría de las obras de arte pintadas o grabadas en las paredes de las cavernas no ofrecen nada más a la vista del que las examina, salvo ellas mismas.
Aquí tenemos un bisonte pintado. Es un cuadro; digamos, más bien, un fresco. ¿Cómo saber (para emplear la terminología establecida con la ayuda de los objetos encontrados en el suelo, que los prehistoriadores llaman mobiliario) si corresponde al solutrense o al magdaleniense? Si uno se equivoca, su error puede ser de diez mil años! ¿A qué métodos hay que recurrir? Lo esencial de las posibles respuestas a esta pregunta coincide prácticamente con la obra inmensa de un gigante de la Prehistoria: el abate Breuil. En el momento en que el abate Breuil empieza a estudiar sus primeras cavernas, alrededor del año 1900, la ciencia prehistórica posee ya una gran experiencia.
Pero, en lo tocante a las cavernas decoradas, existe un vacío total. No hay nada, o casi nada. Dotado de una formidable capacidad de trabajo y de lectura, incapaz de retroceder ante cualquier dificultad intelectual o física (con frecuencia, para llegar a la obra de arte parietal, es decir, pintada o grabada en un muro de roca subterráneo, hay que trepar... escalar, sumergirse en agua helada, etcétera), poseedor de un olfato especial para lo que pasaba inadvertido a los demás, notable dibujante, y sumando a su imaginación creadora un vivo espíritu crítico que habrán de temer sus posibles adversarios, el joven eclesiástico es, indiscutiblemente, el amo de la situación.
Clasificando las superposiciones de los dibujos, comparando los estilos por sus afinidades, poniendo de manifiesto las líneas evolutivas de las formas, de los medios, de las técnicas, creará, casi totalmente, a costa de medio siglo de trabajo y reflexión, la cronología de este arte enterrado por los siglos. Para encontrar, en las ciencias de la vida, una obra parecida a la suya, tenemos que remontarnos a Cuvier o, tal vez, a Linneo.
Sin embargo, el genio mismo de Breuil no hace sino agravar el carácter subjetivo de la ciencia por él creada. Pues, ¿a qué hay que atribuir sus descubrimientos? ¿A un método? Rotundamente, no. Es su inagotable fecundidad de trabajo y de imaginación la que saca de la sombra todos estos siglos perdidos. Breuil es un empírico que posee dotes fantásticas. Enseña resultados, no un método. Para seguir sus pisadas, habría que ser como él.
Ahora bien, allá por el año 1945, un joven etnólogo , apasionado por la Prehistoria (pero que no era discípulo del abate Breuil), reflexionó sobre aquella situación de una ciencia por la que se sentía irresistiblemente atraído. André Leroi-Gourhan era, por naturaleza, la viva antítesis de Breuil: tan frío y reservado, como fogoso podía ser Breuil; tan preocupado por el curso de sus propias ideas y de las de los demás, como podía Breuil mostrarse personal. Pero ambos tenían en común la paciencia, la imaginación creadora y la probidad científica.
Alrededor de 1947, Leroi-Gourhan inició la tarea de poner en claro métodos objetivos para establecer una cronología del arte prehistórico. Sistemáticamente, año tras año, estudió minuciosamente la inmensa mayoría de las cavernas ornadas. Y, allí mismo donde Breuil había pasado años bajo tierra, trazando sobre el papel, uno a uno, millares de diseños de grabados y pinturas, Leroi-Gourlian pasó años midiendo, situando, contando.
Por primera vez, los datos numéricos venían a sumarse, poco a poco, a los insustituibles croquis de Breuil.
«El material que he utilizado -escribió- está compuesta por 2.188 figuras de animales, distribuidas en 66 cavernas o abrigos decorados, que estudié sobre el terreno... Por orden de frecuencia, pude encontrar 610 caballos, 510 bisontes, 205 mamuts, 176 rebecos, 137 bueyes, 135 corzas, 112 ciervos, 84 renos, 36 osos, 29 leones, 15 rinocerontes..., 8 gamos megáceros, 3 carnívoros imprecos, 2 jabalíes, 2 camellos, 6 pájaros, 9 monstruos...»
Pero mientras todos los datos estadísticos, hasta entonces despreciados, se amontonaban en los ficheros, empezaba a imponerse, poco a poco, en la mente del investigador la imagen de un orden, siempre igual, de los animales y los signos en las cavernas.
Esta imagen de un orden particularísimo de los motivos pintados arrojará una luz extraordinaria sobre nuestros antepasados de hace veinte o treinta mil años. En lo sucesivo, tendremos que dejar de considerarlos como hechiceros salvajes obsesionados por la caza, como primitivos oscuros que bailaban alrededor de los tótems de la caza. En lo sucesivo, tendremos que sentir más respeto por ellos y formularnos complicadas preguntas sobre el funcionamiento de la mente humana en las edades remotas.
En lo sucesivo, la revelación de una figuración infinitamente más elevada, más sutil, más rica en abstracciones, que la de simples invocaciones para la alimentación de la tribu, pondrá fin a una contradicción que hubiese debido preocuparnos desde hace mucho tiempo: la contradicción entre el arte consumado del dibujo y su alta calidad de signo gráfico elaborado, y la significación primitiva que les atribuyó la etnografía hasta nuestros días.
Todos nuestros conocimientos sobre la Prehistoria tienen que ser revisados por medio del método estrictamente objetivo e impersonal de cifras estadísticas instaurado por Leroi-Gourhan.
En 1879, Marcelino Santuola y su hija afirmaron que las cuevas de Altamira, cerca de Santander, ocultaban pinturas ejecutadas por hombres prehistóricos. Los prehistoriadores se echaron a reír a mandíbula batiente. Esta risa duró veinte años. Después, el abate Breuil y Cartailhac fueron a ver qué era aquello, y la risa dio paso al estupor. Las pinturas eran auténticas. Indudablemente, eran obra de los hombres del paleolítico. Y no eran menos bellas que la mejor pintura moderna.
El estupor no es una actitud científica, y los sabios sienten horror por este sentimiento. La necesidad de encontrar una explicación era tanto más apremiante cuanto que los descubrimientos de grutas decoradas se aumentaban todos los años, y Altamira no podía ser una excepción desprovista de sentido: era evidente que la caverna, y sobre todo, al parecer, la caverna profunda, la de la eterna noche, había representado una función esencial en la psicología de nuestros remotos antepasados. Fue la etnografía, ciencia a la sazón en sus albores, la que suministró la explicación.
Como quiera que se había visto a los primitivos del siglo XX practicar magias de caza, bailar ante representaciones de animales con fines de hechizo, pintar sobre el dibujo de un antílope o de un cebú un trazo que representaba una flecha, se presumió que el hombre paleolítico había hecho lo mismo que ellos. Y era tal la necesidad de una explicación, y de una explicación lo más inofensiva posible, que esta presunción fue aceptada inmediatamente.
No importó que algunos objetasen que, incluso los primitivos actuales que practican el embrujo cinegético recurren igualmente al hechizo para la guerra; que conocemos cráneos prehistóricos con evidentes señales de violencia; que nuestros antepasados combatían, pues, a veces, entre ellos, y que, a pesar de todo, casi sólo se encuentran animales en las cavernas: existía una explicación, y no iba a prescindirse de ella por tan poca cosa.
Hasta el punto de que, desde hace medio siglo, el sonsonete del pobre salvaje embrutecido y bestial, bailando en el fondo de las grutas ante un bisonte pintado, en la creencia de que así preparaba su victoria sobre el bisonte galopante, no ha dejado nunca de zumbar en nuestros oídos.
Que la etnografía fuese como una caja abierta, en la que bastaba hurgar un poco para encontrar, creyendo descubrirlas, las ideas que uno llevaba ya en su equipaje, fue algo que, por lo visto, no preocupó a nadie, y menos a los prehistoriadores. Poner en duda el hechizo de caza ante los mamuts de Rouffignac o los ciervos de la Pasiega, era delirar peligrosamente, buscar tres pies al gato, abrir la puerta a inquietantes fantasías.
Pero, mientras tanto, los etnólogos descubrían, poco a poco, al hombre contemporáneo real, primitivo o civilizado, y comprendían que no se le puede encerrar en ninguna fórmula, que es infinitamente variable y variado, que se puede esperar todo y nada de él. Y, si los hombres del siglo XX presentaban tantas diversidades, ¿no era muy aventurado tratar de explicar a sus antepasados de 20.000 años atrás partiendo de observaciones actuales?
Así, cuando Leroi-Gourhan quiso buscar un camino objetivo que le condujese al alma del paleolítico, su primer cuidado fue huir de las facilidades que le ofrecía la encrucijada del esquimal y del australiano. Con ello, no se negaba a priori a llegar a una explicación derivada de la etnografía, sino que solamente se negaba a llevar esta explicación en su maleta.
El método seguido fue el análisis estadístico de 72 conjuntos parietales estudiados en 66 cavernas, que representaban, prácticamente, todo el arte parietal europeo (existen 110 lugares ornados, pero los 44 no estudiados por Leroi-Gourhan son pobres en decoración). A base de los documentos recogidos, efectuó un cálculo sistemático, en el que intervinieron la mecanografía y los planos perforados. ¿Adónde habían de llevar estos cálculos estadísticos? Sencillamente, a destruir la teoría de la magia cinegética y a revelarnos, en el hombre de la última glaciación, un ser tan complejo como nosotros mismos.
Para empezar, dejemos que hablen los números. El 91 por ciento de los bisontes, el 92 por ciento de los bueyes y el 86 por ciento de los caballos aparecen representados en la composición central de las cavernas decoradas. En consecuencia, estos animales faltan prácticamente en las otras partes. Contrariamente, la composición central sólo cuenta con el 8 por ciento de las corzas, el 20 por ciento de los renos, el 9 por ciento de los ciervos, el 4 por ciento de los rebecos, el 8 por ciento de los osos y el 11 por ciento de los felinos existentes en el conjunto de las mismas cavernas.
Estos primeros porcentajes nos muestran, sin equivocación posible, que algunos animales están casi siempre en la composición central y que otros no aparecen casi nunca en ella. ¿Por qué? Conseguido este resultado, el estadístico podría dejarse llevar por la especulación: el hombre paleolítico apreciaba especialmente el bisonte o el buey, o bien estos animales eran relativamente más numerosos (cosa que, por otra parte, desmienten los vestigios fósiles). Pero el calculador se niega a especular: se atiene a su método, que consiste en fiarse únicamente de los hechos que pueden expresarse en cifras.
Como todos sus colegas, desde que empezaron las exploraciones de las cavernas decoradas, Leroi-Gourhan observó que en éstas, aparte de las representaciones animales, abundaban ciertos signos, que siempre eran aproximadamente los mismos. Estos signos habían dado pie a infinitas suposiciones. Para unos, eran objetos más o menos esquematizados; para otros, carteles indicadores para guía del peregrino, y para otros, garabatos sin interés, o incluso la firma del artista.
Leroi-Gourhan se limita, de momento, a clasificarlos según sus formas, estableciendo lo que él llama su tipología. Y entonces advierte que todos estos signos, considerados estrictamente desde el punto de vista de su dibujo, derivan de algunas formas iniciales que son, esencialmente, el falo, la vulva y el perfil de una mujer desnuda. Hay, pues, signos masculinos y signos femeninos.
Muy bien. Y estos signos, ¿en qué parte de la caverna se encuentran? También aquí, la cosa es simple: basta contarlos. Y las cifras obtenidas (omitiremos el detalle de los porcentajes, habida cuenta del gran número de signos) nos muestran, sencillamente, que la casi totalidad de los signos femeninos se encuentran en la composición central y en los divertículos (o cavidades laterales de la caverna). En cambio, sólo se encuentra allí un 34 por ciento de los signos masculinos, e incluso, casi siempre, acoplados con signos femeninos.
En la caverna decorada del hombre paleolítico hay, pues, sectores con simbolismo masculino, y otros con simbolismo femenino. Y, habida cuenta de que los mismos animales tienden a figurar en los mismos sitios, el propio mundo animal se encuentra, en su conjunto, repartido en una inmensa zoogonía bisexuada. El bisonte, el buey y el caballo están cargados de un simbolismo femenino, lo mismo que el centro de la caverna en que aparecen. Pero una cierta proporción de signos abstractos machos (34 por ciento) se encuentran en el centro, con figuras femeninas.
Así, en las cavernas, resulta evidente que existen tres grupos de figuras de machos en la entrada, machos y hembras en el centro, y machos en el fondo. Desde el período más antiguo, las figuras humanas se esquematizan mediante la representación de los órganos de la reproducción, traducidos en símbolos gráficos más o menos abstractos. Sin embargo, su sentido sigue siendo inteligible, pues, en diversas épocas, reaparecen las representaciones completas del hombre y de la mujer.
Podemos llevar mucho más lejos el análisis del simbolismo topográfico y sexual. La caverna comprende, en general, seis tipos de localización, cada uno de los cuales tiene su sentido: la composición central, los divertículos, la galería, la entrada, los «pasadizos» y el fondo.
Es curioso observar que las representaciones de la mano humana generalmente obtenida en negativo, apoyando la mano en la pared y soplando pintura líquida a su alrededor, o bien ejerciendo presión, se hallan casi todas en la entrada de la gruta y en la composición central. También es chocante que casi todos los signos femeninos que no figuran en la composición central y en los divertículos, se encuentran en la entrada, acoplados con signos masculinos. ¿Qué significa todo esto?
