Si este carguero conocido como"La Bestia" pudiera hablar, cuantas historias tendria para contar. Hombres y mujeres con niños inclusive, se arriezgan por diferentes motivos a emprender el peligroso camino hacia el Norte, hacia donde muchos de ellos consideran se encuentra el Edén, la Tierra Prometida (grave error). Muchos quedan en el camino, muertos, perdidos y en una fosa común, porque viajan sin identificación alguna y no hay manera de buscar familiares en ninguna parte. Otros caen víctimas de delicuentes que los asaltan. Muchos son victimas de su propio cansancio, de la fatiga que los hace soltarse de los fierros de la Bestia y caen a los lados de las vias. Muchos no cuentan con cinturones fuertes o cuerdas con las que por la noche algunos se amarran para no caer al vacio, victimas de la fatiga y el sueño, etc. etc. de los que empiezan... un mínimo porcentaje logran llegar a los Estados Unidos.
Los
hijos de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos siendo niños se
enfrentan a la imposibilidad de regularizar su situación migratoria o de
realizar estudios superiores. Se llaman dreamers, son activistas y no
tienen miedo de ser arrestados.
Treinta agentes de la
policía antimotines de Phoenix se formaron a lo ancho de una de las
principales avenidas de la ciudad, frente a una preparatoria. Eran las
seis de la tarde del 20 de marzo de 2012 y el sol se empezaba a ocultar.
Después de diez minutos de permanecer parados, esperando instrucciones,
dieron un primer paso hacia los manifestantes al otro lado de la calle.
El sonido de sus botas en el suelo hizo que todo lo demás quedara en
silencio. No era un sonido constante ni rítmico. Era un único “¡pras!”
provocado por los pasos, uno a la vez, de los uniformados que avanzaban
firmes, con la vista al frente. Llevaban chaleco antibalas, macana,
esposas. ¡Pras! Dos minutos sin moverse, silencio; otro paso. ¡Pras!
Cascos, protectores para el rostro, guantes, ¡Pras! Cartuchos, arma de
fuego, ¡pras!
Unos metros adelante, bloqueando la avenida Thomas,
en el barrio latino de West Phoenix, seis jóvenes indocumentados
sentados sobre una manta colocada en el piso aseguraban no tener miedo.
Así lo decían las camisetas que portaban, letras rojas en fondo negro
con la leyenda “We will no longer remain on the shadows“. Así lo decían
también a gritos con el puño en alto, mientras retaban a la policía
local y al sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio. Usando por
turnos un megáfono, afirmaban estar dispuestos a ir a la cárcel, a
enfrentarse con las autoridades de inmigración, a correr el riesgo de
ser deportados.
Jackie, de dieciocho años, rostro moreno y pelo
negro, con las piernas largas y delgadas cruzadas sobre el piso y los
brazos al aire en señal de protesta, mantenía la espalda rígida y los
ojos enormes, muy abiertos ante el avance de las botas. Rocío se
encontraba junto a ella. De diecisiete años de edad y lentes enormes
bajo un pelo casi blanco resultado de la decoloración, soltaba de pronto
una risa, esa risita nerviosa que le agarra a uno cuando ya está metido
en esto y ni modo. Un poco más adelante estaba Daniela, de veinte años,
quien con sus jeans pegaditos y sus tenis blancos con la palabra
“dream” escrita en ellos, se mantuvo fuerte y sonriendo la mayor parte
del día, hasta que los agentes empezaron a avanzar. Entonces volteaba a
ver a la gente que los observaba desde la acera, como si viendo hacia
otro lado la barrera antimotines pudiera detenerse. Al igual que
Daniela, Viridiana tiene veinte años, es la más aguerrida y también la
que menos sonríe. Poco antes de que los agentes empezaran a avanzar, las
lágrimas le ganaron cuando su madre se acercó a abrazarla; pero, unos
minutos más tarde, recobrando el rostro de gesto duro ante el sonido de
las botas, sostenía una mirada retadora.
Los chicos se habían
preparado durante varios días para este momento. Para llegar a este
punto, los seis tuvieron que aprender el significado de la desobediencia
civil: que los agentes de policía les iban a pedir que desalojaran el
área porque están bloqueando el tránsito. Que ellos no obedecerían, que
seguirían coreando consignas apoyados por las cerca de cien personas que
los acompañarían. Que la policía seguramente iba a pedir refuerzos. Que
los refuerzos vendrían en doce camionetas, que se pararían frente a
ellos. Que les harían una última llamada para retirarse, que ellos
volverían a negarse. Que treinta policías formarían un muro a lo largo
de la avenida bloqueada y avanzarían intimidantes hacia ellos: un paso,
¡pras!, unos minutos de espera; otro paso, ¡pras!, con sus botas
ruidosas. Que iba a llegar el inevitable momento en que las botas
quedarían frente a su rostro. Que los seis seguirían ahí sentados, con
el puño en alto, gritando: “Undocumented and unafraid!“.
La
primera vez que hablé con Mohammad Abdollahi, el principal dirigente de
la organización DreamActivist, él se encontraba en Alabama dirigiendo a
un puñado de estudiantes indocumentados procedentes de varios estados.
