Escribía Jung en un ensayo titulado “Archaic Man” que el hombre
civilizado tiende a considerar al hombre indígena como un ser inferior
en todos sus aspectos, incluido el psicológico. Sin embargo, mantenía el
suizo, la psique del hombre moderno es arcaica en sus niveles más
profundos, y el desprecio por los misterios del inconsciente no hace
sino agravar su situación.
El pensamiento mágico característico de las comunidades indígenas es
el punto de partida para establecer la superioridad de la civilización,
asociada al pensamiento racional. Frente a éste, se considera al
pensamiento mágico un estado “prelógico”. Pero este presupuesto sólo es
posible si se considera que la civilización moderna carece de ideología y
que su pensamiento es natural, universal, es decir, carente de
presuposiciones y convenciones culturales; éstas conforman aspectos
adquiridos, artificiales y por tanto inferiores en cuanto a capacidad de
verdad, que desde nuestra “naturalidad” y neutralidad racional se
atribuyen al resto de grupos humanos, tanto en nuestro espacio común
como en el tiempo de la historia.
La única diferencia entre el pensamiento de nuestra civilización y el
de las comunidades indígenas, afirma Jung, está en las creencias de
base, es decir en la ideología que se da por obvia. Un individuo que
crea en poderes extrasensoriales ejerce un proceso lógico, como otro
cuya ideología sea materialista; sencillamente, cada uno tiene puntos de
vista diferentes sobre la realidad y, por tanto, de lo que son las
causas y los efectos. Cada uno tiene diferentes explicaciones para una
misma realidad, pero la calidad del proceso lógico es la misma.
Es una presuposición racional que todo tiene una causa sensible. Esto
se da por hecho y se afirma indiscutible. La idea de lo invisible y
arbitrario no tiene cabida en las presuposiciones de los dos últimos
siglos. El universo ha de ser ordenado a imagen y semejanza del
raciocinio occidental. Lo cual no deja de ser un recurso de
supervivencia como cualquier otro: un mundo obediente a los criterios
humanos, dócil y bajo control quita mucho estrés.
El azar es un aspecto irritante y, dice Jung, nos recuerda demasiado a
las supersticiones ya superadas pero aún muy cercanas en el tiempo de
la historia, cuando las fuerzas del universo estaban dirigidas por algún
dios caprichoso. El pensamiento mágico otorga intención al Cosmos, lo
cual se antoja demasiado ingenuo para el desarrollo de la mente
occidental; sin embargo, la antropología nos explica que los orígenes de
estas intenciones están muy bien pensados. Tanto como piensa sus
orígenes el pensamiento racional: ambos observan el medio ambiente,
asocian fenómenos entre sí en el espacio y en el tiempo y extraen sus
propias conclusiones de la experiencia; una experiencia que les permite
sobrevivir en su ecosistema particular.
En realidad, explica Jung, la intencionalidad atribuida al medio es
resultado del nivel de proyección de lo inconsciente. Es una cuestión de
aprendizaje de la conciencia el mirar hacia dentro y profundizar en sí
misma. Mientras un pueblo “primitivo” equilibra su falta de
individuación mediante rituales con los que se canalizan las fuerzas
inconscientes no reconocidas como propias, los occidentales se sumergen
en la neurosis colectiva al negar la proyección que permite ese correcto
flujo mientras no es asimilado como algo interno; la supresión de las
religiones sólo tiene sentido si conlleva el reconocimiento de las fuerzas inconscientes como parte del individuo y su correcta interrelación y control, algo que están lejos de conseguir las mentes del siglo.
Ninguna cultura tiende a considerar que su lógica es inferior a la de
otras culturas; tal y como un occidental se ríe de un indígena, el
indígena se ríe del occidental y ambos se consideran uno a otro ingenuo e
ignorante de la naturaleza. Pero ambos se mueven en el nivel de las
historias y los mitos de su cultura particular. La estructura psíquica
que los soporta es la misma para ambos. ¿Puede ser una historia mejor
que otra?
Si el hombre moderno renegó hace apenas siglo y medio de lo que Kant
estableciera como noúmeno, no es por haber demostrado su inexistencia,
sino porque ha considerado que no lo necesitaba. El materialismo, como
mito presente, y su asociación con el pensamiento científico es un
capricho del siglo XIX, una necesidad histórica determinada por las circunstancias, como todo en la vida.
