La inutilidad del enfado ¡Cómo desprenderse de él!
En la mayoría de las ocasiones, cuando conseguimos controlar nuestro enfado nos arrepentimos de habernos metido en tal berenjenal. Unas veces por la poca importancia que tenía el asunto, otras porque no queríamos hacer daño a alguien a quien queremos demasiado y así podría seguir, pero te dejo que lo hagas tú…
Sin lugar a dudas, es muy posible que, en otras ocasiones, el motivo sea más importante y la razón esté totalmente de nuestra parte, pero honradamente y ahora que no estamos enfadados -¡espero!,-
si lo pensamos un poco más, es muy posible que no mereciera la pena. No me refiero a la causa, ni a los motivos, que seguro eran importantes, me refiero a las formas.
Porque cuando nos enfadamos nos perdemos a nosotros mismos. Nos secuestran los sentimientos, más concretamente la amígdala, una estructura que tenemos en nuestro cerebro que tiene la obligación de asegurar la supervivencia y que, si no la controlamos a tiempo, se dispara obligándonos a entrar en un laberinto de sentimientos que nos ofusca, nos bloquea y nos vuelve un tanto irracionales.
La amígdala está diseñada para responder con rapidez ante el peligro, sin pararse a cotejar los pros y los contras, cosa que hace la corteza cerebral. Esto es así porque, en ocasiones, nos haría perder un tiempo demasiado precioso. Es un buen mecanismo si el peligro es real, pero si se dispara por cualquier nimiedad, termina siendo un problema, dado que, una vez que se pone en marcha el mecanismo, se lanza un cóctel de hormonas a nuestro riego sanguíneo, de cuyas consecuencias somos conocedores.
No nos gusta cómo nos sentimos cuando nos enfadamos y para colmo nos introduce en un estado que nos impide actuar de forma adecuada.
¿Qué podemos hacer?
Si es otro el que se enfada, tomar distancia, para impedir el contagio, porque es una sensación que se extiende con demasiada facilidad.
Dar tiempo a nuestro interlocutor a que se le pase; cada uno necesitamos tiempos distintos y también dependerá de la intensidad del enfado. Ser conscientes de que todas esas hormonas que corren por su cuerpo tienen que desaguarse en sentido físico y no figurado.
Después, cuando vuelva a la normalidad, podremos hablar tranquilamente, siempre y cuando el otro nos importe lo suficiente como para esperar; en caso contrario, sería suficiente con tomar distancia, física y emocional.
¿Y si somos nosotros los que nos estamos enfadando? Bien, en este caso
hemos de recordar que tenemos un cuarto de segundo para parar el proceso; si nos damos cuenta justo antes de empezar podremos parar. Es como cuando te tiras de un trampolín. Imagina uno muy grande, si te impulsas y en ese momento te da miedo puedes poner las manos e impedir el movimiento, pero como lo pretendas a mitad de camino, es imposible.
Una buena pregunta para esos segundos sería ¿esto que ahora me preocupa, será importante dentro de unos meses?
Otra buena recomendación es que inspires hondo y espires lentamente, para tomar distancia de la situación: intenta imaginarte como espectador de lo que pasa.
Y si al final te metes en la vorágine del enfado, procura aislarte para no hacer daño a otros y date tiempo para expulsar todas las hormonas que corren por tú sangre.
Después, cuando se te pase, analiza lo que pasó, cómo pasó. Pregúntate
¿Qué opciones tenías?, en definitiva, averigua qué has aprendido para la próxima vez, porque eso es lo que nos hace avanzar.