Objetivamente y por encima de cualquier otra interpretación, significa que la caverna decorada está organizada en función de una metafísica desconocida, pero tan exigente en su simbolismo como la metafísica cristiana. De la misma manera que el templo católico tiene, en principio, doce pilares representativos de los doce Apóstoles; de la misma manera que los cuadros del Vía Crucis siguen siempre un mismo orden, desde la izquierda del altar hasta la entrada y desde la entrada a la derecha del altar, así la caverna prehistórica decorada se halla sometida a un ordenamiento figurativo, notablemente constante en toda la extensa zona de Europa occidental donde se encuentra, y durante los milenios en que fue habitada. Naturalmente, esta constancia no deja de tener sus variaciones, y hay estilos de lugar y estilos de época, como tenemos, actualmente, el románico borgoñón y el jesuita español.
Pero la organización general sigue siendo fiel a la concepción de un mundo dividido entre dos sexos opuestos. Ciertos indicios, a veces difíciles de descifrar pero siempre turbadores, inducen a pensar que la propia caverna era considerada como un formidable símbolo natural del vientre de la mujer. Por ejemplo; los estrechos pasadizos aparecen frecuentemente embadurnados de rojo. Y la parte de gruta en que dominan los animales de la feminidad se encuentra frecuentemente marcado, ora con signos masculinos abstractos, era con manos, como para recalcar la posesión o, tal vez, la presencia humana. En fin, como hemos visto, la entrada y el fondo de la caverna están frecuentemente dedicados al simbolismo macho.
Pero la sola explicación por el universo del sexo y de la fecundidad resulta insuficiente. Si consideramos estos maravillosos conjuntos gráficos, no parece que nos hallemos en presencia de toscas representaciones. Las famosas «hembras grávidas» de la etnografía clásica no son más ni menos «grávidas» que los membrudos caballos sementales de la pintura china, y, en el arte parietal, parece que en parte alguna se reproduce el sexo por el sexo.
Lo que caracteriza este arte, aparentemente dominado por el acto reproductor, es su extraordinario pudor, su deliberada propensión al simbolismo, a la abstracción. Así como los signos sexuales abstractos están presentes en todas partes, los hombres de las cavernas, a pesar de estar dotados de un deslumbrante genio plástico, ¡no dibujaron una sola vez la menor escena de apareamiento!
Los escasos hombres que son representados en erección (itifalos, como dicen los prehistoriadores, por herencia puritana) aparecen esbozados sin el menor realismo. Incluso muestran, en general, como el célebre cadáver itifalo del pozo de Lascaux, rasgos animales que subrayan su carácter simbólico.
Si no se trata del sexo por sí mismo, ni del sexo por la fecundidad, ¿cuál fue la intención de los pintores? ¿Qué metafísica se encuentra implicada a través de este simbolismo? Confesemos, dice Leroi-Gourhan, que lo ignoramos en absoluto. Confesemos la modestia de nuestros conocimientos, y que esos hombres de hace dos o trescientos siglos nos dejaron la escritura indescifrable de una inteligencia compleja, sutil, cuya calidad presentimos, aunque sin saber nada de su contenido.
Pero tal vez el mero hecho de haber descubierto que se trata de una escritura, en cierto modo comparable a la contenida en el arte de las catedrales, y de haber realizado este estudio según métodos científicos de cálculo objetivo, es prometedor de que algún día llegaremos a descifrarla. Entonces, perderemos unos «primitivos» y encontraremos unos hermanos en los abismos del tiempo.
Sabremos quiénes fueron esos metafísicos, que poseían maravillosas técnicas de arte y que se hundían en lo más profundo de la Tierra para plasmar allí, con un afán de eternidad, los símbolos de su espiritualidad.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:55 |
CAPÍTULO III LOS DESCONOCIDOS DE AUSTRALIA
Unos penados desembarcan en mia. tierra muda. - Los más pobres de todos los primitivos. - Se les atribuía tres mil años, y tienen más de quince mil. - Los asombrosos descubrimientos de Mulvaney. - Y la cosa apenas ha empezado. - ¿Deportación a un paraíso? - Destierro, o reserva. - El fin de los tasmanios. - La exuberancia de Nueva Guinea. - La gran feria de la Prehistoria. - El paso de «no importa quién». - Algunas fantasías sobre el continente del silencio.
Separada de Asia antes de la aparición del homo sapiens (según la cronología clásica), Australia es una extensión de tierra seca y casi llana, de una superficie igual a la de los Estados Unidos. Montañas y ríos se concentran en el Este; pero uno puede ir desde el golfo Carpentrias, al Nordeste, hasta la costa sur, sin subir nunca a más de doscientos metros, y a través de desiertos resecos y de polvorientas zonas de escasa vegetación.
Sin embargo, las huellas de ríos desecados desde hace milenios, y los depósitos de sal, inducen a pensar que, a fines del pleistoceno o principios del período posglacial, este continente desolado gozaba de un clima más benigno, y que la vegetación verdeaba en las áridas extensiones hoy pobladas de termites.
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¿Son de estos remotos tiempos los primeros habitantes?
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¿Por qué y cómo se produjo la inmigración?
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¿Fue Australia, tradicionalmente, un lugar de destierro?
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¿Fue llevada una parte de la raza humana a esa isla inmensa, sin mamíferos, sin bestias de presa, poblada solamente de marsupiales, extraños herbívoros saltarines, como una especie de reserva?
Cuando, en 1788, desembarcaron allí los blancos para arrojar a sus penados en aquellos páramos lunares, no encontraron el menor vestigio de templo o de pirámide, ni huellas de antiguas civilizaciones; sólo trescientos mil aborígenes errantes, a razón de un ser humano por milla cuadrada, en los valles del Este o en la costa, y de uno por treinta o cuarenta millas en el resto de la isla.
A pesar de la diferencia entre la región húmeda y la inmensidad reseca, no se percibía ninguna adaptación particular al medio, ni rastro de agricultura; sólo caza, pesca, recolección de frutos silvestres, nomadismo. El misterio de aquellas tierras mudas dio origen a muchas fantasías. Erle Cox se imaginó una esfera de oro, enterrada en las profundidades, donde dormían, desde tiempos muy remotos, un hombre y una mujer, testigos de una civilización desaparecida.
Lovecraft soñó en bibliotecas y laboratorios subterráneos, abandonados por visitantes no humanos. A partir de 1929, un poco de arqueología sustituyó a la interrogación poética. Tal vez, en el futuro, una arqueología abundante devolverá su valor a esta interrogación.
Pocos pueblos más pobres que los primeros moradores de Australia. Nada de animales con cuernos o defensas, que pudiesen proporcionar material para la fabricación de armas. Muy poco sílex y piedra de grano fino. Mucho cuarzo, y nada más. Ningún vestigio de tumbas ni de habitáculos. Ni cerámica, ni metales... ni piedras preciosas. Ningún rastro de cultivo y ningún resto de animales domésticos, a excepción del perro, el dingo. ¿De dónde vino este perro? ¿Desde cuándo es compañero del aborigen?
Ciertas excavaciones efectuadas en los últimos años por D. J. Mulvaney, en la región de Fromm's Landing, sitúan su aparición en el tercer milenio antes de J. C. Y es el dingo el que, juntamente con el hombre cazador, hizo desaparecer numerosas especies, como el «planga de Tasmania» y el «lobo de Tasmania». Durante millares de años, los únicos cambios en la ecología fueron sin duda producidos por el hambre del dingo y del hombre cazador.
Pero, hasta 1960, se calculaba que los primeros pobladores de Australia habían precedido en poco tiempo a los penados. A lo sumo, en tres mil años. Hale y Tindale hicieron, en 1929, los primeros descubrimientos arqueológicos en el valle del río Murray (Adelaida). En un lugar resguardado por las rocas, excavaron una capa de depósitos estratificados de seis metros de espesor.
En lo más profundo, encontraron puntas de proyectil de piedra; encima, huesos de escasa longitud, afilados en los dos extremos, y que muy bien podían ser anzuelos; por último, en la superficie, utensilios primitivos, de hueso o de piedra, utilizados por los aborígenes locales. Según una muestra de carbón, la antigüedad de la capa inferior es, aproximadamente, de tres mil años.
En general, y hasta los trabajos de Mulvaney, se aceptó, en nuestra última década, la teoría de Tindale y Hale. Había habido tres «culturas»: la de los útiles de piedra, la de los útiles de hueso, y la de los primitivos actuales, que emplean simultáneamente la piedra y el hueso. Durante aquellos tres mil años, había habido diversas poblaciones, ya que había diferentes «culturas». Era, evidentemente, una suposición no contradicha por ningún rastro de migración hacia Australia.
Entre 1960 y 1964, Mulvaney excavó, en un abrigo rocoso del sur de Queensland (Ken Niff Cave, en la dehesa de Mount Moffatt), una capa de tres metros y medio de profundidad. Desenterró 850 proyectiles o raspadores, en su mayoría de cuarcita. El método del carbono 14 permitió fijar su antigüedad en dieciséis mil años. Nuevos trabajos realizados en Sidney, Territorio del Norte, y en Victoria, Australia del Sur, permitieron a Mulvaney formular una teoría más convincente.
A saber: no hubo «culturas» ni poblaciones diferentes, sino una evolución, no determinada por el paso de la piedra al hueso, sino del utensilio sin mango al utensilio con mango. Durante once mil años, los ignorados hombres de Australia desconocieron el uso del mango. En las capas correspondientes a unos tres mil años atrás, se encuentran mangos o empuñaduras, resina de fijación, vestigios de cintas, correas de tripas o de cabellos.
Hubo, pues, un singular estancamiento durante una decena de milenios, seguido de un brusco progreso tecnológico, que se acelera en el último milenio, en que vemos aparecer útiles de piedra más finamente trabajados, cuchillos y laminitas, hojas de tijeras y gubias, como si se hubiese levantado un «entredicho» y el hombre se hubiese liberado de una obligación o de una fatalidad de permanencia.
Pero, ¿qué sabemos de este hombre?
Existe una importante cantidad de informaciones, de tradiciones orales, recogidas por los primeros colonizadores europeos. Sin embargo, las leyendas, las costumbres y la tecnología embrionaria, observada con más o menos seriedad, son insuficientes como elementos de interpretación del pasado prehistórico.
¿En qué fecha puede fijarse la aparición de los primeros hombres en Australia?
Cerca de Melbourne, en las canteras de piedra arenisca de Keilor, fue descubierto, en 1940, un cráneo humano. Una prueba con carbono 14, efectuada en un pedazo de carbón encontrado cerca de aquél, dio una antigüedad de dieciséis mil años. Pero es imposible saber si el tal carbón procedía de un fuego de campamento o tenía un origen natural, a pesar de que en las cercanías se desenterraron también instrumentos de piedra.
En 1965, se descubrió en la misma región un esqueleto en buen estado de conservación, y se obtuvo una antigüedad idéntica. La rareza de fósiles humanos es extraordinaria, al menos en el estado actual de las investigaciones. Una última indicación fue proporcionada por la comparación con cráneos encontrados en Wadjak y en Saraxvak, en la isla de Java, a los que se atribuye una antigüedad de cuarenta mil años.
Si pensamos en la extensión del continente y en el ínfimo número de exhumaciones realizadas desde hace tan poco tiempo, comprendemos la prudencia un poco triste de Mulvaney:
«Serán precisas -dice- muchas más excavaciones para llenar las lagunas de nuestros conocimientos y autorizar un principio de generalización.»
El dibujo de una mano humana, en la roca que domina la caverna de Ken Niff, es obra reciente de los aborígenes. Ocupaban esta caverna, donde se refugiaban sus antepasados, desde hace quince o cuarenta mil años.
Sin embargo, en Australia, como en todas partes, la investigación moderna hace retroceder cada año, en varios milenios, el pasado humano. Hoy podemos pensar que los desconocidos llegaron allí masivamente cuando el clima estaba en su apogeo, cuando fluían ríos caudalosos, cuando la vegetación rodeaba los lagos abundantes en peces, cuando los gigantescos marsupiales herbívoros servían de alimento al inmigrante, a falta de grandes animales de presa.
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¿Por qué ruta marina se efectuó la inmigración?
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¿Y por qué causa?
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¿Fue el destierro de una raza?
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¿Fue el establecimiento de una reserva en una tierra en que no existía el peligro?
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¿Fue por temor a algún riesgo que amenazaba a la Humanidad?
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¿Se trató de una especie de Arca de Noé?
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¿O de un experimento por parte de los Superiores, que tal vez escogieron este inmenso espacio desierto para depósito de su saber?
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¿Llevarían grandes masas de peones para los trabajos de enterramiento de aquél?
Excavamos en las arenas del sueño, en el país de los canguros...
Pero si los buscadores se ven ayudados en Australia por la presencia de los descendientes, por sus condiciones orales y sus lugares de refugio, no puede decirse lo mismo de la isla de Tasmania, separada del continente por el estrecho de Bass. Los blancos aniquilaron a los tasmanios. Completamente.
A fines del siglo XIX no quedaba ni uno. Nosotros mismos cegamos toda fuente de información. Algunas excavaciones han puesto de manifiesto proyectiles de cuarzo tallado. Ni rastro de utensilios con mango. ¿Cómo cruzaron los aborígenes el estrecho de Bass? Ciertos estudios del fondo del mar permiten conjeturar que, en el pleistoceno, Tasmania estaba unida al continente. Pero el mapa de la prehistoria australiana y tasmania sigue siendo una inmensidad en blanco.
Nada puede explicar aún este extraño estancamiento tecnológico y cultural. Nada, en fin, permite imaginar que los primeros australianos vinieron de Nueva Guinea, tan considerable es la diferencia de nivel y de actividad culturales entre ambas poblaciones.
Descubierta hace quinientos años, Nueva Guinea, que cuenta aún con tierras inexploradas, está gobernada en parte por los australianos modernos, que son segregacionistas. El Señor Administrador reina en Port-Moresby, la ciudad de las caletas llenas de guijarros, de botellas vacías y de embarcaciones podridas, donde se albergan los pobres indígenas, aherrojados por los bajos salarios. Los viejos venidos de los bosques y que fueron a parar allí, vagan borrachos por las calles bajas, y unas mujeres embrutecidas, sentadas en el suelo, tratan de vender limones, nueces de betel y collares de conchas.