Mo, como le llaman sus amigos, es un joven esbelto que de lejos podría
parecer un poco mayor de sus veintiséis años de edad, pero basta verlo
conversando con otros chicos para saber que es uno más de ellos. Sobre
la frente le cae el pelo negro, negrísimo, al igual que las gruesas
cejas. Tiene la mirada expresiva y unos ojos que en general tienden a
verse tristones. Siempre trae en el rostro el asomo de una barba
cerrada, tupida, cubriendo las marcas de acné que delatan su juventud y
enmarcando la boca que, cuando sonríe, hace que la tristeza se vaya de
los ojos. Aunque es muy alto y utiliza constantemente manos y brazos
para expresarse, Mo es puro rostro.
Para establecer contacto con
Mo por primera vez tuve que pasar por varios filtros. Cuando pude hablar
con él, resultó ser accesible y por momentos hasta cálido. Tras un par
de conversaciones telefónicas y bajo promesa de discreción, acordamos un
encuentro en Montgomery, la capital de Alabama. Eran los primeros días
de noviembre de 2011 y DreamActivist planeaba una protesta y un acto de
desobediencia civil para mediados de mes, similar al que cuatro meses
más tarde se celebraría en Phoenix. Sólo que en esta ocasión eran once
jóvenes indocumentados y dos padres de familia también sin papeles, que
participarían en el evento, uno de los casi quince que DreamActivist ha
organizado en los últimos dos años.
Mo ha estado en cada uno de
ellos: haciendo el entrenamiento previo con quienes participarán,
informándoles sobre los riesgos que corren, compartiendo historias sobre
su trabajo con otros estudiantes indocumentados; una labor que empezó
con su propia historia personal. Un día su madre lo sentó para tener “la
charla”, que en el caso de esta familia, como cientos de miles más en
Estados Unidos, no es sobre sexo o religión, sino sobre su situación de
inmigrantes indocumentados. Esto no era novedad para Mo. Aunque en casa
no se hablaba mucho de ello, él creció sabiendo que era indocumentado y
con el paso de los años fue descubriendo las limitaciones que
enfrentaría por esta razón. Sólo que en esta ocasión había una situación
especial: una ley conocida como DREAM Act se discutía en el Congreso de
Estados Unidos y, de aprobarse, Mo tendría una opción para regularizar
su estatus migratorio y para continuar sus estudios en la universidad.
—Pero
no lo busques en internet porque el gobierno seguramente te rastrea y
viene por ti. Por supuesto, Mo corrió a la computadora. Abrió la página
de Google, puso “Dream Act” en el buscador y su vida dio un vuelco.
Nacido
en Irán, cuando Mo tenía tres años de edad su padre, un joven aspirante
a matemático, fue aceptado en la Universidad de Michigan y se mudó con
todo y familia a la ciudad de Ann Arbor, un poblado de ciento trece mil
habitantes, sesenta y cuatro kilómetros al oeste de la industrial ciudad
de Detroit, aquella donde se encuentran las principales empresas
automotrices de Estados Unidos. Una vez terminados sus estudios —y
vencida su visa de estudiante— se quedó con su familia en este país. Mo
recuerda haber tenido conciencia de su situación migratoria durante sus
años de escuela, pero entendió plenamente lo que esto significaba hasta
que terminó la preparatoria. En una ciudad en la que tres de cada diez
habitantes viven de la Universidad de Michigan, el centro económico de
Ann Arbor, la ironía quiso que fuera justamente esa la primera puerta
que se le cerró: cuando se preparaba para elegir una carrera se dio
cuenta de que no podría continuar estudiando debido a su estatus legal.
—Fue
cuando realmente me pegó. Vieron mis calificaciones, dijeron que eran
perfectas y me dieron una carta de aceptación y un número de
identificación de estudiante. Momentos después vino una persona y me
dijo: “Lo lamentamos mucho, pero no mencionaste que eras de Irán; cuando
regularices tu situación, puedes regresar”. Y me quitaron la forma
—relata Mo con una risa sarcástica cargada de dolor.
Eso ocurrió
en 2007, el mismo el año en el que por primera vez escuchó hablar del
DREAM Act. El nombre de esta iniciativa es la sigla de Development,
Relief and Education for Alien Minors Act, una propuesta legislativa que
busca solucionar la situación de los jóvenes que fueron traídos a
Estados Unidos de manera indocumentada siendo menores de edad. Todos los
niños que viven en este país, sin importar su estatus migratorio,
reciben los primeros doce años de educación de manera gratuita y
obligatoria gracias a la resolución de la Corte Suprema de este país en
el caso Plyler v. Doe, en 1982. El veredicto establece que los menores
no pueden ser considerados responsables de su situación migratoria
debido a que su ingreso ilegal se debió a una decisión tomada por
alguien más. Pero la legislación no ofrece una opción para que puedan
acceder a la regularización de su situación migratoria o al apoyo
financiero para continuar estudiando después de la preparatoria. Este
limbo legislativo afecta a más de setecientos mil jóvenes inmigrantes
indocumentados mayores de dieciocho años, y hay otros novecientos mil
menores que se encontrarán en la misma situación una vez que lleguen a
la mayoría de edad. Éso es lo que busca solucionar el DREAM Act, y que
los ha convertido a todos en “dreamers“, la palabra en inglés para
“soñadores”.
Poco después de que Mo se enteró de la existencia
del DREAM Act, ésta fue rechazada en el Congreso por unos cuantos votos.
