No reina en mi corazón otra cosa que mujer, ni hay bien a mi parecer más digno de estimación.
¿Qué adornada primavera de fuentes, plantas y flores; qué divinos resplandores del sol en su cuarta esfera; que purpúreo amanecer, qué cielo lleno de estrellas iguala a las partes bellas del rostro de una mujer?
¿Qué regalo en la dolencia, en la salud que contento, que descanso en el tormento puede haber sin su presencia?
Cercano ya de su fin, un monje santo decía que sólo mejoraría oyendo el sol de un chaplin.
¡Y era santo! ¡Mira cuál será en mí, que soy perdido, el delicado sonido de un órgano de cristal!
¿Sabes lo que hecho de ver? Que el primero padre quiso más perder el paraíso que enojar a una mujer.
¡Y era su mujer! ¿Qué hiciera si no lo fuese? ¡Y no había más hombre que él! ¿Qué sería si con otro irse pudiera?
Porque con la competencia cobra gran fuerza Cupido. —¡Triste de mí, que he tenido de esa verdad experiencia! —Según eso, ¿cómo quieres que yo, que tanto las precio, entre en el uso tan necio de injuriar a las mujeres?
Que entre enfados infinitos que los poetas me dan, no es el menor ver que están todos en esto precitos...
La murmuración afean y siempre están murmurando; siempre están enamorando e injurian a quien desean.
¿Qué es lo que más condenamos en las mujeres? ¿El ser de inconstante parecer? Nosotros las enseñamos; que el hombre que llega a estar del ciego dios más herido, no deja de ser perdido por el troppo varïar.
¿Tener al dinero amor? Es cosa de muy buen gusto; o tire una piedra el justo que no incurre en ese error.
¿Ser fáciles? ¿Qué han de hacer si ningún hombre porfía, y todos al cuarto día se cansan de pretender?
¿Ser duras? ¿Qué nos quejamos, si todos somos extremos? Difícil lo aborrecemos y fácil no lo estimamos.
Pues si los varones son maestros de las mujeres, y sin ellas los placeres carecen de perfección, mala pascua tenga quien de tan hermoso animal dice mal, ni le hace mal, y quien no dijiere: ¡Amén!
|