El centro de la ciudad está dominado por un enclave rodeado de alambre espinoso; los cuarteles de Murray. El Señor Jefe de la Administración, que nada ha olvidado de los duros tiempos de las guerras de tribu y de la gran inseguridad, opina que el país no está preparado para la independencia y mantiene el espíritu represivo del tiempo de la antropofagia (que aún no ha pasado del todo, hay que confesarlo) y de los cazadores de cabezas.
Es un antiguo criador de caballos de carreras y granjero de Queensland, ultraconservador, y que no siente interés particular por la etnografía. Su ayudante es un antiguo enfermero. El país ha cambiado un poco. Se han pacificado las tribus y se han abierto nuevas tierras, que eran completamente salvajes hace veinticinco años. Los servicios de sanidad y los misioneros han trabajo de firme. Aunque con dificultad, ha surgido una pequeña élite indígena: hay quinientos estudiantes en la Universidad. Pero siguen siendo indeseables.
El espíritu del colonizador no ha cambiado. Sus «bondades» suenan a falso. Si se quiere proteger a un joven líder porgaiga, «para que aprenda nuestra lengua y pueda transmitir a los nativos las ventajas de la civilización», se le hace boy de un funcionario. Los contactos con las tribus de los bosques han servido de poco al hombre blanco, ignorante de la lengua, indiferente a las realidades humanas y culturales particulares. Para los administradores, los aborígenes son «monos de los roquedales», o bien «Oli». Esta palabra pidgin significa «no importa quién».
Si la independencia se produce pronto, apresurada por los odios y los equívocos, sin un período intermedio suficiente en un pueblo despreciado, el bosque volverá a cerrarse sobre sus misterios. Las tribus olvidarán el breve paso de los blancos y volverán a su eternidad, hundiéndose, a través de la blanca niebla, con sus pelucas en forma de bicornio napoleónico, sacudidos por una tos constante, hacia los valles arcillosos de los Highlands, a preparar, sobre piedras calentadas y envueltos en hojas de plátano, los cuerpos de los últimos misioneros -meritísimos, por cierto-, tal como hacen con los casuarios.
Pero los jóvenes responsables del país, aunque tropezando con inmensas dificultades, sabrán quizás interpretar mejor que los australianos a sus hermanos, comprender su rechazo de nuestro mundo y revelarnos su alma. Cierto que volverán a sus bosques y a su magia, y que volverán a la caza del ave del paraíso (que sólo puede derribarse con lanza y con flecha, pues el fusil es tabú para este hermoso pájaro); y que serán los mismos que vinieron (¿irónicamente?) a escuchar al Señor Administrador en la inauguración del nuevo aeródromo de Koroba, con el cuerpo embadurnado de grasa de cerdo o de pintura blanca, como aquel que llevaba un bolígrafo en la nariz, o aquel otro que, desnudo, se había ceñido la frente con una cremallera, o como aquel chiquillo que llevaba, por todo vestido, un par de gafas pintadas...
En contraste con la unidad estancada del primitivismo aborigen australiano, la finura y la multiplicidad cultural de Nueva Guinea son asombrosas. Debido a la geografía, los hombres de las diferentes tribus se comunican poco y viven en valles cerrados. Pero en cada uno de éstos hay una efervescencia considerable.
Se hablan quinientas lenguas diferentes, o sea la décima parte de las que se hablan en todo el mundo, y algunas de ellas resultan sumamente complicadas. La lengua duna, por ejemplo, que clasifica las criaturas vivas en categorías (las que vuelan, las que caminan y las inferiores, las que se arrastran: los cerdos y las mujeres), posee un vasto vocabulario cuyas variantes son de tono, como en chino.
La diversidad de indumentaria, de decoración, de costumbres y de tradiciones culmina en este pueblo, que ignora el concepto de unidad y que es, sin duda, el más igualitario y el más independiente del planeta. Sin soberanos, sin caudillos hereditarios, sólo elige un jefe en caso de conflicto, para que les dirija en el combate.
Parece que los hombres de Nueva Guinea se vanaglorian de la perennidad de sus costumbres, y, lejos de querer imitar a los blancos, afirman su singularidad delante de éstos con apasionamiento y con una especie de burlona satisfacción. Leo Hannet, el más conocido de los jóvenes líderes guineanos, que se formó en una misión católica y, después, en la Universidad, admira a Camus, a Luther King, a Kennedy y a Senghor.
Si debe empuñar un día las riendas del poder en su país, se opondrá al desarraigo de sus hermanos, a la emigración a las ciudades frías y artificiales, y procurará que la civilización y la tradición se emparejen en el mundo real, en las pequeñas aldeas, en los claros del bosque, donde se cultiva la batata. Una tierra sólida, una naturaleza y unos hombres borrachos de colores y de libertad. En el bosque fresco, los árboles rezuman continuamente. Al amanecer, los valles de los Highlands son como ríos de niebla lechosa, en los que nadan los porteadores.
En las alturas, cuando aparece el sol, el suelo se cubre de mariposas amarillas y negras, que extienden sus alas para secarlas. ¿Qué diálogo podría establecerse entre los blancos, ávidos y abstractos, con su hormigón y sus gráficos, y esos hombres sumergidos en paisajes dalinianos, que dibujan flores sobre sus piernas y se tocan con plumas de loro y de ave del paraíso? Un mes de agosto, hace diez años, los blancos organizaron, en Mount Hagen, una exposición de animales de corral y de máquinas agrícolas.
Se tenía el proyecto de celebrar esta feria cada dos años. Los indígenas tuvieron noticia de ella y fueron a ver lo que pasaba. Las tribus salieron de los bosques, con sus trajes de fiesta. Cuando la feria siguiente, eran tan numerosos que tomaron la delantera a los granjeros australianos y holandeses, organizando la única y formidable «bienal de la prehistoria» del mundo. Después, no hubo más remedio que dejarles hacer.
Y cada año, en agosto, acuden para mostrar a los blancos, y a ellos mismos, lo que son. Tribus que antes no se trataban, se reúnen, bailan, cantan y lanzan sus gritos de guerra, blandiendo lanzas, arcos y flechas. Son veinte mil en el ruedo; la tierra tiembla, y los turistas fotógrafos se exponen a ser pisoteados. Los asaros, los kandeps, los chimbusn, los hewas y los laiagaps, han caminado días y noches enteros, cruzando valles y bosques -en los que el viajero no suele encontrar más de cien hombres en varias semanas-, para conmemorar, frente a los blancos, el mundo antiguo.
Allí están los porpaigas, con sus pelucas adornadas con botones de oro, y sus collares de dientes de perro, y sus taparrabos de conchas. Allí están los dunas, que viven en chozas, separados los hombres de las mujeres, con las que sólo se encuentran en los matorrales, y que se pintan el rostro de rojo y amarillo para la iniciación, y se atraviesan el tabique nasal con una pluma azul tan larga que sus extremos les rozan los hombros.
Y allí están los hombrecillos del río Asaro, que son los más extraños y repelentes, enteramente embadurnados de barro ocre y gris, con toscas máscaras confeccionadas con el mismo barro; personajes de los orígenes, desmañados, terroríficos, dolorosos... Pero hay que vender los tractores y las vacas de concurso.
Por la tarde, los organizadores de la feria blanca reúnen a viva fuerza a estos millares de testigos de la eternidad mágica, para que el señor ministro pueda pronunciar su discurso, y desfile el Ejército, y se celebre el partido de polo. Después, los curiosos emprenden el regreso a Port-Moresby, dominado por su prisión. Y las tribus se marchan también, para diluirse en las lejanas tierras pobladas de mariposas...
¿Por qué esta exuberancia en Nueva Guinea, y este estancamiento en Australia? No parece que existieran contactos. Los mitos de Australia oriental refieren que la Tierra emergió progresivamente de un mar original, pero no hablan de visitas, ni de viajes.
Todos ellos guardan relación con los «tiempos del Sueño», eternamente presentes y fuente de toda vida, reino de los héroes celestes creadores, padres del chamanismo, que moraban en el Cielo, en un lugar en que abundaban el agua fresca y los cristales de cuarzo. Éstos son los Dioses que rigen la procreación y la muerte, cosas sobrenaturales ambas. Otro héroe, que ora parece sabio, ora tonto, fue el mediador entre los Dioses y los hombres, a los que aportó rudimentos de conocimiento, de técnica y de medicina mágica.
En todos estos mitos, recogidos vagamente de la tradición oral, parece flotar un tabú contra el cambio y la evasión, como si esta inmensidad aislada estuviese destinada al confinamiento.
En 1963, llegó hasta nosotros una información singular, totalmente desconcertante. En un terreno australiano resguardado por rocas se había descubierto un depósito de monedas egipcias, cuyo escondrijo databa aproximadamente de cuatro mil años atrás. Los lectores que nos comunicaron esta información se referían a ciertas revistas bastante oscuras, mientras que ninguna publicación arqueológica había mencionado este descubrimiento.
Sin embargo, la revista soviética, de gran difusión, Teknika Molodeji, que dedica una sección regular a los hechos inexplicados, comentados por personas autorizadas, se hizo eco de esta noticia y publicó fotografías de las piezas desenterradas. Si se confirmase este descubrimiento, que, como es natural, debe ser considerado con suma prudencia por el arqueólogo, se plantearían enormes interrogantes.
Resultaría difícil imaginar una expedición egipcia a Australia, dado que conocemos sus medios de navegación. ¿Qué viajero, exploradores del mundo hace cuatro mi) años, habrían ido a depositar aquel caudal en suelo australiano? Lo cual nos lleva de nuevo a nuestra hipótesis: ¿Fue tradicionalmente este continente un lugar de depósito, un inmenso escondrijo, utilizado por visitantes del exterior o por una raza desconocida, que organizó también una deportación de hombres mantenidos en la ignorancia?
Evidentemente, esto no es más que una interrogación romántica, sobreañadida al misterio de la población original de Australia, que creíamos reciente, pero que las escasas excavaciones practicadas desde hace diez años hacen remontar al paleolítico. Esperemos que una investigación más sistemática revele los secretos de esta tierra «olvidada por el tiempo», como decía Borroughs.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:56 |
CAPÍTULO IV SOBRE LA COMUNICACIÓN DE LOS MUNDOS
La ascensión del joven Bingham. - Machu Picchu. - El enigma de Tiahuanaco. - Las balizas del llano de Nazca. - Fenicios en el Brasil. - Coincidencias de lenguaje y de objetos. - Un viaje de Benvenuto Cellini. - Japoneses en el Ecuador. - ¿Una ciudad en Amazonia? - El coronel Faucett y el explorador Varrill. - El cristal desconocido. Una cárcel misteriosa.
Una mañana de julio de 1911, un granjero indígena, un militar peruano y un joven profesor de la Universidad de Yale, llamado Hiram Bingham, caminan sobre un frágil puente de ramas y sarmientos, tendido sobre el vacío, entre dos bloques de roca gigantescos. En el fondo del abismo, ruge el Urubamba, que vierte sus aguas en el Amazonas.
Los hombres prosiguen su escalada, agarrándose a los árboles que brotan de la pared cortada a pico, y descubren unas terrazas rematadas por un dédalo de admirables ruinas de pálido granito. Bajo la vegetación, aparece la formidable ciudadela sin nombre, dominada por los imponentes picachos del Huayna Picchu y del Machu Picchu.
Bingham, piloto de combate en la Primera Guerra Mundial y, después, senador de los Estados Unidos por Connecticut, defenderá tercamente, en el curso de su variada carrera y hasta su muerte, acaecida en 1965, su interpretación de los orígenes de la ciudadela misteriosa de Machu Picchu.
Según él, se trata del Tampu Tocco del que habla el sacerdote español Fernando Montesinos, en su Historia del Perú antes de la Conquista. Montesinos fue el primer historiador de los peruanos, y le debernos los primeros trabajos sobre los recursos mineralógicos de los Andes. Murió en 1562. Según el padre Montesinos, la dinastía de los Amautas reinó en los Andes mucho tiempo antes de los incas, y, durante el reinado del sexagésimo segundo Amauta, unas hordas bárbaras invadieron el Imperio.
En el año 500, varios soldados del derrotado ejército llevaron los restos de su rey a un refugio llamado Tampu Tocco, donde construyeron una ciudadela, de la que hacia el año 1300, bajaría un Amauta, Manco Cápac, para apoderarse de Cuzco y fundar el Imperio inca.
Es una tesis controvertida. La existencia de Manco Cápac no ha sido demostrada. Tal vez se trata de un héroe legendario o del nombre simbólico de una dinastía preincaica. Según ciertas tradiciones orales, Manco Cápac fue oriundo de Tiahuanaco. Y henos aquí encaminados hacia otra ciudad en ruinas, del misterioso pasado prehistórico.
Entre 1200 y 400 antes de J. C., la civilización de los chavines se extendió sobre las altas mesetas del norte del Perú y nos legó los vestigios de una obra de arte llena de Dioses feroces. En los propios parajes encontramos la huella de civilizaciones prehistóricas que edificaron pirámides y colosales fortalezas de bloques de arcilla cocidos al sol.
Hay fósiles que atestiguan la presencia de mastodontes en estas tierras. Al sudeste del lago Titicaca, se levantan los testigos de la más asombrosa cultura prehistórica, Tiahuanaco. En varias hectáreas de terreno, vemos pirámides truncadas, montículos artificiales, hileras de monolitos, plataformas, cámaras subterráneas, pórticos de dos pilares y dintel, tallados en la dura piedra.
La famosa Puerta del Sol, con sus inscripciones, hace pensar, según se ha dicho, en un calendario astronómico.
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¿Se trata del centro de un Imperio, como Machu Picchu?