Con todo, Mo ya estaba suficientemente empapado del tema. Por ejemplo,
había encontrado en MySpace el sitio donde otros jóvenes indocumentados,
en la misma situación, intercambiaban opiniones e información sobre
cómo obtener una beca o una licencia para conducir. Un día, seis
integrantes del grupo hablaron de crear una red para unir a quienes se
encontraban igual que ellos y empezaron a organizarse a pesar de estar
en distintos puntos del país, de tener distintas nacionalidades y de no
haberse visto nunca en persona.
—Yo creo que debido a las
diferencias culturales entre nosotros, a algunos les cuesta más trabajo
dejar a un lado la vergüenza, o se sienten más inseguros. Los que hemos
cruzado esa línea somos privilegiados y tenemos la obligación de
trabajar por los demás.
Mo se refiere al principio rector de
DreamActivist: reconocer que sus miembros son indocumentados e
invitarlos a salir de las sombras. La hipótesis del grupo es que
mientras más visibles sean y mejor organizados estén, menor será el
riesgo de que un día los arresten y los deporten.
—No necesitamos a los legisladores, nos necesitamos unos a otros. Ése es el fondo del asunto.
En
2010, el grupo, que para entonces ya estaba más o menos consolidado,
tuvo una reunión en Minnesota con varios estudiantes indocumentados.
Cuando regresaron a sus respectivos estados recibieron una llamada: uno
de sus compañeros fue detenido en el aeropuerto porque no contaba con
una identificación oficial estadounidense. En ese punto DreamActivist ya
había hecho contacto con organizaciones y con gente dedicada al
cabildeo en las oficinas de gobierno, así que hicieron llamadas,
explicaron que el joven detenido era un estudiante y lograron que lo
liberaran.
—Nosotros habíamos estado trabajando en torno a una
serie de casos de deportación, pero después de eso descubrimos que
podíamos parar las deportaciones con una buena organización, así que
pensamos: estamos en esto, tenemos la energía, ¿por qué no lo hacemos a
propósito?
Así fue como surgió la idea de las acciones de desobediencia civil.
De
presencia carismática, voz firme y tono amable, Mo sabe que es el
dirigente perfecto. Acostumbra a delegar, pero siempre conserva el
control. El día previo al evento de Montgomery se encontraba en plena
acción y después de “evaluarme” tras una breve conversación, me permitió
ingresar a una de las sesiones en las que los jóvenes que participarán
en las protestas empiezan a conocerse. En esos entrenamientos, cada
integrante cuenta su historia, habla de lo que le preocupa y hace
preguntas. Ahí aprenden que si participan en una acción de desobediencia
terminarán arrestados y corren el riesgo de ser deportados. Que el
objetivo es dar una lección de valor a la comunidad indocumentada: si se
organizan y salen a la luz, aunque los arresten, nada les pasa. Que si
llaman la atención de los medios, esto se volverá un asunto político. Y
que si es un asunto político, al final los liberarán.
—Es
evidente que la ICE (por sus siglas en inglés, es la oficina de control
de aduanas e inmigración estadounidense) tiene miedo de la comunidad, de
la opinión pública, de que se arruine su imagen. Si detienen a uno solo
y nadie hace caso y nadie levanta la voz, en unas horas estará
deportado; pero si somos varios y hay una alerta, movilizamos a los
medios, la gente pregunta por nosotros y la ICE no se va a arriesgar a
ser cuestionada por el público. Cuando la gente tiene miedo, pierde el
poder.
Para quienes forman parte de los movimientos de defensa de
derechos humanos en Estados Unidos, las acciones de desobediencia civil
no son algo nuevo. Este país cuenta con una historia que en diferentes
momentos ha estado marcada por la resistencia pacífica de los ciudadanos
en demanda del cambio social; desde las acciones de desobediencia
durante guerras y ocupaciones por parte de su gobierno en países
extranjeros, pasando por el movimiento de derechos civiles encabezado
por Martin Luther King Jr. justo aquí, en los estados del sur, y
llegando hasta las manifestaciones de los globalifóbicos en Seattle y su
más reciente expresión, los indignados del movimiento Occupy. Pero en
los actos de resistencia que organizan jóvenes indocumentados, el
posible resultado es de una naturaleza distinta: los detenidos podrían
no terminar en la cárcel, sino en una ciudad fronteriza de México como
parte de un proceso de deportación. Lo que está en juego no es sólo la
libertad, sino todo lo que la mayoría de ellos conoce, la permanencia en
el único lugar que los ha visto crecer.
Hay de todo entre estos
chicos que se movilizan por todo el país. Está Krsna, quien tiene que
deletrear su nombre varias veces para que la gente lo entienda lo mismo
en inglés que en español. Nació en Guanajuato, vino a California a los
cuatro meses de edad y aquí sigue. “Algunos me dicen ‘regrésate a
México’, pero yo ni siquiera sé cómo se ve México”, dice con una sonrisa
permanente. Está también Cynthia Pérez. Cuando tenía doce años su madre
le dijo que venían de vacaciones a Indianápolis; nunca regresaron a
México y a sus amigos no les dijo ni adiós.
Hay otros que a pesar
de luchar por la aprobación del Dream Act no están del todo contentos.
