El campañol de campo es un roedor
con tendencias monógamas, o sea, que es fiel a su pareja y tal. Cuando
un macho campañol conoce a una hembra campañol, a la que denominaremos
campañola para satisfacer, aunque sea por un párrafo, las demandas de
las políticas de igualdad, lenguaje no sexista y demás cosas por el
estilo; cuando un campañol y una campañola se conocen, decía, y proceden
a ejecutar su ritual de emparejamiento, se les sube la oxitocina,
una hormona que afecta a las regiones cerebrales donde se ejecuta el
software del placer, haciendo que la pareja se guarde fidelidad para los
restos en virtud del gozoso vínculo establecido.
Según dicen que cuentan, a los humanos les pasa lo mismo que a los
campañoles: cuando una persona recibe muestras de afecto y amistad, la
concentración de oxitocina en sangre se dispara, y según los estudios
sobre la actividad cerebral humana, se activan las mismas regiones que
en el caso de los cerebros campañoles.
En un estudio reciente
en el que participaron cuarenta hombres con pareja estable durante al
menos los seis meses previos, se les mostraba una serie de fotos de
mujeres entre las que se incluían sus compañeras. Cuando se les
proporcionaba oxitocina mediante un spray nasal, la actividad de las
regiones cerebrales vinculadas al placer y al deseo se disparaba, pero
únicamente ante la imagen de la pareja. En las conclusiones del estudio,
se sugiere que la oxitocina tiene dos efectos que provocan la actitud
de monogamia: aumenta la belleza de la compañera a los ojos de su
enamorado y, al mismo tiempo, reduce el interés de éste por otras
féminas hasta el punto de que puede llegar a mostrarse hostil con ellas.
La oxitocina es responsable también
de los lazos entre la madre y su bebé, pues se la encuentra en el
momento del parto y en el proceso de amamantamiento; además, se ha
observado un incremento de la confianza y de los gestos de generosidad
entre individuos cuando a estos se les suministra oxitocina por vía
nasal.
Y sí, la oxitocina se comercializa. Basta con buscar en Google y
salen unas cuantas marcas que prometen todo lo que siempre quiso soñar
pero no se atrevió a imaginar, desde convertir al machote bravío en un
cándido príncipe azul hasta ir desprendiendo oxitocinas por el mundo
para ganarse la confianza de toda la peña que se cruce por el camino, ya
sea por negocios o por placer.
Si se pudiera medir, sería muy instructivo comprobar, para confirmar
que el desprecio por la libertad de los individuos no se reduce a las
élites diabólicas que gobiernan desde sus palacios y empresas y esas
cosas, cuánta gente ha dejado de leer este post en el párrafo anterior
para buscar el spray con que dominar el mundo y someter a toda criatura
viviente que se interponga entre ella y sus sueños de gloria divina
hasta la muerte, o sea.
Visto lo visto, ¿hubo alguna vez un amor verdadero? Porque un amor
condicionado por oxitocinas se reduce a la simple determinación
biológica y la palabra pierde todo sentido de ser. Humanos y campañoles
unidos en un mismo nivel de existencia. Como recuerda Eric Fromm en El arte de amar,
siguiendo a Spinoza, “el amor es una acción, la práctica de un poder
humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado
de una compulsión”.
No obstante, se dirá que el ser humano es también un ser cultural, no
sólo natural, y que el amor es un concepto más elevado que realmente va
más allá de los instintos.
Pero la cultura no es más que un regulador simbólico de los instintos
naturales. En pos del bienestar colectivo, unas veces los contiene para
que no cunda el desmadre, bajo el nombre de leyes morales, y otras los
promueve bajo el disfraz de inclinaciones superiores, lo cual no es otra
cosa que un instinto al que se le ha añadido un significado más o menos
trascendente para hacerlo atractivo a los tiempos y lugares varios,
pero un significado gratuito al fin y al cabo, si es que su base es
realmente la oxitocina.