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Y si estos dos lugares altos, batidos por los vientos, inadecuados para el cultivo, y de una antigüedad imposible de precisar, no eran centros de habitación, ¿cuáles fueron sus funciones?
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¿Y cuál fue la civilización de Nazca, en la costa norte del Perú?
Más antigua que el reino de Chimú, que nos legó las imponentes ruinas de ChanChan, la civilización nazca, cuyo origen ignoramos, dejó sobre los llanos desérticos, sobre la arena y los pedregales, gigantescas figuras geométricas, siluetas de pájaros, de ballenas y de arañas, cuyas líneas tienen cerca de siete kilómetros de longitud y parece que fueron trazadas para ser descifradas desde el cielo, a gran altura.
Nazca sigue siendo un enigma.
Y Sprague de Camp, en su hermoso libro Ancient Ruins and Archealogy, escribe:
«Ya que el pueblo de Tiahuanaco, como las otras civilizaciones desaparecidas de América del Sur, carece de toda tradición escrita, no se puede descifrar ninguna inscripción. Nada permite descubrir la historia perdida de Tiahuanaco. Los acontecimientos que no pudieron consignarse por escrito se pierden para siempre cuando mueren aquellos que conservaban su recuerdo.
Por esto la historia de la fortaleza inca de Machu Piecchu, así como el enigma del Imperio perdido de Tiahuanaco, tienen grandes probabilidades de permanecer ocultos para siempre, entre las brumas que se arremolinan alrededor de los altivos picos de los Andes.»
No volveremos, bajo un pretexto romántico, a las tesis de Horbigger, que evocamos en El retorno de los brujos. Sabemos que, según Horbigger-que conoció la gloria bajo el nazismo-, el hombre era ya civilizado en la era terciaria. Según la teoría horbiggeriana del «hielo cósmico», antes de que existiese nuestra Luna actual, seis satélites, formados por explosiones de estrellas, fueron atraídos y destruidos por la Tierra, en eras geológicas diversas. Cuando se acercaba el satélite, se desintegraba en la atmósfera, y sus fragmentos se extendían sobre nuestro planeta.
El Diluvio, la Atlántida, serían episodios de esta historia.
La «luna« del terciario cayó hace 25.000 años. Todas las tierras tropicales quedaron sumergidas, a excepción de algunas altas montañas, como las del Perú y las de Etiopía. Según los horbiggerianos, como Hans Bellamy y Arthur Posnansky, Tiahuanaco y Machu Picchu datarían de esta época. Habían sido refugios de la élite humana de la era terciaria, situados, a la sazón, al nivel del mar.
Existen, quizás, algunas pistas a seguir en este delirio, pero han sido demasiadas las recientes observaciones astronómicas que han venido a destruir las afirmaciones de Horbigger, para que nos decidamos a seguir aquéllas por nuestra cuenta, ni siquiera por amor a los sueños.
Nos limitaremos a dar un rápido vistazo, cruzando en zigzag la América del Sur, a algunos interrogantes fundados en investigaciones y descubrimientos, comprobables en todo o en parte.
Según refieren las crónicas, el inca Huayna Cápac, el Dios vivo, hijo del Sol, oyó decir, allá por el año 1526 de nuestro calendario, que unos hombres extraños y de rostro pálido habían llegado muy cerca de las costas septentrionales de su Imperio, en unas embarcaciones de formas extravagantes y dimensiones anormales.
En 1532, Pizarro desembarcaría en las costas del Ecuador y avanzaría hacia el Sur, cruzando el Imperio inca. Pero, cuando Huayna Cápac oyó hablar de rostros pálidos, tenía detrás de él una larga tradición que hablaba de hombres blancos venidos del mar, en la noche de los tiempos.
El padre Montesinos pretendía que los peruanos eran descendientes de Ofir, bisnieto de Noé. La única prueba de un antiguo contacto entre América del Sur y la civilización mediterránea ha sido descubierta recientemente. El profesor Cyrus H. Gordon, que enseña arqueología en la Universidad de Brandeis, EE.UU., pretende haber descifrado un mensaje fenicio en una roca de Parayba, Brasil. Esta roca, cubierta de inscripciones, fue descubierta en 1872; pero entonces se creyó que se trataba de una falsificación, ya que la gramática no correspondía a lo que se sabía de la escritura fenicia de la época.
Pero, más tarde, se encontraron numerosas inscripciones del mismo estilo en el Próximo Oriente. La autenticidad parece estar fuera de toda duda, al menos para Gordon, que observa que los barcos fenicios eran de mayores dimensiones que los de Colón y habían dado varias veces la vuelta a África. ¿Por qué no podían haber llegado al Brasil?
Veamos el texto:
«Somos hijos de Canaá y venimos de Sidón, la ciudad del rey. Cuando tratábamos de hacer comercio, fuimos arrojados a este país remoto y montañoso. Hemos sacrificado un joven, en honor de los Dioses y diosas de gran poder, en este año diecinueve de Hirán, el gran rey. Zarpamos de Ezión-Gaber, en el mar Rojo, con diez embarcaciones. Navegamos todos juntos durante dos años dando la vuelta a la tierra de Ham.
Una tempestad nos separó del grueso de la flota, y buscamos a nuestros compañeros. De este modo llegamos, doce hombres y tres mujeres, a una tierra nueva, de la que tomo posesión como almirante. ¡Que los altos Dioses y las poderosas Diosas nos protejan!»
Naturalmente, quisiéramos saber lo que fue de estos fenicios, cuando penetraron tierra adentro, y si las leyendas indias sobre Dioses blancos no tendrían su origen en este desembarco. Si admitimos la existencia de un lazo entre los pueblos mediterráneos y la América del Sur, habría que reconsiderar toda la interpretación de la historia precolombina. He aquí un hermoso tema para nuestros sueños.
Y aún podríamos añadirle algo más: cuando estos fenicios, o sus descendientes, recorrieron las tierras misteriosas, ¿encontraron mundos más antiguos y civilizados que el suyo propio? ¿Cuáles fueron sus repercusiones? ¿Podrían encontrarse rastros de otros encuentros en el pasado de estas tierras que han sido tan poco descifradas?
Si nos planteamos esta cuestión de contactos olvidados por la Historia, vemos, súbitamente, que toda una serie de descubrimientos y de observaciones se agrupan en un solo y agresivo enigma. Encontramos, a lo largo de todo el Amazonas, cerámicas que datan, al menos, del año 2000 antes de J. C.; están decoradas con serpientes aovilladas sobre sí mismas, extraordinariamente parecidas a las de ciertas cerámicas antiguas del Próximo Oriente.
La lengua de los indios mahua tiene caracteres comunes con las lenguas semíticas. El lenguaje de los quechuas se parece al turco.
La asociación de Venus con la serpiente que gira sobre sí misma se encuentra tanto en el Codex Borgia mexicano como en determinadas inscripciones del Próximo Oriente y, sobre todo, de Ras Shamra. Mitra tiene una serpiente echada a sus pies.
El Codex Troano nos dice que, en México, el haz de luz divina se sostenía verticalmente, con una serpiente echada a sus pies. En Bolivia, encontramos la misma serpiente, así como inscripciones parecidas a las del Próximo Oriente y hombres con turbantes. El bajorrelieve de Itacuatiara de Inga (Brasil) muestra una gran cantidad de inscripciones semejantes a las del Próximo Oriente.
Se han descubierto más de dos mil coincidencias de palabras entre la antigua lengua egipcia y las inscripciones brasileñas. Lo cual induce a C. W. Ceram a decir:
«Cuanto más antiguas son las lenguas, más se parecen entre sí, demostrando de este modo que todas ellas proceden de una misma lengua madre.»
El estudio sistemático del monumento de Itacuatiara de Inga muestra, no solamente una relación con el Próximo Oriente, sino también elementos comunes con la isla de Pascua, Mohenjo Daro y Harappa. ¿Revela esto un origen común? Se suele pensar que aquel monumento fue esculpido hace treinta o cuarenta mil años. ¿Y qué encontramos en sus bajorrelieves? Símbolos fálicos; mandalas en forma de flores múltiples, que se parecen curiosamente a las de la India; y un símbolo repetido, que hace pensar en el número ocho: dos serpientes, o un signo doble de infinito.
¿Podemos, en fin, buscar una relación entre Itacuatiara de Inga, la civilización de Marcahuasi, descubierta por Daniel Ruzo, y la civilización de Nazca, estudiada por Maria Reich?
Otra civilización acaba de ser descubierta por el ingeniero peruano Augusto Cardich en unas alturas próximas al lago Lauricocha, en los Andes. Parece que su antigüedad es, al menos, de trece mil años.
Si hubo civilizaciones florecientes en América del Sur, y si éstas establecieron contacto con el mundo exterior por medio de visitantes procedentes del Próximo Oriente, el secreto de América del Sur es, quizás, el más extraordinario de cuantos se mencionan en la presente obra.
Un siglo después del descubrimiento de América persistían aún importantes residuos de técnicas de las antiguas civilizaciones, lo cual suscitó tanta curiosidad que Benvenuto Cellini viajó hasta México para aprender los medios empleados por los artistas de los Andes para confeccionar peces de plata con escamas de oro. Pero sin duda le negaron la información, porque regresó a Italia con las manos vacías...
En el Perú, encontramos objetos de metal cuya antigüedad se remonta, al menos, al año 500 antes de J. C., así como técnicas decorativas en las que se utilizaba el cinabrio y los polvos de piedras preciosas.
Allá por los tiempos de Jesucristo, los colombianos conocían ya la fundición de los metales. En Ecuador, se trabajaba en aquella época el platino, y el danés Paul Bergsoe ha demostrado que los ecuatorianos practicaban la metalurgia de los polvos metálicos.
En el año 1000 antes de J. C., los artesanos de Colombia, de Panamá y de Costa Rica realizaban el moldeado con cera. Recientemente, se descubrieron, en una gruta de Honduras, hermosas cabezas de pájaros moldeadas de esta manera. En Panamá, se encontraron bellísimos reptiles de oro.
La soldadura era cosa corriente, y se conocía la fabricación del hilo metálico. El origen de estas técnicas parece que hay que buscarlo en los Andes. Pero esto no hace más que alejar el problema en el pasado. Pues, aunque los fenicios hubiesen llegado al Brasil, no habrían podido enseñar procedimientos que ellos mismos ignoraban.
En el noroeste de Argentina, en Cobres, se exhumó una instalación chocante por su modernismo, destinada a la extracción y manipulación del mineral de cobre. También en aquel lugar se fabricaban objetos, entre los que llama particularmente la atención un ornamento a base de figuras de animales y de pájaros, entrelazadas, en un estilo parecido al de Archimboldo.
Por último, hay que observar que el uraeus, símbolo de poder de los faraones egipcios, se encuentra entre los indios campas de los Andes, y advertir, a este respecto, que, hasta finales del siglo XVIII, algunos lingüistas, cuyos trabajos fueron indebidamente subestimados durante el siglo XIX, afirmaban que el egipcio era la lengua original.
Consideremos ahora las relaciones de América del Sur, en la costa del Pacífico. En la actualidad, está comprobado que los japoneses desembarcaron en Valdivia, Ecuador, hace unos cuatro mil años.
Si, como todo induce a creer, existían en aquellos tiempos civilizaciones capaces de técnicas complicadas y de refinamiento estético e intelectual, que eran a su vez formas dispersas y residuales de altas civilizaciones mucho más antiguas y acreditadas por enigmáticas ruinas, como las de Tiahuanaco, forzosamente tuvieron que enterarse, en repetidas ocasiones, de la existencia de otro mundo más allá del gran océano, y asimilar de algún modo esta información.
Indudablemente, como dice el profesor Marcel F. Homet,
«existe un hecho indiscutible: en el pasado de América del Sur floreció una civilización maravillosa, de la que nada sabemos».
Pero tal vez algún día sabremos algo de ellas, pues el espíritu de aventura no ha fenecido en el mundo, y las tierras misteriosas son, todavía, más numerosas de lo que se cree.
El desengaño no es un producto de la cultura, sino, por el contrario, de la ignorancia. El que está deseoso de saber descubre que cada uno de sus pasos se apoya en la superficie de minas profundas, donde duermen los poderes y los conocimientos de mundos enterrados. En todas partes se guardan herméticos secretos, desde la Irlanda del Numinor céltico hasta la Australia extrañamente muda desde Lascaux hasta la isla de Pascua, desde el desierto de Gobi hasta el Amazonas.
Algunos investigadores han insistido en que una civilización desconocida, heredera del fabuloso pasado, existe aún en las selvas inexploradas de Amazonia, y, más concretamente, en la región delimitada por el río Xingu, el río Tapajos y el Amazonas.
La «ciudad Z» de este persistente sueño romántico se hallaría situada a 19° 30' de latitud Sur y 12' 30' de longitud Oeste. En las extrañas libretas del coronel Faucett, que desapareció en estas regiones, en 1925, sin dejar rastro, se lee:
«La solución del origen de los indios de América y del mundo prehistórico, la tendremos cuando sean descubiertas y abiertas a la investigación científica las antiguas ciudades de la civilización solar. Pues yo sé que estas ciudades existen.»
En efecto, algunos indios habían hablado a Faucett de una ciudad que seguía viva, habitada, iluminada por la noche. Pero nadie ha entrado aún en la tierra prohibida.
Alpheus Hyatt Varrill fue, como el coronel Faucett, una prodigiosa figura de explorador romántico. Murió en 1964, a los noventa y tres años, después de haber escrito un centenar de obras sobre la América Central y la América del Sur. Jamás intentó forzar la tierra prohibida, convencido de que moriría en el empeño; pero pudo consultar, según dice, los archivos secretos del duque de Medinaceli, en los cuales se encuentran -dice- los mapas utilizados por Colón, en los que figuran, no solamente el contorno de las dos Américas, sino también los detalles del interior.