Fernanda es una joven peruana que cuestiona algunos de los requisitos de
la iniciativa de ley para regularizar su situación. “Te piden que sigas
estudiando una carrera o que entres a las fuerzas armadas para tener
derecho a una residencia. ¿Y si no quiero seguir estudiando? ¿Y si sólo
quiero trabajar, o ser artista? ¿Valgo menos como ciudadano que el que
tiene una vida ‘perfecta’ y pasa años en la universidad?”. Desde que
forma parte de este movimiento Fernanda no sólo se ha declarado
abiertamente indocumentada, sino también abiertamente homosexual. Dice
no sentirse avergonzada de ninguna de las dos, y con un ácido sentido
del humor se describe a sí misma como undocuqueer.
La protesta de
Alabama inició el 15 de noviembre frente al capitolio de ese estado
como a las dos de la tarde. Bajo el vaporcito cálido característico del
sur de Estados Unidos que hace que la ropa se pegue al cuerpo, los
prados verdísimos que rodean los edificios de gobierno ya mostraban
marcas dejadas por los curiosos: las huellas de los zapatos de tacón
alto de las reporteras que, enfundadas en faldas ajustadas, buscaban
hablar con los manifestantes; los hoyos que van dejando en la tierra,
como si estuviera minada, los trípodes de las cámaras de televisión; las
pisadas de los jóvenes listos a grabar a sus compañeros con un iPhone,
con una camarita Flip, con lo que sea, para subir videos a Facebook, a
Twitter, a donde el mundo se entere: en Alabama trece indocumentados
bloquearán una calle, saben que serán arrestados y no tienen temor.
A
pesar de que son tan distintos entre sí, hay elementos comunes entre
los jóvenes que han venido a parar a este movimiento. No llegaron a
Estados Unidos por su voluntad sino por una decisión tomada por sus
familias, y no tienen documentos que les permitan permanecer de manera
legal en el país. No tienen acceso a educación superior a un costo
razonable por ser considerados extranjeros, pero el gobierno
estadounidense ya invirtió en ellos doce años de educación básica y
media superior. No pueden obtener un empleo fijo y bien pagado, pero
quieren ser parte de la fuerza productiva de este país porque es el
único que conocen. Y aunque la mayoría nunca se ha visto entre sí cuando
deciden participar en las acciones de desobediencia civil, terminan
sabiendo tanto el uno del otro como sólo ocurre entre quienes comparten
una celda en prisión.
Cuatro meses después del acto en Alabama me
vuelvo a encontrar con los miembros de DreamActivist en Arizona. Es
domingo y Mo me ha citado por segunda vez en la ciudad de Phoenix, donde
dos días más tarde, el 20 de marzo, se realizará la primera acción de
desobediencia de 2012. Al igual que como ocurrió en Alabama, durante las
horas que faltan para la protesta el grupo estará en entrenamiento
rumbo a su detención.
La cita es temprano en la oficina que
prestó uno de los “aliados” de la organización para que los jóvenes y
los dirigentes puedan afinar los detalles de la estrategia. A diferencia
de lo habitual, hoy la mañana en Phoenix es lluviosa, plomiza. Cuando
llego al estacionamiento veo una figura solitaria, con la gorra de la
sudadera cubriéndole la cabeza y una mochila colgada a la espalda,
mojándose bajo el chipi-chipi mientras llegan los demás. La última vez
que vi a Mo fue después de los arrestos en Montgomery. Ese día su
presencia llenaba la calle, mezcla de mesías y rockstar: hablaba con la
gente, no dejaba de moverse, irradiaba energía. Tal vez por eso me
sorprende ver a este muchacho que me parece más bajo de estatura de lo
que es, ligeramente encorvado, esperando por los otros.
Esbozando
una sonrisa me saluda y me explica por qué estamos ahí, en una extraña
necesidad de justificarse. Las oficinas donde estamos pertenecen a un
grupo político, así que las paredes están llenas de souvenirs de
campañas electorales, de fotografías, de memorabilia partidista.
—No
me siento del todo cómodo, pero nos ofrecieron este lugar gracias a que
alguien del grupo trabaja registrando votantes, y aceptamos. A mí no me
gustan ni los republicanos ni los demócratas, no me gustan los
políticos. Mira, qué ironía —dice señalando en el muro una foto de Janet
Napolitano, la ex gobernadora de Arizona que hoy está a cargo del
Departamento de Seguridad Interna, del cual dependen las autoridades de
inmigración y la deportación de indocumentados. Mo observa la foto por
un momento y hace una mueca.
Poco a poco, los chicos empiezan a
llegar. Viridiana Hernández es la primera en tomar la palabra y se
refiere al sheriff de Maricopa, conocido por sus prácticas
antiinmigrantes y violatorias de los derechos humanos.
—Un día
dijeron que el sheriff Arpaio rondaba afuera de mi escuela; los papás
dejaron de llevar a sus hijos, mi familia empezó a tener miedo de
moverse. Arpaio ha enviado a mi vecindario a doscientos agentes en un
solo día para poner retenes, para tener aterrorizada a la gente que no
tiene papeles, con la amenaza de la deportación. Ése no es su trabajo,
su trabajo es perseguir delincuentes, no a gente de la comunidad. Estoy
harta de vivir perseguida.
Además de Viridiana, quien fungió como
vínculo entre los activistas locales y el grupo de Mo, están otros
cinco chicos que participarán en la protesta: Jackie, Rocío, Daniela,
Stephanie y Hugo. Para todos será la primera experiencia de
desobediencia civil.
A diferencia del grupo de Alabama, los
jóvenes de Arizona transmiten una alegría que, en sus circunstancias,
parece antinatural. Tal vez es la edad o tal vez la costumbre de vivir
acosados, amenazados por un sheriff que se siente el dueño del condado.