Primero, el instinto de supervivencia guía la elección de pareja.
Aquí, la atracción física con fines reproductivos no es más que un
primer nivel instintivo pues, según el desarrollo psíquico de cada cual,
entrarían en juego otros factores acordes al tipo de proyección inconsciente de que hablara Jung.
El enamoramiento se da por la atribución de cierto aspecto interior, un
“fantasma”, a una persona de carne y hueso que en realidad es ajena a
la idea proyectada. Es la proyección del anima/animus que deviene en
relaciones placenteras hacia la “media naranja” idealizada.
El amor romántico sería la expresión más primitiva
y animalesca del concepto, pues no es otra cosa que un deseo primario
originado en el cerebro reptil que se encubre con una simbología elevada
a lo más alto por simple convencionalismo social, pero en nada acorde a
una conciencia desarrollada, esto es, una conciencia capaz de controlar
sus instintos o, en términos junguianos, de integrar el anima/animus.
Cuando el proceso de individuación es reprimido y se estanca, lo
inconsciente se proyectará en el exterior hasta el punto de que la
dependencia con respecto a la pareja puede alcanzar dosis enfermizas y
la vida carecer de sentido sin la “posesión” de la otra persona.
El hombre ha emergido del animal, pero está condenado a
evolucionar, no a involucionar, “sólo puede ir hacia adelante
desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en
reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida”. La
conciencia de sí mismo como individuo es la conciencia de la soledad y
la separación, la causa de la angustia vital.
El mundo moderno intenta una y otra vez vencer esa sensación de
separatividad retrocediendo a la etapa en que los instintos dirigían la
vida del animal humano, pero tal solución es terriblemente contra
natura, y el fracaso de la solución no hace sino aumentar la angustia
existencial en los miembros de las sociedades más avanzadas.
De ahí que todo intento de refugiarse en los instintos, el deseo, no
sea sino un intento de escapar hacia territorios ya imposibles, pues la
conciencia humana necesita algo más para cumplir con su proceso. De ahí
la permanente insatisfacción que se esconde tras las relaciones amorosas
basadas en el aspecto animalesco. Caramelos para endulzar durante unos
minutos el amargo sabor de una existencia paralizada.
Una vez elegida la pareja, “el amor hay que cuidarlo” quiere decir
que hay que buscar las situaciones propicias para la liberación de
oxitocina a intervalos regulares, de modo que no decaiga el apego
determinado por las hormonas.
A partir de aquí, el resto se reduce a una estimación periódica de
gastos y beneficios, tomas y dacas suena más humano pero es lo mismo,
para decidir si el contrato familiar, aquél por el que un número
determinado de individuos colabora en comunidad para garantizarse la
supervivencia, merece ser dilatado o no.
Si se estima que sigue siendo rentable continuar despertando las
hormonas de la otra persona, podríamos aventurar que el mantenimiento
del nivel de oxitocinas no sólo es provocado por contacto físico,
mediante caricias, gestos y demás, sino que, puesto que a fin de cuentas
una caricia en sueños tiene los mismos efectos físicos y psíquicos que
una caricia real, el desparrame de oxitocinas también podría derivar del
nivel simbólico, de la conservación de la imagen ideal proyectada.
Para entender este último punto, nada mejor que versionar el análisis de Slavoj Zizek sobre la película Luces de la ciudad
como ejemplo de la caída del símbolo, del momento en que la persona
amada se muestra sin las proyecciones del amante, como la “mancha” real
que es, ajena a toda idealización, promesa o beneficio esperado.
En toda la historia del cine, Luces de la ciudad
es tal vez el ejemplo más puro de un film que, por así decirlo, apuesta
todo a su escena final –la totalidad del film sólo sirve, en última
instancia, para prepararnos para el momento final, concluyente, y cuando
este momento llega, cuando (para usarla frase final del ‘Seminario
sobre «La carta robada»‘, de Lacan) ‘la carta llega a su destino’, el
film puede terminar enseguida–. Éste está, entonces, estructurado de una
manera estrictamente ‘teleológica’[…].