Varrill, y su viuda después de él, no han dejado de afirmar que existieron civilizaciones extraordinariamente avanzadas en América del Sur, y que aún permanecen vivos restos considerables de ellos. Dado que la mayoría de las predicciones de Varrill han sido comprobadas, en particular las referentes a las inscripciones fenicias y a los métodos químicos empleados por los antiguos peruanos para el tratamiento del granito, debemos considerar con cierto respeto su más obstinada afirmación.
Añadiremos, en recuerdo del coronel Faucett y de Varrill, dos informaciones que no tienen valor decisivo, pero que fueron recogidas por nosotros en el curso de los últimos años. La primera nos fue proporcionada por el señor Miguel Cahen, uno de los directores de la sociedad «Magnesita, S. A.», dedicada, en el Brasil, a minerales industriales y, en particular, a los derivados del magnesio que se utilizan en metalurgia.
Un prospector de esta sociedad encontró, junto a los lindes de la tierra prohibida, un extraño cristal que el señor Miguel Cahen remitió a Jacques Bergier. Al ser examinado, este cristal resultó ser de carbonato de magnesio, dotado de una transparencia extraordinaria y de propiedades muy curiosas en el espectro infrarrojo, con radiaciones polarizadas. Ningún cristal de este tipo aparece descrito en mineralogía.
Bergier envió este cristal a la Oficina Nacional de Investigaciones Aeronáuticas de Francia. Los especialistas de esta oficina declararon que el susodicho cristal sólo podía ser de origen artificial. Y la cosa quedó así, pues «Magnesita, S, A.» no disponía de otras muestras.
La segunda información llegó a nuestro conocimiento por medio de una periodista brasileña, Cecilia Pajak, del diario O Globo. Según Cecilia Pajak, allá por el año 1958 se pidió la extradición de cierto número de criminales de guerra alemanes, refugiados en Brasil. Algunos de éstos fueron a esconderse en la tierra prohibida.
En general, los que penetran en esta zona desaparecen para siempre. Pero no ocurrió así en el caso de estos nazis. Desde 1964, sus familiares residentes en Brasil reciben cartas, remitidas desde el interior. Estas cartas afirman que aquellos hombres permanecen prisioneros, pero reciben buen trato. Les está prohibido decir quiénes son sus carceleros...
¿Serán mantenidos como rehenes en alguna de aquellas ciudades secretas de que, con tanta fe, nos hablaba el coronel Faucett?
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:57 |
CAPÍTULO V A PROPÓSITO DE LA CIENCIA CHINA
Escafandras de 45.000 años. - Bronce de aluminio y alquimia. - El Tratado de las mutaciones. - El sismógrafo de Chang Heng. - Las mágiiinas astronómicas del siglo I. - La tradición matemática. - Los espejos mágicos. - El I Ching. - El orgullo del Celeste Imperio.
El contacto intelectual con China es muy difícil de establecer. Incluso conociendo la lengua, es casi imposible captar los argumentos y las intenciones del interlocutor. Mientras nosotros escribimos este libro, los físicos europeos del CERN(Centro Nacional de Investigaciones Científicas) discuten el siguiente problema: los recientes descubrimientos chinos sobre los statons, ¿constituyen un enorme progreso, o se trata simplemente de hechos conocidos y redactados en lengua cultural china?
Igual perplejidad impera en los medios americanos de la física. Dejemos, pues, al profesor Chi Pen Lao, de la Universidad de Pekín, y a la Agencia Nueva China, la responsabilidad de sus afirmaciones. Según estas fuentes, en las montañas del Hunán y en una isla del lago Tungting se descubrieron unos bajorrelieves de granito que representan seres no humanos, o, mejor dicho, hombres-escafandra con trompa de elefante (¿aparato respiratorio?).
Estos seres aparecen representados, ora de pie en el suelo, ora sobre unos objetos cilíndricos que flotan en el cielo. Según las mismas fuentes, ¡estos bajorrelieves tienen una antigüedad de 45.000 años! He aquí algo que no contradice nuestra tesis. Pero quisiéramos saber cómo ha sido determinada aquella antigüedad.
Existen métodos -termoluminiscencia, paleomagnetismo- para determinar las fechas, cuando no basta el carbono radiactivo. Sin embargo, que nosotros sepamos, estos métodos no han sido nunca aplicados in situ, y, como la Academia de Ciencias de Pekín no contesta las cartas que se le escriben, resulta difícil pronunciarse... Esperemos que la información sea exacta, y consignemos únicamente el hecho de que los mitos chinos aluden frecuentemente a visitantes extraterrestres.
Los documentos y los objetos que realmente poseemos para sentar y demostrar la idea de una ciencia y una técnica en China, datan de los tres primeros siglos de la Era cristiana. Entre cuarenta mil años antes de J. C. y trescientos después de J. C., existe una considerable distancia en el tiempo, la mayor que, hasta este momento, se ha señalado en este libro.
Objetos de bronce de aluminio han sido encontrados en tumbas que datan del siglo II después de J. C. Parece imposible, pero es verdad. No se puede obtener bronce de aluminio sin electrólisis. Sin embargo, los alquimistas chinos lo consiguieron. ¿Con qué procedimiento? Esto es lo que quisiéramos saber. En todo caso, conviene consignar algunos datos sobre la alquimia china.
Utilizaremos la Historia del mundo antiguo, de la UNESCO (tercera parte, edición inglesa). La alquimia china, cuyas raíces habría que buscar en los milenios desconocidos, tuvo por objeto transmutar al adepto, haciéndole adquirir la sabiduría y la inmortalidad corporal; en cambio, la fabricación de oro, a base de un procedimiento de transmutación tradicional, no fue más que una etapa para la obtención de productos capaces de asegurar al adepto la trascendencia de la condición humana. Como establece muy bien la obra de la UNESCO, el oro alquímico no estaba destinado a la venta.
El primer texto alquímico conocido es el Ts'ant'ung-Ch'i. Como todos los maestros de ciencias secretas, el autor escribe bajo seudónimo. El texto explica, en noventa párrafos, la fabricación, partiendo del oro, de la píldora de la inmortalidad, mediante un procedimiento térmico complejo, en un recipiente en forma de huevo y herméticamente cerrado. Como el célebre Tratado de las mutaciones, la obra utiliza el lenguaje binario de los ordenadores modernos. En ella encontramos ya los términos Yang y Yin, o sea la doble oposición que constituye la base de la doctrina del taoísmo.
Se han descubierto varios tratados de alquimia, todos ellos correspondientes a los tres primeros siglos de nuestra Era, pero que hacen referencia a hechos mucho más antiguos. Según los autores, los alquimistas que consiguieron realizar la Grande Obra vivirían aún en «una isla de los inmortales». Otros textos alquímicos han sido descubiertos después de la revolución cultural, pues Mao Tsé-tung se interesa por la alquimia.
Pasemos ahora a lo que puede comprobarse.
Existen dos fuentes indiscutibles en lo que concierne a China y a su ciencia. Una de ellas es la obra del doctor àlexander Kovda, director de la sección de Ciencias Exactas y Naturales de la UNESCO. La otra es la monumental Historia de la ciencia en China, del historiador inglés Joseph Needham, publicada por la Universidad de Cambridge.
Un primer hecho cierto y sorprendente se desprende de estas obras: los chinos poseían un conocimiento exacto y sumamente desarrollado de la sismología. Esto es algo absolutamente único en la historia de las antiguas civilizaciones. Fueron los chinos quienes redactaron una lista completa de los temblores de tierra, desde el año 780 antes de J. C. hasta el 1644 de nuestra Era.
Según las crónicas, los dioses bajados del cielo exigieron la redacción de esta lista. Por consiguiente, los Dioses se interesaban de manera singular por la estructura del globo terrestre. Pero hay, aún, algo más extraordinario. Chang Heng, nacido el año 78 y muerto el año 139, inventó el sismógrafo. Su aparato incluía un péndulo que podía desplazarse en ocho direcciones y hacía funcionar determinados mecanismos.
En la parte exterior del aparato había ocho cabezas de dragón, cada una de las cuales sostenía una bola de bronce. Debajo de cada cabeza, un sapo, con la boca abierta, recogía la bola. De este modo se obtenían indicaciones que permitían situar, con la regla y el compás, el epicentro del terremoto. No cabe la menor duda sobre la existencia de este aparato. Pero quizá no se ha reflexionado bastante sobre su posible interpretación.
Se trata de una aplicación, en el marca de las costumbres y de las artes chinas de la época, de principios científicos avanzados y que presuponen un conocimiento de la estructura de la Tierra, de las matemáticas e incluso de la prolongación de las ondas, cuyo origen se ignora. Todo rastro de esta clase de estudios desaparece después de la dinastía de los Han. ¿Por qué?
La misma obra de la UNESCO aporta datos interesantes sobre la astronomía china. Ésta surge antes que la alquimia y constituye la ciencia secreta de los sacerdotes-reyes de la dinastía Chu. Estos reyes son en parte mitológicos y en parte reales, y ningún historiador está de acuerdo en la determinación de qué emperadores Chu fueron míticos o reales. Así, el emperador Yao es citado a veces como legendario, y otras como humano.
Se dice que nombró, para altos cargos, a unos astrónomos que tampoco sabemos si eran personas o entelequias. Muy poco se sabe en Occidente de esta ciencia secreta. Se presume que sirvió, principalmente, para el estudio de un planeta invisible, pero que formaba parte del sistema solar. A partir del siglo XVI antes de J C., se advierte la observación sistemática de los eclipses de sol, que, incluso entonces, parecían muy antiguos, remontándose a fechas difíciles de admitir, porque se refieren a decenas de millares de años.
Sabríamos mucho más si poseyéramos documentos escritos. Pero gran número de éstos fueron destruidos durante la revolución cultural. No la de Mao, sino la de Wang Mang. Wang Mang, llamado el Usurpador, gobernó China desde el año 9 hasta el año 22 de la Era cristiana; hizo la revolución, pero acabó por decretar impuestos tan gravosos, que fue asesinado durante el invierno del año 22 de nuestra Era.
En el curso de la revolución, desaparecieron muchísimos textos. Casi doscientos años más tarde, aparecen nuevos documentos, durante el siglo II de la Era cristiana. Entonces vemos surgir, fundándose en una tradición inmemorial, una teoría según la cual los cielos no estaban compuestos de materia, sino que las estrellas y planetas flotaban en un espacio infinito y vacío. Es una teoría que se aproxima a la visión moderna, y absolutamente única en su tiempo.
Comprobamos también, desde el año 5 de la Era cristiana, la existencia de máquinas que imitan el Universo, que siguen una estrella en su movimiento y permiten predecir los eclipses. En el siglo III, la predicción de los eclipses alcanza ya un grado excelente.
A fines del siglo IV se llega a predecir si un eclipse será parcial o total. Todo esto aparece perfectamente comprobado en los trabajos de Joseph Needham y de Alexander Kovda. Esta maquinaria celeste (la expresión es de Joseph Needham) parece ser absolutamente original. Se distingue de tentativas contemporáneas de Alejandría y de las realizaciones posteriores en Europa por el sistema de coordenadas, fundado en la declinación y la eclíptica. Los dispositivos chinos hacen pensar en los telescopios modernos, mucho más que las realizaciones de los griegos o, incluso, las de la Edad Media europea.
No resulta difícil admitir, desde nuestro punto de vista, que se trata de una ciencia secreta, desarrollada de manera muy diferente a como se desarrolló en Europa. Hay que observar, también, que, desde el siglo I de la Era cristiana se conocía el magnetismo. Éste se empezó a utilizar para l a. orientación, aunque la brújula no apareció hasta un siglo más tarde.
Desde el siglo I de nuestra Era se describen imanes en forma de cuchara, que ostentaban un dibujo de la Osa Mayor y se orientaban hacia el Sur. Sin duda tenían una antigüedad respetable, remontándose al período de los alquimistas inmortales, del que no sabemos prácticamente nada.
Estos descubrimientos parecen relacionados con matemáticas avanzadas, que sin duda tuvieron mucho que ver con la magia taoísta. En el siglo II de la Era cristiana, sabemos que existió una «Memoria sobre la tradición del arte matemático», que relaciona los secretos de los números con los misterios del Tao.
En el terreno práctico, los mismos herederos de la de la tradición matemática inventan el ábaco, aproximadamente en los tiempos de Jesucristo. Este invento, contrariamente a lo ocurrido con otros, no llegará a Occidente, donde se realizará independientemente.
Todas las descripciones del desarrollo científico del primer milenio antes de J. C. aluden a los espejos mágicos. Algunos de estos espejos se conservan aún en colecciones particulares. Su estructura y su empleo resultan incomprensibles. Son espejos que tienen, detrás del cristal, unos altorrelieves extraordinariamente complicados.
Cuando el espejo está iluminado por la luz del sol directa, estos altorrelieves, separados de la superficie del espejo por un cristal reflectante, se hacen visibles. En cambio, esto no se produce con luz artificial. Es algo científicamente inexplicable. También se atribuyen otras propiedades a estos espejos: asociados a pares, transmiten las imágenes, como la televisión. Que nosotros sepamos, no se ha hecho ningún experimento para comprobarlo.
Los especialistas de la UNESCO explican que la singularidad de estos espejos se debe a «pequeñas diferencias de curvatura» (?), y se muestran reservados sobre las otras propiedades. Si se pudiese demostrar que estos espejos poseen circuitos impresos y constituyen un modo de comunicación, tendríamos una prueba de la existencia de técnicas avanzadas en la antigua China.
Por último, y a nuestro modo de ver, el I Ching constituye la prueba última y esencial de una ciencia superior en China. Necesitaríamos varios libros del tamaño de éste para estudiar a fondo el significado del I Ching. Nos limitaremos a mencionar lo que parece esencial, advirtiendo, ante todo, que la obra de C. G. Jung es capital en este campo, como en muchos otros.