El caso es que bromean entre sí sobre licencias de manejo y
deportaciones con un humor negro, sarcástico, que por momentos me hace
dudar sobre cuán conscientes estarán del riesgo que enfrentan. Pero Mo
se engancha perfecto con ellos y bromea también, aunque a veces tiene
que poner orden y hacer que tomen en serio los asuntos que lo son. Viste
unos jeans un poquito raídos, una camiseta con la palabra
“indocumentado” y sandalias, se sienta en la alfombra y hace una lista:
pide a los chicos ejemplos concretos de situaciones que aterrorizan a
sus familias, a sus vecinos, o de cosas que no pueden hacer por no tener
papeles. Por un momento a los aludidos se les acaban los ejemplos.
“Vamos, ¡viven en Arizona! Denme algo bueno”, dice, y todos ríen.
Ya
que tienen la lista, la usan para prepararse para su encuentro con los
medios. Mo les explica que deben dar respuestas cortas y concretas para
evitar que sean editadas, que usen frases que dominan y que no se vale
titubear. El asunto es enviar el mensaje que ellos desean.
La
acción se planea bajo una discreción tan absoluta que tiene toques de
comedia. En un momento todos brincan del susto cuando un extraño entra a
la oficina, un tipo que es empleado ahí y que decidió trabajar en
domingo. Entre sonrisas corteses, Mo y sus acompañantes cambian las
cosas de salón y empiezan a hablar medio en clave. Lo más importante es
evitar que la policía llegue al lugar antes que ellos e impida el
bloqueo de la calle; por eso también los medios serán alertados sólo un
par de horas antes.
Como si planearan un asalto, con un mapa del
lugar pintado sobre un pizarrón y flechas trazadas por todos lados, el
grupo repasa lo que hará al día siguiente. El evento tendrá lugar a las
dos de la tarde frente a una preparatoria donde siete de cada diez
estudiantes son indocumentados. El grupo marchará coreando consignas
para atraer a otros jóvenes e invitarlos a sumarse a la protesta.
Después cerrará la calle, se sentarán en el suelo y permanecerán ahí
hasta ser arrestados.
Un abogado llega casi al final del
entrenamiento. Serio y solemne, de edad madura y pelo entrecano, entra
sin mucho aspaviento y se sienta en la cabecera de la mesa en la cual
los jóvenes han estado trabajando. Con voz profunda y hablando
lentamente, se presenta: tiene cerca de dos décadas trabajando casos de
inmigración en Arizona, todo lo que se puedan imaginar él lo ha visto, y
si el caso es difícil, ésa es su especialidad.
—Cuando ustedes
estén adentro yo voy a estar aquí trabajando para sacarlos. No los voy a
dejar solos; yo sé cómo prolongar lo más posible la salida del país de
una persona sin documentos, y lo digo por lo siguiente: es muy probable
que a ustedes les inicien un proceso de deportación.
El abogado
explica que aunque quienes los detengan sean agentes de la policía de la
ciudad de Phoenix, es seguro que terminarán bajo la jurisdicción de
Arpaio, porque sólo hay una cárcel en el condado. Y que cuando llega una
persona indocumentada a su territorio, Arpaio siempre llama a las
autoridades de inmigración. Y que si les inician un proceso de
deportación y apelan, podrán salir libres mientras el caso se resuelve,
pero que esto puede durar hasta seis años.
—Tienen que darse
cuenta de que aunque estarían en libertad mientras avanza el proceso,
eso les puede cambiar la vida porque van a vivir en zozobra —dice muy
serio el abogado.
—Pero si así vivimos ya —responde Viridiana con
una sonrisa sarcástica—. Mañana pueden detener a cualquiera de nosotros
mientras camina a la tienda.
Mo les recuerda que siempre hay la
opción de arrepentirse en el último momento y menciona una vez más el
objetivo final del arresto: que tras ser llevados a prisión, las
autoridades migratorias se vean involucradas. En la medida en que estén
más cerca de la deportación, mayor impacto causará su liberación y más
fuerte será el mensaje a la comunidad.
—Con suerte, para las cinco de la tarde todos ustedes van a estar en la cárcel.
Son
las once de la mañana del 20 de marzo de 2012, y cuando llego a Pink
Spot, un café internet en el centro de Phoenix, encuentro el lugar
convertido en el centro de operaciones de DreamActivist. Mo y el resto
del grupo —cuatro chicos que viajaron con él, más otros que llegaron
anoche de California— esperan a que los dreamers que participarán en la
protesta salgan de la escuela; resulta que a pesar de que saben que
pasarán la noche en prisión, ninguno de ellos quiso perder el día de
clases. Y mientras esperan, se oye el tecleo simultáneo en varias
computadoras desde donde se empiezan a enviar los comunicados a la
prensa y se hacen invitaciones a organizaciones afines.
Todos
quedaron de verse a la una de la tarde en la casa de Viridiana. Hasta
ahí llegan los seis jóvenes que harán el acto de desobediencia, y sus
familiares, los compañeros, un grupo de organizadores y algún
simpatizante de última hora. Las chicas se ven lindas: dos días antes
llevaban el rostro lavado y el pelo recogido; hoy se maquillaron y
peinaron con esmero, tal vez debido al consejo que les dio una noche
antes Mo: no olviden sonreír cuando la policía tome su foto porque ésa
es la que publicarán los medios. No queremos que la gente nos vea como
delincuentes.