Luces de la ciudad es la historia del amor de un vagabundo
por una muchacha ciega que vende flores en una transitada calle y que lo
confunde con un hombre rico. A través de una serie de aventuras con un
millonario excéntrico que, cuando está borracho, trata al vagabundo con
extrema amabilidad pero que, cuando está sobrio, ni siquiera logra
reconocerlo[…], éste pone sus manos en el dinero necesario para la
operación que haga que la pobre muchacha recupere la vista; por lo cual
es arrestado por robo y sentenciado a prisión. Después de haber
cumplido su condena, vagabundea por la ciudad, solitario y desolado;
repentinamente, se topa con una florería donde ve a la muchacha. Esta,
después de superar con éxito la operación, maneja un próspero negocio,
pero aún aguarda al Príncipe Encantado de sus sueños, cuyo caballeresco
obsequio permitió que recuperara la vista. Cada vez que un joven cliente
bien parecido entra a su tienda, se colma de esperanzas; y una y otra
vez se decepciona al escuchar la voz.
El vagabundo la reconoce de inmediato, mientras que ella no lo hace,
dado que todo lo que conoce de él es su voz y el contacto de su mano: lo
único que ve a través de la vidriera (que los separa como una pantalla)
es la ridícula figura de un vagabundo, un paria social. No obstante, al
verlo perder su rosa (un recuerdo de ella), siente piedad por él y su
mirada apasionada y desesperada despierta su compasión; de modo que, sin
saber quién o qué la espera y, sin embargo, con un talante alegre e
irónico (en el negocio, le comenta a su madre: ‘¡He hecho una
conquista!’), sale a la calle, le da otra rosa y deposita una moneda en
su mano. En este preciso momento, cuando sus manos se encuentran, lo
reconoce por el contacto. Inmediatamente se serena y le pregunta: ‘¿Tú?’
El vagabundo asiente con la cabeza y, señalando sus ojos, la interroga:
‘¿Puedes ver ahora?’ La muchacha contesta: ‘Sí, ahora puedo ver’; hay
entonces un corte a un primer plano medio del vagabundo, sus ojos llenos
de temor y esperanza, sonriendo con timidez, sin saber cuál va a ser la
reacción de la muchacha, satisfecho y al mismo tiempo inseguro por
estar tan totalmente expuesto ante ella–y así termina la película–.
En el nivel más elemental, el efecto poético de esta escena se basa
en el doble significado del diálogo final: ‘ahora puedo ver’ se refiere a
la vista física recuperada tanto como al hecho de que la muchacha ve
ahora a su Príncipe Encantado en lo que realmente es, un vagabundo
miserable.
Destruido el símbolo, ¿es posible amar la mancha que queda? No sólo por
parte de ella, sino también de él, puesto que ya no está ante la
muchacha ciega e indefensa de la que se enamoró proyectando sobre ella
una serie de aspectos internos, como protección y ternura, que ahora
deberá calzar con más dificultad ante la nueva imagen de chica
extrovertida con todas las de triunfar que se burla del vagabundo que la
contempla desde el otro lado del escaparate.
Es en este punto donde cabría hablar del desarrollo de la compasión y el trabajo personal para potenciar el altruismo
como trascendencia del reino de los impulsos y las determinaciones. Sin
embargo, ¿acaso tales trabajos no son sino otra forma más sofisticada
de segregación de hormonas activadoras de las áreas del placer y la
recompensa?
¿Es posible amar por voluntad propia sin esperar algo a cambio? ¿Sin
grupos de apoyo que acarician, abrazan y bendicen? ¿Sin trucos para
generar oxitocina? ¿Amar desde la voluntad, cuando todas las
circunstancias son contrarias a la generación de “hormonas del cariño”?,
¿amar cuando el mundo es hostil, los otros “no se lo merecen” y el
consuelo no llega ni se le espera?