¿Qué es el I Ching?
El I Ching, o Libro de las mutaciones, es una obra en la que se consignan metódicamente todas las situaciones en que un ser humano puede encontrarse. Es también un oráculo que permite descubrir la situación en que se halla el interrogador en el momento de formular su interrogación. Para obtener la respuesta, el operador arroja al aire unos palillos y saca un número, correspondiente a la posición de aquellos. Ese número indica una frase del oráculo.
La clave que indica esta referencia -clave que como el libro, es de una antigüedad imposible de precisar; tal vez cuatro mil años- utiliza el sistema binario, igual que hacen los ordenadores. El funcionamiento de este «aparato para conocerse > presupone, evidentemente, la intervención y el juego de fenómenos paranormales.
Como en los experimentos parapsicológicos de Rhine y de Soal, existe una violación de las leyes de probabilidades y un traslado del tiempo, del pasado al futuro. Es indiscutible que el oráculo contesta y que sus respuestas son, muchas veces, sensatas. No cabe duda de que, si se hubiese dedicado al I Ching una parte de los recursos que se consagran a investigaciones insignificantes, pero tranquilizadoras, se habría hecho progresar el conocimiento universal.
Lo que llama la atención, incluso prescindiendo del aspecto paranormal del fenómeno, es la utilización de una clave binaria y al mismo tiempo, la sutil clasificación de todos los problemas humanos en un número limitado de situaciones típicas. Esto implica formas de pensamiento abstracto, ciertamente iguales o superiores a los de toda civilización conocida del año 2000 antes de J. C.
Y si recapitulamos: fabricación del aluminio, sismografía, astronomía y espacio infinito, síntesis del oro, espejo mágico, I Ching, tendremos que reconocer que había en China una civilización absolutamente original y siempre orientada hacia la técnica.
Esta civilización plantea, evidentemente, numerosas cuestiones relativas al pasado. Pero también plantea otras, relativas al presente:
Dado su inmenso poder de abstracción, relacionado con una considerable capacidad técnica desde la más remota antigüedad, ¿por qué no ha progresado China, hasta asegurarse rápidamente la dominación del mundo? ¿Por qué ha triunfado occidente sobre esta poderosa civilización?
Según los tradicionalistas, hay que buscar la respuesta en el hecho de que el taoísmo degeneró rápidamente en un conjunto de prácticas de charlatanería, rompiéndose el lazo con los «inmortales- Según los materialistas como Joseph Needham o Alexander Kovda, el proletariado se dejó encadenar, y China perdió la oportunidad de una revolución industrial y de un 1917. Ninguna de estas respuestas es enteramente satisfactoria.
Pero si queremos comprender el orgullo chino contemporáneo tenemos que remontarnos a las antiguas fuentes y ver en ellas la razón de una soberbia inmemorial, así como la justificación inmemorial de la ambición de gobernar el mundo.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:58 |
CAPÍTULO VI VIAJE ALREDEDOR DE NUMINOR
La mano de plata y la fuente milagrosa. - El agua, la tierra, la luna, la muerte. - Los Dioses venidos del mar y los venidos del cielo, - Los manuscritos desaparecidos. - Conspiración contra el celtismo. - Una leyenda de tipo Akpallu. - Organización militar y metalurgia. - Druidas, bardos y oubages. - Sobre la iniciación y el enterramiento esotérico. - 1.° de mayo, San Juan y Navidad.- Numinoë y Numinor. - La ciudad de Ys. - El mito de las ciudadelas sumergidas.
Numinor, la Atlántida del Norte, la Atlántida celta, es mucho menos célebre que la Atlántida propiamente dicha. Su nombre despierta cierto eco literario en los países anglosajones, pues sirvió de base a dos grandes trilogías imaginativas: la de C. S. Lewis y la de J. R. Tolkien. Sin embargo, incluso para las que han leído estas magníficas trilogías, Numinor sigue siendo vago símbolo de un polo alrededor del cual se habrían concentrado las influencias nórdicas.
Incluso ignoramos la posición geográfica de este centro. Pero si algo tiene una probabilidad de ser verdad es que, considerado el contenido de los datos legendarios, los celtas debieron tener una Atenas, una Roma. No poseemos ninguna indicación concreta sobre su fundación, ni sobre su caída. ¿Se trata de una ciudad mítica del más allá? ¿Cómo dilucidar este punto?
Podemos estudiar la historia de la Irlanda antigua buscando un rastro de Numinor. Pero no lo encontramos. Sin embargo, veámosla de todos modos, pues esta historia nos fue transmitida en forma simbólica y, para comprenderla, hay que intentar una especie de psicoanálisis de este simbolismo.
Después del gran Diluvio Universal, la isla que había de ser más tarde Irlanda fue habitada, en un principio, por la reina maga Cessair (reencarnación de Circe) y sus súbditos. Cessair pereció, con toda su raza. Hacia el año 2640, antes de J. C., el príncipe Partholon, procedente de Grecia, desembarcó en Irlanda con veinticuatro parejas. Al principio, Irlanda era una llanura única, horadada por cuatro lagos y regada por nueve ríos.
Engrandecida por Partholon, contará en lo sucesivo con cuatro llanuras y siete nuevos lagos. Los compañeros del príncipe se multiplicaron al cabo de trescientos años eran ya cinco mil. Pero una misteriosa epidemia los aniquiló cuando la fiesta de Beltine, el primero de mayo, al cumplirse el tricentenario de su desembarco. Su sepultura colectiva se encuentra en Tallaght, cerce de Dublín. Mientras tanto, allá por el año 2600 la raza de los «Hijos de Nemed» (cuyo nombre significa «Sagrado»), procedente de Escitia, había puesto pie en la isla, que creían desierta.
Otra masa de invasores desembarcó alrededor del año 2400, el día de Lugnasad (1 de agosto), tercera gran fiesta del año céltico. Los Fir Bolg (¿los «hombres belgas»?) constituían su elemento principal, al que se sumaron diferentes tribus, tales como los Gaileoin (¿«galos»?), y los Fir Dominan (¿«Dummonm de Gran Bretaña»?), pero formando todos una sola raza y una sola dominación. Por último, procedentes de las «Islas del Oeste», donde estudiaban el arte de la magia, llegan los miembros de la Tuatha De Danann, que son de raza divina.
Traen consigo sus talismanes: la espada de Nuada, la lanza de Lug, el caldero de Dagda y la «piedra del destino» de Fl, que grita cuando se sienta sobre ella el rey legítimo de Irlanda. Estos invasores sucesivos tuvieron que combatir, todos ellos, contra una raza de monstruosos gigantes que moraba al principio en Irlanda. Unos tenían «un solo pie, un solo ojo y una sola mano»; otros tenían cabeza de animal, en su mayoría de cabra.
Estos monstruos eran los Fomoiré (de fo, debajo, y moiré o mahr, demonio hembra, cuyo nombre figura en la palabra francesa cauchemar, pesadilla). En seguida se entabla la lucha entre los Tuatha Dé Danann y los Fir Bolg. La primera batalla se desarrolla en Moytura (Mag Tuireadh, la «Llanura de los pilares», es decir, de los menhires), cerca de Cong, en el actual condado de Mayo. Los Tuatha Dé Danann salen triunfadores.
En el curso de la batalla, su rey, Nuada, pierde la mano derecha. Esta mutilación trae consigo la privación del poder soberano. El hábil curandero Diancecht sustituye el miembro amputado por una mano articulada de plata. Obligado a dimitir, Nuada Mano de Plata es sustituido por Bres («Hermoso»), hijo de Elatha («el saber»), rey de los Fomoiré, y de la Diosa Dé Danann Eriu (diosa anónima de Irlanda).
Las dos razas enemigas se alían por medio del matrimonio. Bres se casa con Brigitte, hija de Dagda, mientras que Cian, hijo de Diancecht, se casa con Ehniu, hija de Balor Malos Ojos. Pero Bres es un tirano odioso. Abruma a sus súbditos con impuestos y gabelas; se burla de Cairbré, hijo de Ogma y el más grande filé (bardo) de Dê Danann. Bres se verá obligado abdicar el poder al cabo de siete años.
Entonces, Nuada vuelve a subir al trono, pues su mano natural ha sido sujetada a su muñeca, gracias a la habilidad y los ensalmos de Miach, otro hijo de Diancecht. Éste, por envidia, hace matar a Miach.
Mientras tanto, Bres celebra un consejo secreto en su morada submarina. Convence a los Fomoiré de que le ayuden a expulsar de Irlanda a los Dê Danann. Los preparativos de guerra duran siete años, período durante el cual se va desarrollando Lug, el niño prodigio «maestro de todas las artes».
Lug organiza la resistencia de Dê Danann, mientras Goibniu les forja armas y Dincecht hace brotar una fuente maravillosa que cura las heridas y reanima a los guerreros muertos. Pero unos espías fomoiré la descubren y le quitan su eficacia, llenándola de piedras malditas. Después de algunos duelos y escaramuzas, se entabla una gran batalla en la Moytura del norte (llano de Carrowmore, cerca de Sligo).
Numerosos guerreros perecen en el curso de la encarnizada lucha: Endech, hijo de la diosa Domnu, muere a manos de Ogma, que sucumbe a su vez. Balor Malos Ojos fulmina a Nuada con su mirada fatal. Pero Lug, con su honda mágica, hace saltar los ojos a Balor. Vencidos y desmoralizados, los horribles Fomoiré retroceden y son arrojados al mar. Bres cae prisionero, y se rompe la hegemonía de los gigantes en la isla.
Pero el poderío de los Dê Danann conocerá una rápida decadencia. Dos deidades del Imperio de los Muertos, Ith y Bilé, desembarcan en la desembocadura del Kenmare e intervienen en las reuniones políticas de los vencedores. Mile, hijo de Bilé, va a reunirse con su padre, en Irlanda, acompañado de sus ocho hijos y de su séquito. Como los invasores anteriores, llegan un primero de mayo En su camino hacia Tara, se encuentran sucesivamente con tres Diosas epónimas: Banba, Fodla y Eriu.
Cada una de ellas pide al druida Amergin, consejero-divino de Mile, que ponga su nombre a la isla. La isla recibirá el nombre de Erinn (genitivo de Eriu), porque Eriu formuló su petición en tercer lugar. Después de nuevos y sangrientos combates, en el último de los cuales interviene Manannan, hijo de Llyr (el «Océano»), los tres hijos supervivientes de Mile matan a los reyes Tuatha. Se concierta un tratado de paz; los Tuatha renuncian a Erinn y se retiran al país del Mas Allá, sin más compensación que determinado culto y sacrificios celebrados en memoria suya.
Así debió de empezar la religión en Irlanda.
Todo esto es mítico. Sin embargo,
«conviene considerar el mito, no como una fabulación estúpida de la mente humana en lucha con las famosas potencias engañosas de Pascal, sino como una técnica operatoria de igual valor epistemológico que las matemáticas. Tal vez así se comprenderán mejor las lecciones de la Historia, pues ésta está plagada de mitos que no se atreven a decir su nombre. Se comprenderá a los celtas, y su curso intelectual»
(Jean Markale).
Nosotros trataremos de llegar hasta Numinor a través del mito. El camino es largo. Empecemos por el principio. En la mitología céltica se observa una cronología exacta y a todas luces racional, fundada en dos principios inseparables: la vida y la muerte, asociadas ambas a la tierra madre.
Existe un paralelismo entre la tierra y el hombre. Éste pasa por tres estados: el nacimiento, la vida y la muerte. En una medalla céltica, cada uno de estos estados está representado por una cabeza de corcel. Las tres cabezas son absolutamente idénticas: hay similitud y una especie de fusión.
El agua estaba estrechamente relacionada con el suelo (y con el subsuelo). Es el elemento fluido: mezclado con el elemento telúrico, y los caracteres sagrados de estos elementos permanecen íntimamente ligados. (Es curioso observar que, según los esquimales iglulik, que viven en Canadá, los hombres, cuando llegaron a la tierra, vivieron, en la oscuridad; nada concreto se dice sobre su origen.)
Entonces, no había ningún animal, y el suelo proporcionaba una alimentación pobre y escasa. Pero un solitario recibió la visita de espíritus que venían de otra parte. estos le aconsejaron que descendiese a la casa de la madre de los animales marinos. Siguió el consejo, y se sumergió. Trajo de allí (cosa curiosa) piezas de caza y no pescados, y, al propio tiempo, la alegría para sus semejantes.
También puede observarse, entre los celtas, que el señor de los alimentos, Aryaman (etimológicamente, protector é los arios o indoeuropeos), representa un doble papel. En esto se parece un poco a Jano. También existe en el mazdeísmo. Pero su ambigüedad -su benevolencia, opuesta al terror que inspira a veces- no subsiste entre los persas. En la religión de éstos, existen dos fuerzas opuestas: el genio del bien, Ahura Mazda, y el del mal, Ahrimán, que es también poder de las Tinieblas.
También encontramos esta oposición en su arte particularmente en la fachada de los edificios, en que los arquitectos combinaban efectos de luz y de sombra, obtenidos con relieves y concavidades. Muchos monumentos aqueménidas lo atestiguan. Y es permisible imaginar este mismo carácter en los edificios de Numinor.
Pero otro elemento viene a sumarse al agua y a la tierra: la luna, cuyo culto figura en las más antiguas leyendas. Como en todos los pueblos de la Antigüedad, se le presta adoración, no por ella misma, sino por su intervención en todas las formas de la vida.