Hay una afirmación considerada obvia en el pensamiento occidental: la
realidad física es, se da por hecho. Si lo físico es, no necesita
explicación. Pero hay algo peor: lo físico se asocia arbitrariamente a
la materia; y, si la materia es la causa última, no tiene sentido buscar
más allá. Ahora bien, ¿por qué es obvio que la materia existe?
Sencillamente, porque los conceptos están vacíos, que diría Noam
Chomsky.
En términos estrictos, es cierto que se puede afirmar que todo es
materia, pues todo lo considerado sobrenatural se termina convirtiendo
en natural y parte del mundo sensible una vez que se supera el zeitgeist
correspondiente y se amplían las miras. El significado de materia no es
hoy el mismo que hace cien años, y mucho menos que el que se le
atribuía hace dos siglos; la ciencia de hoy puede afirmar que la materia
carece de sustancia, o, para ser más precisos, exige que se
reinterprete lo que se entiende por sustancia, lo cual era pura magia
para la ciencia de ayer –y la más reaccionaria de hoy, ciertamente—.
Lo mismo ocurre con la arbitrariedad. Asociada ayer a la ignorancia,
hoy apunta a ser una cualidad inherente a la realidad que habitamos. Las
causas y los efectos clásicos se desvanecen y lo invisible se muestra
no sólo como realidad, sino como origen y contenedor de una pequeña
parte sensible.
La cultura occidental ha sobrevivido más de dos mil años con un
sistema lógico que dio por verdadero. El siglo XX descubrió que la
lógica sobre la que se sustentaba su civilización era insuficiente para
comprender qué es la realidad. Diferentes lógicas se hicieron posibles;
el pensamiento perfecto ya no equivalía a la lógica nacida con
Aristóteles y redondeada por el siglo XIX, sino que había diferentes
formas de procesar la información y cada una se adaptaba a unas
necesidades concretas; la lógica booleana sirve para devastar el
planeta, pero no para entender los fundamentos de la realidad que hace
existir a ese planeta.
Y, con todo, a día de hoy es práctica común exigir a quien habla de
ciencia adscribirse al materialismo si quiere medrar como ciudadano de
pro. Son cosas de los tiempos en que los humanos dormitan en lo
superficial y confunden lo epistemológico con lo ontológico. Así, una
ciencia que tolera una filosofía ajena al materialismo y que no se
sujeta a la lógica es “pseudociencia”, tal y como establece y sella a
sangre y fuego Mario Bunge, el filósofo de la ciencia más respetado por
los tiempos que corren.
Pero, ¿qué lógica? Pues todo pensamiento es un proceso lógico por
definición; incluso el pensamiento mágico, por el simple hecho de ser
pensado, es lógico de necesidad. No existen estados “prelógicos”, sólo
lógicas diferentes aplicables a diferentes aspectos, necesidades y/o
intereses en relación a la forma que adopta la realidad para cada
civilización. ¿Lógica formal como sustento necesario del pensamiento
científico? No es de extrañar que la física cuántica se convierta en un
atolladero si se insiste en reducir el pensamiento científico a los más
básicos algoritmos.
¿Qué materialismo? ¿Cómo ser materialista sin haber definido la
materia? ¿Cómo definir la materia si se desvanece entre los aparatos
conforme el escrupuloso y necesario –que conste en acta la afirmación
“necesario”— método científico se acerca a las esencias de lo real?
Allí, donde materia e idea parecieran tener una “sustancia” común a
ambas. Todos serán materialistas. Porque todos serán idealistas.
Cuando se pretende que un dogma ontológico se considere asociado como
algo natural, no caprichoso, al concepto de ciencia, libre por
definición de tales reducciones, entonces, el mapa se confunde con el
territorio. En realidad, ya no se explica nada, sólo hay un manual de
instrucciones en el que se describen los pasos para manipular un objeto
de una determinada manera, en este caso la naturaleza.
Pero ello no excluye que existan otras maneras de manipular el
objeto, ni de que existan otros modos de uso; la herramienta es
herramienta porque se emplea con un propósito, no porque el propósito
sea inherente a la herramienta.
Pero, para entenderlo, quizás habría que profundizar un poco más en los conceptos.
Erraticario