Es aquí cuando se derrumban los decorados que simulan un paisaje espiritual,
pues es precisamente aquí, en el punto en que debe comenzar el
auténtico gesto altruista de entrega sin nada a cambio, donde flaquean y
prometen como contrapartida al esfuerzo la recompensa que consiste en
una mejora de las circunstancias externas y el paraíso, bien sea éste
terrenal al gusto evasivo-consumista en el caso de la Nueva Era, o
celestial en el de las religiones al uso.
Inversión, beneficio…
La Kabbalah afirma que el altruismo es imposible por naturaleza en el
nivel humano. La capacidad de un amor auténtico, de otorgar sin
esperanza de recompensa, sólo está al alcance de la divinidad, dicen los
cabalistas. El ser humano que aspira al altruismo ha de conformarse con
desear no desear, salvo por ese deseo último, insalvable e insoluble,
de no tener deseo de recompensa. El límite de la dualidad imposible de
ser traspasado en vida, pues es la vida en sí mismo, el impulso que asegura el movimiento y la existencia del mundo de los fenómenos.
La vida es imperfección, aspiración y frustración. El amor
verdadero exige ser buscado sabiéndose imposible y al tiempo inevitable
según se desarrolla la conciencia humana: requiere esfuerzo máximo para
acercarse a la compasión, y en el esfuerzo se expresa como comprensión
del dolor, como sugieren, entre otros, el budismo y los estudios neurocientíficos sobre la empatía.
La compasión es una de las grandes aportaciones del
budismo, pues ha hecho ver que lo que Occidente considera como emociones
negativas es una cuestión cultural, adscrita a un sistema dado, no un
estado intrínseco a las emociones en sí, sino a la subordinación de la
vida a una búsqueda de la comodidad y el bienestar personales.
Mediante la compasión, tales emociones negativas transcienden la
concepción creada al respecto y entran en un nuevo marco de referencia.
De acuerdo a esto, el sufrimiento no debilita sino que, al contrario, es
el elemento indispensable para fortalecer la actitud y afianzar la
determinación vital, pues sólo la vivencia desarrolla la convicción
necesaria sobre cualquier fenómeno.
Por tanto, desde este punto de vista, es algo muy positivo. La
conexión con el sufrimiento es fundamental para la evolución de la
conciencia. De otra forma, la ignorancia sigue rigiendo la vida e impide
un auténtico crecimiento personal.
Sólo estaríamos tratando con conceptos y aspectos racionales, de
manera que no se establece una auténtica unión con la persona que sufre,
sólo un entendimiento de la situación de sufrimiento. Al tener esto
claro, es posible desarrollar la compasión sobre la empatía. De otra
forma, debido al enorme peso de una empatía desnuda, se tenderá al
escapismo, la búsqueda de justificaciones para la evasión y el cinismo
característico de las actuales sociedades desarrolladas.
La empatía es neutra. Según las capacidades del individuo, le
dirigirán a un estado de estrés y, por tanto, de huida y egocentrismo
–obsesión por alcanzar el estado personal de confort y equilibrio,
perdido a las primeras de cambio—, o hacia un compromiso con el otro y
de entrega impersonal, logrado mediante el fortalecimiento de la
actitud. Sólo ante un enemigo superior es posible aprender y mejorar.
Esperar un futuro en que el mundo esté en paz, inmerso en relaciones
de flowerpower y con toda la humanidad armónicamente retozante en un
nuevo Edén, quizás sólo sea aspirar a la muerte por el miedo a vivir;
una muerte que se insinúa en distracciones con olor a incienso y cuencos
y candelas para no tener que asomarse, cual vagabundos sin oxitocina –
“soma” lo llamaba Aldous Huxley en Un mundo feliz—, a ese punto último de angustia que ha de ser soportado y tolerado como esencia de lo que significa ser humano.
Frente al grotesco espectáculo de risas y artificios asépticos, en el
rostro de un payaso triste se despeja la senda del amor sublimado.