La luna ejerce una fuerza en el crecimiento de los vegetales, en los períodos femeninos y en las mareas. Por otra parte, las fases creciente y menguante permitieron a los celtas adquirir nociones precisas de duración y de medida. Así, pues, los primeros cultos se dedican a nuestro planeta y a su satélite, sin olvidar la superioridad otorgada al agua. Pues la inmersión en ésta «simboliza el retorno a lo preformal», y la salida del agua, el acto cosmogónico de la creación.
Debido a esta continuidad inmutable, el oscuro mundo subterráneo, que inspira al principio un terror comprensible, pierde después este aspecto, pues el País de los Muertos es también el Mag Mell: la llanura feliz de los Campos Elíseos, y TIR-NA-N-OG, la tierra de los Jóvenes. Pero, a partir de cierto momento que no se puede precisar, los Dioses subterráneos y acuáticos son remplazados por otros, venidos del espacio.
Parece que esta sustitución indica una conmoción, una conquista. Los invasores son los hijos de MIL, que venció a losTUATHA-de-DANANN. Éstos disfrutaron de inmenso poder durante treinta siglos. Para convencemos de esto, basta con examinar, en las costas de Irlanda, fortalezas o muros de granito que fueron fundidos en un espesor de cincuenta centímetros por un arma singularmente parecida al láser o a una fusión termonuclear. Además, se les atribuye la erección de los megalitos.
Su punto de partida está relacionado con un crimen, como en el episodio de la caída judeocristiana (y quizá, también, al de la desaparición de Numinor). Este crimen se dice cometido por Morrigana (demonio de la noche), hija de Bu-an (el Eterno), o de Ernmas (el Asesinado), llamado también Bodb (la Corneja).
Sea de ello lo que fuere, los Dioses solares hicieron inclinar la lanza del lado del fuego y por consiguiente, la muerte, considerada desde otro ángulo. En efecto, si en las grandes civilizaciones de Asia y de Grecia el sol tiene, sobre todo, la condición de creador-fertilizador, y simboliza la victoria del espíritu sobre la materia, su ocaso guarda también relación con la decadencia y la desaparición; y así, si engendra al hombre, lo devora también. Sin embargo, Lug, el más importante Diossolar, representa, sobre todo, un papel benéfico y posee grandes cualidades. Es señor indiscutible de las artes, tanto de la paz como de la guerra.
Recibe el título de Sahildanach (literalmente, politécnico, herrero, carpintero, poeta, campeón, historiador, hechicero). Desempeña todas las actividades superiores de la tribu. Posee una lanza mágica, que hiere por sí sola al enemigo que amenaza al Dios. Su arco es el arco iris y en Irlanda, la Vía Láctea recibe el nombre de «Cadena de Lug». En cambio, el brillo de su rostro impide que se le pueda mirar a la cara lo cual recuerda el fenómeno que la Biblia denomina «la Gloria del Señor», y la ciencia-ficción «los Grandes Galácticos».
También tiene algunos rasgos de Mercurio y, por otra parte, no hay que olvidar los desastrosos efectos de la claridad y de la luz en ciertos mitos griegos, como el de Icaro, en Creta.
Dagda raya a menor altura. Dios de los músicos, encanta, aunque no suscita una gran veneración. Con su arpa mágica, toca sucesivamente los aires del sueño, de la risa, de la tristeza, y sus oyentes duermen, ríen o lloran. Esto recuerda un poco las virtudes de ciertos temas musicales de la India. Algunos de ellos tenían incluso el poder de matar a los que los escuchaban, si eran tocados intempestivamente.
En Irlanda, se venera bajo este mismo nombre de Dagda al Señor del Caldero, que en otras partes se llama Teutates. En todo caso, el culto del caldero se practicó en todos los países célticos.
Además de Lug y Dagda, podemos citar a los hijos de Don. Los galos llamaban Lys Don (corte de Don) a la constelación de Casiopea, y Caer Gwydon (castillo de Gwydon) a la Vía Láctea.
Al cabo de cierto tiempo, se afirma de nuevo la superioridad telúrica. Aunque los hijos de Mile habían transformado el fuego destructor en fuego benéfico, parece que celebraron un trato con los dioses subterráneos. Éstos se refugiaron en las tenebrosas regiones del centro del planeta; pero salen de ellas periódicamente, regresan a la superficie y, visibles o no, pero siempre tangibles, participan en la vida de los hombres.
Mientras tanto, los celtas siguen esperando (si no un redentor o un Mesías) un ser predestinado, Galaad, que indicará el sentido exacto de cada acción, a fin de que sean regeneradas las funciones. Pues el mundo de lo «sagrado» es ambiguo. Si una cosa posee, por definición, una naturaleza fija, hay, por el contrario, una fuerza que engendra el bien o el mal, según la orientación que tome o se le imprima.
Si consideramos la importancia que los celtas atribuyeron a los mitos, nos daremos cuenta de que no se trata de simples fabulaciones. Los mitos representan cuanto pudo existir de opuesto al Logos de los griegos y a la Historia de los latinos. Según los cristianos, son creencias no confirmadas por las Escrituras y que, por tanto, carecen de todo fundamento. Pero podríamos replicarles que pocos acontecimientos vinieron a confirmar las Escrituras.
Lo cierto es que se transmitieron durante largo tiempo, de generación en generación, por vía oral. Así, los primeros textos irlandeses, que constituyen la base del folklore, no pueden considerarse como anteriores al siglo v de nuestra Era, por más que digan los entusiastas. Cierto que no se ha demostrado que no existiesen manuscritos bretones, que pudieron perderse cuando las invasiones normandas. Es verosímil que estos manuscritos, en lengua bárbara que nadie comprendía fuera de la península, fuesen a parar a ciertos monasterios, donde los pondrían de lado, para destruirlos después.
Ignoramos a qué tiempos se remontan exactamente las leyendas cuyo origen se pierde en las brumas de la prehistoria indoeuropea y autóctona (la mayoría de los textos que se han conservado están escritos en gaélico y en galo medio). La última forma adoptada por los mitos célticos fue el ciclo de la Tabla Redonda de Arturo. Pero, en esta forma, los símbolos siguen siendo oscuros, y, además, la moral cristiana añadió elementos ajenos a las leyendas paganas.
Éstas, por ser esotéricas, se presentan envueltas en misterio. «El hombre de la multitud no recibirá el conocimiento», escribió Taliesin. Además, algunos manuscritos fueron puestos a buen recaudo, ya fuese para que no se divulgasen, ya para librarle de los invasores y de las depredaciones de los ladrones.
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De: Marti2 |
Enviado: 29/12/2013 01:59 |
De vez en cuando, oímos hablar de un «escondrijo» o de un depósito de manuscritos, descubierto por casualidad o como consecuencia de minuciosas búsquedas. Uno de los autores de la presente obra estuvo a punto de encontrar uno de estos escondrijos mientras, en 1938, realizaba, en Rennes, investigaciones sobre el culto de Alkar-az.
Pero, en definitiva, le fue negado el acceso. Numerosos investigadores, en el curso le los últimos siglos, trataron de interpretar la abundante literatura céltica. Algunos especialistas, como G. Dottin, dedicaron varios libros al análisis y al comentario literario e histórico de los textos que han llegado hasta nosotros. Ya hemos dicho, al principio de este capítulo, que otros se inspiraron en diferentes temas, como el de Numinor.
Y algunos, en fin, los desnaturalizaron lastimosamente. Tales exageraciones se deben, quizás, a que, durante largo tiempo, se desdeñó el estudio de esta civilización anterior a la llegada de los griegos a Europa occidental y a la conquista romana.
Los helenistas y los latinistas se esforzaron desaforadamente, -durante siglos, en negar toda aportación por parte de los pueblos conquistados, o en reducir al mínimo sus méritos y el interés de los enigmas, que, durante dos milenios, no han hecho más que complicarse. Los historiadores menospreciaron a los celtas hasta el punto de confundirlos a menudo con los cimbros, que, a pesar de haberse aliado con los celtas y teutones, tuvieron un origen completamente distinto.
Esta conspiración prosigue aún en nuestros días, por miedo a empañar el brillo de la cultura dispensada a las Galias por Julio César y sus sucesores, y también por los evangelizadores cristianos. Afortunadamente, algunos investigadores ajenos al ostracismo, han intentado, sobre todo a partir del siglo XIX, reconstituir, al menos fragmentariamente, la civilización que nos permite creer en la existencia de Numinor, o situarla con exactitud.
Según Eugène Pictard, que muestra, empero, una gran reserva y se adelanta a las tesis de Broca y de Dieterle, la cuna de los pueblos célticos, el Harz, estuvo en Bohemia y Moravia. En el curso del segundo milenio (sin duda en sus comienzos), emigraron y se dividieron. Al cabo de muchos siglos, algunas ramas llegaron incluso a Asia Menor, donde los griegos les dieron el nombre de gálatas (de donde procede el nombre de un barrio de Estambul, en el que se establecieron algunos de ellos). También observaremos que fundaron, en el corazón de Anatolia, la aldea de Ancira, actualmente Ankara.
Pero, por las razones ya expresadas, sus hazañas o sus aportaciones en estas regiones fueron cuidadosamente minimizadas o pasadas en silencio.
Los autores clásicos aludieron sobre todo, al hablar de la intrusión gaélica en Italia y en Delfos, a un salvajismo que infundía terror a las poblaciones autóctonas, como si los indígenas no hubiesen sentido siempre un gran espanta cuando otros pueblos, civilizados o bárbaros, efectuaban incursiones en su territorio.
Un grupo de celtas, procedentes del Harz se desparrama hacia el Oeste, en forma de abanico, entre los años 950 y 700 antes de J. C., en la época de Hallstatt, o Edad del Hierro. Una rama se instala en la Galia; otra pasa por Holanda, Bélgica y la cuenca del Sena, y llega a Escocia y, después, a Irlanda.
Se ha discutido mucho sobre el origen exacto de los indoeuropeos de los que forman parte. Por consiguiente, podría ser muy bien que el Harz no hubiese sido más que un punto de parada de un núcleo de arios venidos de otra parte, del Norte o del Eranvej.
Dada esta diseminación, y las mezclas de pueblos que se produjeron en este inmenso crisol, resulta imposible determinar con precisión las características de la raza celta. Sin embargo, podemos decir que era braquicéfala, y que esta característica se atenuó, en el curso de los siglos, debido a las mezclas con las diversas poblaciones autóctonas encontradas en Escandinavia, Francia, Iberia, Italia, Besarabia, Polonia, etc.
Al principio allá por el año 5000 antes de nuestra Era, tropezamos con una leyenda de tipo Akpallu:
La raza a que pertenece Gri-Cen-Chos es la de los Fomore (fo, debajo; mor, grande y mar), potencias telúrico atlánticas. Son éstos, según el mito, «guerreros» de un solo pie, de un solo brazo y de un solo ojo; con cabeza de cabra, de caballo o de toro; genios ofidios ya sedentarios cuando llegaron los primeros inmigrantes. Contra ellos se estrella cada nueva ola, procedente del mar o de los aires, modificándolos profundamente, aunque sin llegar a eliminarlos. Volvemos, pues, a tropezar con los Akpallus, pero sin escafandra, o vistos de perfil.
La lengua se divide muy pronto en dos grupos: de una parte, el celta o el gaélico; de otra, el kyniers o belga. El gaélico se hablaba sobre todo en las tierras altas de Escocia y en Irlanda, y sus dialectos se diferenciaron progresivamente. Pero, a pesar de la distancia, encontramos numerosas raíces de éstos en el pahlavi e incluso en el persa moderno. Citaremos un ejemplo: Eyber o Aber significa agua en gaélico, que se dice b en farsi.
En los primeros siglos de la Era cristiana, los celtas utilizaron una escritura: el ogham, fundado en el alfabeto latino y que consiste en unos trazos perpendiculares, a uno y otro lado de una arista central. Después, utilizaron casi siempre el alfabeto latino.
Pero así como se ha puesto en duda su cultura, su organización militar perfeccionada ha despertado gran atención. Su caballería, sus carros de guerra, sus campos atrincherados y, sobre todo sus sables de hierro, infundían terror a sus enemigos. Esto ocurría allá por el año 1000 antes de J. C.
Semejante organización militar presupone un tecnología. Sin embargo, a juzgar por la poca importancia que les otorgan los historiadores, los celtas no hicieron ningún aporte a las ciencias y a las técnicas. Por lo menos, resulta curioso. La obra de la UNESCO dice por ejemplo en una nota, que los caballos de los ejércitos celtas llevaron herraduras desde el principio. La fabricación en serie de herraduras, ya que debió tratarse de decenas de millares, presupone toda una industria, sobre la cual quisiéramos tener algunos detalles.
Conocemos una aldea, La Tène, que fue centro de cultura celta. Pero esta aldea, que data de 500 años antes de J. C., o sea, de al menos dos mil años después del período que nos interesa, se encuentra en Suiza. No es probable que tengamos que buscar allí a Numinor, que, según parece, era puerto de mar...
Aparentemente, la civilización celta, en vez de degenerar, pasó a la clandestinidad en un plano esotérico, mientras creaba, gracias a la utilización del hierro, una poderosa organización militar, que dio origen a la cultura llamada «hallstatt occidental», y que los historiadores dividen, generalmente, en dos períodos: 800 y 650 antes de J. C.
Después de lo cual, este celtismo se transforma en la civilización de La Tène, cuyo centro, según acabamos de decir, se encuentra en Suiza.
Pero, antes, los celtas, como todos los habitantes de Europa, pasaron por tiempos difíciles. En el curso de la era posglacial, el país estaba cubierto de bosques poblados de bestias salvajes. En esta naturaleza hostil no podían practicar aún la agricultura, que requiere una seguridad al menos relativa. Permanecieron, pues, durante un tiempo, en la fase de recogida de frutos silvestres. Una de las primeras características de su modo de vida es la domesticación de los caballos.