Se acerca la hora de salir, se siente en el aire.
La alegría y el buen humor de dos días antes se desvanecen. Los jóvenes
hacen llamadas y los últimos arreglos en silencio. Todos portan la
camiseta negra que afirma que no permanecerán más tiempo en las sombras.
Todos tienen en la mirada la angustia disimulada con una sonrisa a
fuerza.
En un último momento a solas, Benito, un joven boliviano
que vive en Indiana y que ha viajado con Mo, encabeza una ceremonia. Los
seis entran con él a una habitación y se sientan en el piso formando un
círculo en torno a un manojo de hojas de salvia ardiendo. Benito les
pide que cierren los ojos, que se relajen y se reconecten con sus
ancestros, que recuerden por qué están ahí. Que piensen en su origen, en
lo que dejaron al venir a Estados Unidos. En lo que significa ser
indocumentado, en cómo cruzaron, en las veces que han tenido que mentir.
Les pide que recuerden a la gente importante que se ha cruzado por su
camino y que piensen también en sí mismos: un grupo de jóvenes que hoy
va a enfrentar a Arpaio diciendo: “Hemos tenido suficiente y ahora vamos
a pelear”.
Una vez en la avenida Thomas, los chicos hacen los
últimos arreglos: repasan las consignas que corearán, se apuntan en el
brazo el número de una hot line para llamar desde la cárcel, dan un beso
a la familia. Mo hace un último recordatorio: ésta es una resistencia
pacífica, su actitud hacia los policías debe ser amable.
—Al
momento de su detención, denle a ese policía el momento más íntimo que
tengan. Ésta es una oportunidad de tener a la autoridad cara a cara,
háblenles con el corazón. Es posible que mañana ese mismo policía
arreste a alguien más, y de lo que ustedes hagan puede depender cómo lo
traten. No podemos hacerles lo que ellos nos están haciendo, al
contrario: tenemos que matarlos con amor.
La protesta inicia. La
gente que pasa se agolpa en el lugar. Las botas de la policía se
acercan: ¡Pras!, ¡pras! Seis jóvenes con el puño en alto corean a voz en
cuello: “We are the dreamers, the mighty, mighty dreamers“.
La
oficina del sheriff Joe Arpaio se encuentra en el piso 19 del edificio
Wells Fargo en el centro de la ciudad de Phoenix, Arizona. Un ventanal
conecta los elevadores con el área de la recepción, en la que hay una
puerta con intercomunicador; alguien adentro oprime un timbre y uno
entra. La siguiente habitación es una salita: tres sillones afrancesados
y una mesa con una lámpara dispuestos en torno a un tapete. La
atmósfera intenta ser acogedora, pero intimida. Puede ser por las
paredes recubiertas con madera, que reducen la luz, o por la camarita
colocada arriba, en una esquina del cuarto o por la sensación de ser
observado a través del vidrio polarizado que conecta con el interior.
Mientras
espero al portavoz de Arpaio entra un hombre que lleva un sombrero
tejano con una pluma. Tiene el pelo cano y largo recogido en una coleta;
usa grandes anillos dorados, cinturón grabado y botas. Viene de
Wyoming, hizo una cita para ver a Arpaio hace tres meses y le sorprende
que yo aspire a que me reciba nada más así. Un momento más tarde sale el
portavoz con la respuesta: el sheriff sí está, pero no le interesa
darme una declaración sobre los estudiantes indocumentados que la tarde
anterior fueron arrestados por bloquear una calle en desobediencia
civil, lo siente mucho. Enseguida hace pasar al hombre de Wyoming, quien
me ve por encima del hombro con aire triunfal.
La detención de
los jóvenes en West Phoenix, el área de la ciudad con el mayor índice de
población latina, cerca de 70 por ciento, es también la zona donde
Arpaio ha realizado gran parte de las redadas que han terminado en la
detención y deportación de inmigrantes indocumentados por cualquier
motivo: traer roto un faro del auto, conducir muy rápido o muy despacio,
lucir sospechoso. La aprobación de la ley SB 1070 en julio de 2010, que
entre otras cosas permite a las autoridades detener a un indocumentado
sólo por el hecho de parecerlo, vino a empeorar la situación para una
comunidad que ve pasar meses, años de abusos y prepotencia por parte de
los agentes de Arpaio, mientras en Washington D.C. se gastan kilómetros
de tinta y papel en reportes sobre el curso que siguen las
investigaciones federales por demandas en contra del sheriff.
Ésa
es la razón por la cual los jóvenes soñadores actúan en estados como
Alabama, Arizona o Georgia, azotados por leyes antiinmigrantes. Tal vez
por eso, en medio del fragor de la protesta y con la voz cargada de ira,
Viridiana tomó un megáfono para gritar: “¡Arpaio, deja de buscarme. No
me pienso esconder más, soy indocumentada y aquí estoy. Ven y
arréstame!”.
Tras ser detenidos y llevados a prisión en pleno
equinoccio de primavera, los agentes de Arpaio avisaron al ICE sobre el
arresto de seis indocumentados, pero la autoridad de inmigración utilizó
su prerrogativa de no responder al llamado por no existir antecedentes
criminales en el expediente de los detenidos. Tras imponerles una fianza
por el bloqueo de la calle, Arpaio los tuvo que liberar. Un día y medio
más tarde, los seis se encontraban afuera, sin cargos y sin más
documento que la confianza en su gente, en su red. Y por ahora con eso
les basta.