Así como utilizaron en seguida el hierro para herrarlos, sustituyeron sus primitivos útiles de piedra y de sílex por otros de metal. Pero, incluso en aquella época, siguieron abriendo pozos de mina de sílex, como los que se han encontrado en Spiennes, Bélgica, muy bien conservados, de más de diez metros de profundidad y con galerías y estrechos pasadizos, por los que apenas podía deslizarse un hombre provisto de sus herramientas.
La habilidad de los celtas en la metalurgia está comprobada por el gran número de forjas descubiertas en la Galia, y particularmente en Lorena, en Borgoña y en Bretaña, y por el uso que hacían los marinos de las cadenas de hierro para anclar sus barcos, en una época en que los navegantes romanos utilizaban aún cuerdas de cáñamo.
Sus herreros conocían procedimientos de temple que daban a sus armas una dureza extraordinaria. También trabajaban la plata y sabían la manera de batirla. Ahora bien, todos estos trabajos presuponen una organización asociativa y, por ende, centros urbanos o, al menos, aglomeraciones importantes.
Indudablemente, se había superado la fase de las chozas de barro. Después de las ciudades lacustres, de casas montadas sobre pilotes, debió de haber ciudades próximas a las importantes necrópolis constituidas parcialmente por los monumentos megalíticos. Éstos se encuentran en todo el contorno de los mares del Norte y del océano Atlántico, también en la Europa central.
R. Grosjean, encargado de investigaciones en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas descubrió en Filesota, Córcega, vestigios de construcciones muy antiguas, que se remontan, quizás, al segundo milenio antes de nuestra Era. Y las espigas y entalladuras que se observan en las piedras levantadas, particularmente en Stonehenge, dan a entender que los celtas poseían conocimientos arquitectónicos y debían, por consiguiente, edificar casas de piedra. Eran expertos en diversas artes menores, practicaban la cerámica y tejían paños muy ricos para la confección de sus vestidos.
Hay que observar, también, que conocían el empleo del ámbar amarillo (el «elektron» de los griegos), desde el Báltico hasta el Mediterráneo. Lo utilizaban como adorno, pero también con fines profilácticos, y, con esta sustancia, que, según Tácito, era el jugo de una materia sumergida, confeccionaban collares para los niños. En efecto, se decía que el ámbar tenía virtudes terapéuticas, e inmunizaba contra diversas enfermedades.
Tanto las técnicas como los mitos se transmitían por vía oral y eran, probablemente, patrimonio de la clase sacerdotal. Ésta constituía una verdadera corporación de filósofos naturalistas y espiritualistas: los druidas. Aunque ninguna de sus doctrinas y actividades fueron registradas en un libro, las conocemos gracias a varios escritores latinos, como Diógenes Laerce, Julio César, Estrabón, Tácito y Plinio el Viejo. Además, hallamos algunas informaciones a su respecto en algunas vidas de santos y también, naturalmente, en las leyendas galas.
Su cofradía parece haber estado emparentada con la de los magos de la religión de Zoroastro y también, un poco, con la de los poseedores de los dogmas védicos; lo cual no es de extrañar, ya que celtas, persas y arios de la India constituyen tres de los vástagos de la gran familia lingüística y cultural de los indoeuropeos, mientras que la rama de los griegos presentaba sensibles diferencias, por haber absorbido las creencias, los conocimientos, las tradiciones y el fondo cultural cretense, lo mismo que los latinos, que fueron discípulos de los helenos y herederos de los etruscos.
La originalidad de los druidas residía, pues, principalmente, en el culto naturalista y en el ceremonial de las estaciones. Además, según dicen los romanos, carecían de templos y reunían a los fieles en los claros de los bosques.
Gozaban de gran consideración. Según el narrador de la «razzia» de los bueyes de Cooley, estaba prohibido a los ulates hablar ante el rey y a los reyes, antes que su druida. Estos actuaban de consejeros políticos de los soberanos y de preceptores de los jóvenes nobles, y practicaban una medicina fundada en el efecto curativo de ciertas plantas.
Por otra parte, los celtas, según hemos dicho, no se limitaban a adorar la Luna como astro, sino también en consideración a su múltiple influencia. Después de observarla largamente, no sólo le otorgaron un importante lugar en los motivos decorativos de sus medallas, sino que concibieron un calendario fundado en las comprobaciones hechas a su respecto, tomando como base las estaciones y las lunaciones.
En sus funciones culturales estaban asistidos por los bardos, cantores de himnos litúrgicos, que celebraban el culto de los héroes. Gozaban, además, de un poder oculto, y, según se dice, realizaban prodigios en comunicación con las fuerzas espirituales del más allá. Pues creían en la inmortalidad del alma y en la metempsícosis, y pronunciaban profecías, aunque esto incumbía tal vez a las druidesas, de las que sabemos poca cosa.
Los oubages, adivinos y sacrificadores, les prestaban igualmente su concurso. Pero el sacrificio no equivalía, como se tiende a creer, a una inmolación. Era consentido e incluso ambicionado. Se trata, nos dice Jean Markale,
«de una operación psíquica, en el curso de la cual se despoja al sacrificado de las escorias que le estorban, por grados sucesivos, y trata de alcanzar la divinidad: el Ser Perfecto».
El último grado es, naturalmente, la muerte, a la que se abandona el iniciado, sin duda como los hinduistas que se hacían aplastar por las ruedas del carro de Jarjenatte, en la India.
Pero aunque tengamos, de manera indirecta, una idea vaga de su saber y de sus costumbres, varias de éstas se han conservado; en particular, ciertas fiestas que fueron incorporadas al rito cristiano. Tal es el caso de la «Víspera de Todos los Santos»; de la fiesta de la Primavera, que, por lo demás, era mucho más precoz que nuestro Primero de Mayo, y también de las hogueras de San Juan. Lo propio puede decirse de la Navidad.
En efecto: en esta época del invierno, los celtas solían adornar sus casas con muérdago, y en particular la entrada, para implorar la gracia de la prosperidad. Más de mil quinientos años después de que los romanos prohibiesen el druidismo (sobre todo después de haberse convertido al cristianismo), Goethe tuvo noticia de esta tradición, que perduraba en ciertas regiones y particularmente en Alsacia, y habló de ella a sus amigos y, después, la celebró en sus escritos.
Pero el muérdago, muy raro en Alemania, fue remplazado por la rama de abeto Inmediatamente, los emigrantes propagaron la costumbre en toda Europa y en América del Norte. En la actualidad, se ha extendido a Asia, e incluso en los hogares musulmanes de Teherán se iluminan, el 25 de diciembre, los árboles de Navidad cargados de regalos, sin dar el menor sentido religioso a esta manifestación que, por lo demás, es estrictamente profana y simplemente tolerada por la cristiandad.
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De: Marti2 |
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Todo esto parece alejarnos considerablemente de Numinor. En realidad, convenía, para hacer creíble la existencia de una ciudad de la que no subsiste rastro alguno, pero cuyo esplendor es cantado por las leyendas, mostrar que es, al menos, probable, dado el nivel cultural, artístico espiritual de la sociedad céltica.
Alguien trató de relacionar su nombre con el más reciente de Numinoë, muy posterior a la época céltica, y cuya historia vamos a referir para mejor refutar esta hipótesis.
En el año 824 de la Era cristiana, el rey Ludovico Pío nombró duque de Bretaña y señor de los bretones al conde de Vannes, que se llamaba Numinoë.
Al principio, Numinoé se mostró aparentemente leal a Ludovico Pío. Pero cuando los hijos de éste se disputaron el Imperio, recobró su absoluta libertad de acción, actuó como verdadero soberano, organizó la unidad bretona y se ganó, por ello, el título de «Padre de la Patria». Habiéndose declarado en favor de Lotario, soberano alejado y, por ello, poco molesto, desafió abiertamente a Carlos el Calvo.
Éste llevó a cabo una expedición para someterle y apoderarse definitivamente de la península. Pero fracasó, pues, el 22 de noviembre de 845, fue derrotado en Ballon, al sur de Rennes, y obligado a reconocer la autoridad de Numinoë en Bretaña. Pero Numinoë no se contentó con esto, sino que se apoderó de Rennes y de Nantes y se anexionó la famosa, Marche, dando así sus lindes al futuro Ducado, que son actualmente los de los cinco departamentos bretones.
Cegado por sus triunfos, Numinoë se convirtió en conquistador. Invadió Anjou, Maine y el Vendòmois. Murió el 7 de marzo de 851 y fue enterrado en la abadía de Saint-Sauveur de Redon, fundada bajo su patrocinio por Conwoion, arcediano de Vannes, y que llegó a ser una de las más brillantes abadías bretonas.
Sin embargo, Numinoë había tenido tiempo de trazar las líneas generales de una reforma política, administrativa y religiosa. Como era vannetés, trasladó el centro político del país de Nantes a Vannes. Reorganizó y delimitó los obispados del Norte (St-Pol-de-Léon, Tréguier, St-Brieux, St-Malo y Dol), despojándoles, por lo demás, de su carácter monástico. Depuró el clero del Sur, tradicionalmente galorromano, y trató de apartar a toda la Iglesia bretona de la obediencia de Tours, proponiendo la creación de una nueva metrópoli, bretona, en Dol.
La figura de Numinoë no carece de grandeza ni de mérito. Es uno de los pocos soberanos bretones que consiguió una cohesión perfecta en un país poco inclinado a la unidad y desgarrado como en tiempos de los galos y de los bretones insulares, por querellas intestinas y luchas de preeminencia muy acordes con la mentalidad céltica.
Pero esta cohesión no duraría mucho tiempo. Parece evidente que este Numinoë fue el jefe celta supremo de la época, el Pendragon cuya autoridad se extendía sobre todo el celtismo y que, por la propia fuerza de su nombre, pretendía ser de Numinor.
Nos parece mucho más lógico considerar las ciudades desaparecidas que menciona la literatura céltica, aunque ninguna de ellas lleve el nombre de Numinor. Estas desapariciones coinciden, por lo demás, con cataclismos naturales. Hacia el año 1200 antes de J. C., descendió en Europa el nivel de los mares, de los lagos y de los pantanos, y esta disminución de la humedad trajo consigo una aceleración del progreso.
Pero a fines de la Edad del Bronce, o Primer Período de Hallstatt (ap. 530 a. de J. C.) se produjo un nuevo cambio climático. Después de unas lluvias torrenciales, que provocaron inundaciones, las costas de los mares del Norte se anegaron parcialmente y, con ellas, varios puertos del Báltico, de Bretaña, del país de Gales y de Irlanda. Esto permite dar mayor crédito a la leyenda bretona de la ciudad de Ys.
Aunque hay que reconocer que ésta ha llegado hasta nosotros con elementos románticos propios de la tradición medieval, gracias al Lai Graelent-Muer, atribuido a María de Francia, y al Misterio de Saint-Gwendolé, drama bretón armoricano (del siglo XVI).
Entonces, no todo es símbolo o mito en estos dos relatos: Gradlon, rey de Cornualles, en el curso de un largo viaje, se ha casado con un hada de extraordinaria belleza. Durante el viaje de regreso, ella da a luz una hija, Dahuit o Abes, y muere inmediatamente después del parto. El viudo consagra todo su cariño a Dahuit. Pero se convierte al cristianismo. (Esta parte de la leyenda no es sólo mucho más reciente que el resto, sino que tiene un carácter moralizador en el sentido religioso, tal como nosotros lo entendemos.)
En efecto, Dahuit sigue siendo pagana. Y, para vivir apartada de la Corte, pide a su padre que le construya una ciudad a orillas del mar. El padre cede, a este capricho, y protege la ciudad con un dique provisto de una puerta de bronce.
Alberto el Grande la sitúa en la bahía de Douarnenez. Según la leyenda, impera el lujo en la ciudad y, además, sus moradores se entregan a continuas orgías. Dios encarga su castigo a Gwendolé. El santo varón avisa a Gradlon, rey piadoso y justo, que consigue salvar sus bienes y emprender la huida. Pero Dahuit y sus disipados compañeros perecen ahogados en la ciudad engullida por las aguas.
Ahora bien, una leyenda parecida la encontramos en el País de Gales, la del Libro Negro de Camãrthen, y otra en Irlanda, en el manuscrito de Leabhar na H. Uidre. En estos textos, y en otros igualmente relativos a ciudades que desaparecieron sin dejar rastro, se observan algunas variantes. En algunos de ellos, no se trata de la invasión de las aguas del mar, sino de una fuente mágica que se desborda.
En otras, interviene un monstruo (casi siempre marino): el de Loch Ness, en Escocia, o el de la Muerte del Curoi, en Irlanda. También encontramos este tema en Escandinavia. Por ejemplo, Selma Lagerloff refiere, en Nils Holgerson, el castigo infligido a los moradores de Vineta, que vivían entregados a la lujuria. La ciudad es sumergida por las olas. Aunque, cada siglo, emerge por una noche.
La literatura épica abunda también en relatos de una ciudad desierta que aparece ante los ojos de un ejército que la ataca y que después desaparece misteriosamente. O bien de una fortaleza que se desvanece al acercarse un visitante, como Parsifal, que va en busca del Santo Grial. Naturalmente, pueden atribuirse varios sentidos a estas desapariciones.
Los cristianos trataron de dar un carácter punitivo a estas destrucciones, análogas a la de Sodoma y Gomorra en el Antiguo Testamento. Pero también la desaparición se puede interpretar como una necesidad de conservar secreto el poder espiritual de los celtas, que resuelven por ellos mismos pasar a la clandestinidad.
Los recientes descubrimientos de ciudades tales como çatal Huyuk o de los vestigios de Filatosa, permiten, sin embargo, esperar que Numinor haya existido en realidad y que un día, tal vez próximo, la descubran los arqueólogos, los espeleólogos o los oceanógrafos, y aporten, de este modo, una prueba irrefutable del nivel que alcanzó sin duda la civilización céltica.
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