Eileen Truax es, quizá, la periodista que mejor
conoce al movimiento de los Dreamers, y es autora de un libro homónimo
que este año se presentó en México. Publicó este reportaje en Gatopardo
en 2012, acerca de las primeras acciones de desobediencia de los jóvenes
que hoy lideran las autodeportaciones y entregas voluntarias a las
autoridades de los Estados Unidos para cambiar su situación migratoria.
Para
mayor información sobre el libro de Eileen, visita:
www.dreamersellibro.com [1] [1] www.dreamersellibro.com:
http://desinformemonos.org http://www.dreamersellibro.com
Estados Unidos-México: control de fronteras y deportaciones masivas La investigadora María Isolda Perelló estudia los trasvases migratorios y
las vulneraciones de los derechos humanos en la Frontera Norte de
México
La Frontera Norte de México con Estados Unidos es la región más
transitada del mundo. Diariamente la traspasan más de un millón de
personas y cerca de 300.000 vehículos. La jurista e investigadora
social (novel), María Isolda Perelló, especializada en codesarrollo y
movimientos migratorios (además de miembro de la Unidad de
Investigación en Migración y Desarrollo de la Universitat de València)
ha analizado esta realidad en diferentes artículos.
Actualmente,
intenta conseguir financiación -mediante el mecanismo del
“micromecenazgo”- para realizar su tesis doctoral: un estudio comparado
de la política migratoria de España y de Estados Unidos en el largo
plazo, con el fin de explicar en qué medida el control de fronteras que
ejercen ambos países ha condicionado los patrones de desplazamiento de
migrantes documentados, y las consecuencias sobre las regiones
fronterizas. El objetivo es reproducir el trabajo de campo realizado en
la Frontera Norte de México con los Estados Unidos, en otras zonas, en
concreto, Ceuta, Melilla, Tánger, Tetuán y Nador. El lector interesado
en apoyar el proyecto puede encontrar información en http://www.lanzanos.com/proyectos/proyecto-de-investigacion-social-sobre-fronteras/apoyos/
El acceso a principios de 2009 de Obama a la presidencia de Estados
Unidos representó una “vuelta de tuerca” al programa Comunidades
Seguras (con esta iniciativa y durante su mandato, Estados Unidos
alcanzó la cifra de deportados más elevada de su historia). La
iniciativa Comunidades Seguras se justifica teóricamente por la
necesidad de perseguir a condenados por delitos graves, pero en la
práctica ocurre algo bien diferente, apunta María Isolda Perelló en el
artículo “La ayuda humanitaria y defensa de los derechos humanos de los
migrantes en torno a la Frontera Norte de México”, publicado en
Quaderns Electrónics sobre el Desenvolupament Humà i la Cooperació
(septiembre de 2013).
La investigadora aporta en el artículo
datos que demuestran cómo “existe una clara intención de criminalizar
al migrante, y aún más, al migrante mexicano”. Según el Instituto
Nacional de Migración (INM) de México, la mayoría de mexicanos
deportados no lo han sido por delitos graves, sino por faltas
administrativas, por ejemplo, infracciones de tráfico o reincidencia en
la entrada en el país sin documentación. Durante el periodo 2007-2011,
se repatrió a más de 2.582.000 mexicanos desde Estados Unidos, de
acuerdo con las cifras del INM.
Antes de 2008 y del programa
Comunidades Seguras, en el año 1994 (presidencia de Clinton) comenzó la
militarización de la Frontera Norte mediante las Operaciones
denominadas Bloqueo, Guardián y Salvaguarda. Después de los atentados
del 11 de septiembre de 2001, se procedió a un nuevo endurecimiento de
las medidas de “contención” en la frontera.
Actualmente,
subraya María Isolda Perelló en el citado trabajo, se dan numerosos
casos de violación de los derechos humanos de los inmigrantes mexicanos
en las deportaciones. Uno de los problemas más graves es el de la
separación familiar, sobre todo, en el caso de madres a las que se
expulsa cuyos hijos menores de edad son ciudadanos de los Estados
Unidos, y por esa razón la ley no les permite salir del país.
Organizaciones en defensa de los derechos humanos en Estados Unidos han
denunciado asimismo otras irregularidades. Por ejemplo, los casos de
migrantes que han firmado órdenes de deportación bajo coacción o
engaño, dado que los documentos de “salida voluntaria” y “Orden
Estimulada de Remoción” son parecidos. En ello influye el hecho de no
conocer el idioma, ya que en no pocos casos se carece de intérprete.
Tampoco resulta extraña la ausencia de abogados en los procedimientos, o
el precio de su contratación oscila entre 3.000 y 5.000 dólares,
cantidad que normalmente no pueden satisfacer las personas migrantes.
La investigadora se detiene en otra realidad dramática, los centros de
detención. Cuentan con sus reglamentos internos y se ajustan a unos
criterios nacionales de detención que establece el Gobierno Federal (y
recopilados en el Manual de Operaciones de Detención del Servicio de
Inmigración y Control de Aduanas estadounidense), que ni siquiera son
de obligado cumplimiento. “En numerosas ocasiones se reportan abusos
sexuales, psíquicos y raciales, y pese a que existen formularios dentro
del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos
(ICE), para elevar denuncias si son víctimas de violación de derechos
humanos, el miedo a que se tomen represalias contra ellos hace que
finalmente el proceso no siga adelante”, subraya María Isolda Perelló.
Las personas migrantes que pasan por los centros de detención señalan
numerosas irregularidades: exceder el periodo de 48 horas de detención;
el traslado durante un mismo día a cárceles o centros de detención
diferentes, con lo que acaban en muchos casos perdiendo las
pertenencias; además, en estos casos se hace mucho más difícil la
comunicación con los familiares o la presentación de quejas. En Estados
Unidos existen cerca de 250 centros de detención (sean cárceles del
condado o centros de mayores dimensiones que gestionan empresas
privadas), que actúan con escasa supervisión federal y donde los
migrantes son enviados antes de la deportación. “Se ha generado toda
una industria en torno a la detención y deportación de inmigrantes”,
resume la investigadora.
Las compañías carcelarias privadas
cobran una media que oscila entre los 122 y los 164 dólares por cada
noche que los migrantes pasan detenidos, “por lo que sus ingresos
dependen directamente del número de presos que mantienen en sus
dependencias”. Por tanto, se trata de un gran negocio para las
principales compañías carcelarias privadas, como Corrections
Corporation of America (CCA), The GEO Group o Management ande Training
Corp. Estas empresas, además, se destacan por sus donativos electorales
para favorecer legislaciones estatales restrictivas de la inmigración
(como la polémica Ley SB 1070 o la Ley Arizona), o la aplicación de
medidas que faciliten la detención y deportación de migrantes.
En el artículo “Los mandatos de la política neoliberal en el origen de
la gestión privada de las cárceles” (febrero de 2014), la doctoranda
apunta algunos rasgos de la Corrections Corporation of America (CCA).
Fundada en 1983 en Nashville (Tennessee), esta compañía fue
adjudicataria inicialmente de dos contratos por parte de la
Administración. Por un lado, el Departamento de Justicia le concedió la
gestión de unas instalaciones del Servicio de Inmigración y
Naturalización (INS) en Texas. Además, la gestión de un centro de
menores en Tennessee. La fórmula cobró éxito y se fue extendiendo. De
hecho, el fundador de CCA, Thomas Beasley, fue el mentor del
concepto“gestión privada de las cárceles”. En el año 1994 la compañía
empezó a cotizar en bolsa y a crecer el valor de sus acciones, hasta
devenir un imperio con 60 empresas en 21 estados diferentes, que acoge a
más de 80.000 presos. Diseño, construcción, ampliación y gestión de
prisiones y cárceles de detención; servicios de transporte de presos en
nombre de la Oficina Federal de Prisiones, el Servicio de Inmigración y
Control de Aduanas (ICE) y el Servicio de Alguaciles de Estados
Unidos...Un lucrativo nicho de negocio para la multinacional.
En
un artículo publicado en agosto de 2013, María Isolda Perelló analiza
el final del proceso: la recepción de deportados en México (expulsados
previamente por las autoridades de Estados Unidos) y la dramática
realidad que les espera en su país. La doctoranda estudia el caso de la
ciudad de Tijuana, uno de los puertos de frontera con más casos de
repatriación en los últimos años y, en concreto, el área de El Bordo
(cauce del río Tijuana). Cuando los migrantes repatriados finalizan el
periodo de estancia permitida en los albergues (que gestionan, ante la
escasez de recursos públicos, entidades de la sociedad civil como
COALIPRO, que se hace cargo del albergue “El Chaparral”, en Tijuana),
sufren el acoso de la policía municipal (con la coartada de combatir el
delito) y de los cárteles de la droga. Cargan con el estigma de
“delincuentes”, lo que lleva a que los repatriados sean también
discriminados por sus compatriotas.
Los deportados que llegan a
Tijuana se enfrentan a múltiples problemas. De entrada, burocráticos,
ya que al carecer de los papeles necesarios para identificarse son en
muchos casos detenidos por la policía y conducidos ante el juez
municipal (acceder a estos papeles a través del Registro Civil requiere
un dinero del que frecuentemente no disponen). En este punto, hay
quien regresa a su ciudad de origen, pero otros continúan en Tijuana, a
la espera de una nueva oportunidad de cruzar la frontera. De volver a
Estados Unidos. Los que tienen más fortuna, reciben apoyo económico de
sus familias en Estados Unidos. Algunos caen presa del consumo de
drogas, a otros se les utiliza para el “narcomenudeo”, otros son
perseguidos por la policía...Para sobrevivir, se construyeron “ñongos”
(casas levantadas con material de desecho), pero la policía quemó sus
“ñongos” y terminaron por refugiarse en túneles de un metro de
profundidad y de 2 a 15 de longitud, conocidos como “pocitos”.
“El envío de remesas constituye en México la segunda fuente de divisas
detrás del petróleo y, mientras lo hacen, los inmigrantes son tratados
como héroes. Sin embargo, cuando son deportados, el gobierno no tiene
en cuenta su contribución durante todo el tiempo que permanecieron
fuera del país”, concluye la investigadora en el artículo “La situación
de emergencia humanitaria de los migrantes repatriados de El Bordo”,
en Tijuana. Para más información, http://investigadorasocial.blogspot.com.es/
Fotos:
Deportados, de María Isolda Perelló.
Muro fronterizo en Tijuana, de Sergio Torres Gallardo