Aprendiendo la historia secreta de la humanidad ante el abismo de las nubes, en el borde de una ciudad que se parece a Washington con sus construcciones masónicas llevadas a extremo de la “armonía” tecnológica — o quizás como se imagina el Venus Project–, el personaje de Thwaites recibe la memoria guardada por The Giver, el personaje iniciático que encarna Jeff Bridges. Al igual que pensaban Walter Lippman y Ed Bernays, los grandes ideólogos de las relaciones públicas, cuyas ideas se han convertido subrepticiamente en parte de la política neoliberal estadounidense, el pueblo debe de ser protegido de sus propias decisiones, ya que es por definición ignorante: para esto se crea una sociedad tecnocrática híper-eficiente, comandada por una élite e iluminada por la ciencia y el progreso (que para avanzar al futuro prometido sin tropiezos mejor hace eliminando el pasado que tiende a los círculos). Vemos en The Giver una versión de la tecnoutopía que tiene en el cine algunos ecos, como el gran clásico de sci-fi y poesía intergaláctica low-budget, Alphaville, una película en la que al igual que en el libro escrito por Lois Lowry, se ha editado el lenguaje con un sesgo cientificista, eliminando todo aquello que no pueda ser definido objetivamente, buscando “la precisión del lenguaje” (porque, como sugirió Confucio, de la arbitrariedad lingüística nacen todos los problemas del estado, lo incontrolable). Por esto palabras usadas para referirse a emociones, como “amor”, permanecen apenas como vagos fantasmas detrás de las improntas que rigen el contenido mental como un duro casco. Por eso el peligro más grande que enfrenta una sociedad es abolir la memoria histórica, que antes ya ha intentado construir estas utopías encabezadas por una élite que busca protegernos de nosotros mismos; porque incluso podemos perder la memoria de quiénes somos y dejar de acceder al contenido más esencial de nuestro ser como pueden ser las emociones o la inclinación a habitar poéticamente el mundo.
Existe, sin embargo, un depositario de la memoria en quien se confía para tomar ciertas decisiones, acaso porque los líderes son conscientes de su propia limitación intelectual al no tener una memoria viva con mayor perspectiva. Pero ver más allá en el cristal del tiempo, en la memoria, es saber que el mundo puede ser diferente y como tal es dar vida a su antípoda: el otro mundo posible más allá del cerco de la realidad que protege a la sociedad del caos de las sensaciones brutas e indómitas. Esto desencadena la infalible serie de lugares comunes que permiten la resolución del arco dramático, el triunfo del héroe y el reestablecimiento del orden ideal: porque siempre que haya un trazo de memoria, una llama de amor, éste triunfara. Esto es algo que ocurre como dictamen inexorable en el ADN de la doctrina de Hollywood, pero más allá de esta trayectoria, podemos ver claros relumbrantes alternativos, donde sólo avanzan ideas y emociones que nos regalan pinceladas puras de tiempo y espíritu.
Una de las ideas que vemos desfilar en el plano metanarrativo es la disyuntiva entre la homogeneidad y la heterogeneidad o la mismidad y la otredad. En el marco de la creación de una utopía transhumanista genéticamente diseñada se sugiere la posibilidad de que el dolor nace de la diferencia (la diferencia que produce el fanatismo, la guerra, el racismo, etc.), y por lo tanto es mejor abolirla, aboliendo también el dolor. Para esto es necesario abolir también las emociones y todos su registros, ya que fácilmente desencadenan pasiones y éstas producen los grandes conflictos que todos conocemos, que hacen que miles de millones de personas sufran sobre la faz de la Tierra. Pienso en el duelo intelectual imaginario entre Sartre y Baudrillard, erigido bajo la visión del existencialista de que “el infierno son los otros” y en la visión del padrino del simulacro, de que el infierno es lo mismo (“toda nuestra sociedad tiende a neutralizar la alteridad”) y por lo tanto el paraíso es la diferencia. The Giver tiene ese atisbo, en la cascada del color que nace, en la primera memoria que es la nieve, en la primera música y el primer beso en el jardín secreto de la pirámide, de que el paraíso es lo otro. Y aunque esta idea no sea innovadora, nos lleva con el poder electrizante de la técnica (en ráfagas de yuxtaposiciones de imágenes que son como inspiradores anuncios de lo que es ser humano) a una especie de renacimiento en el que volvemos a apreciar que el mundo sólo tiene sentido porque podemos sentir (con toda la gama de sensaciones en los extremos del espectro que eso conlleva)
Estas películas son especialmentes estimulantes en el modo en el que arrojan preguntas y plantean cuestionamientos sobre los diferentes mundos posibles; cuando empiezan a dar respuestas, como ocurre con el 99% de las películas que se exhíben en el Multiplex cinematográfico en la actualidad, entonces pierden un poco de su resplandor. Mejor dejar preguntas como páramos abiertos que respuestas como espacios reducidos. Esto le pasa un poco a The Giver en algunos momentos finales donde recurre a la resolución (Hollywood le tiene pánico a lo indefinido y busca llenar todo vacío rico en posibilidades alternas) y a explicar y a hacer explícito; el amor, se nos muestra siempre, es más fuerte y el héroe cumple su cometido, transformándose y reestableciendo el orden ideal de las cosas. Pero esto se le perdona, siendo que probablemente es una especie de derecho de piso, un dogma sin el que Hollywood no te presta sus juguetes y sus princesas y las cosas no se ven tan bonitas como se ven en The Giver (una película visualmente estremecedora, que cumple con creces la narrativa de descubrir el mundo de los sentidos y las emociones que el protagonista vive al recibir shots psicodélicos de memoria, que son como viajes de DMT extravasados en abrazos).
Como suele ocurrir, muchas personas se sienten decepcionadas cuando un libro que les gusta y les es entrañable encuentra un escaparate visual. Y aunque Hollywood suele echar a perder lo que toca con su varita mágica de efectos, greenscreens y estrellas, me parece importante ver las película y los libros como diferentes entidades, aunque la mente tiende a comparar y a remitirse a sus asociaciones. The Giver no sólo es la versión cinematográfica del libro de Lois Lowry, es un remix de numerosas otras películas de ciencia ficción, una danza visual entre el paraíso y la distopia que cumple con una doble propuesta, hacernos sentir (algo que muchas películas hacen a través de una fórmula efectista) y hacernos cuestionar el mundo (algo que pocas películas hacen, especialmente cuando también se logra activar el lado instintivo). Volemos en ese doble pájaro de alas de colores, de sentir para poder pensar mundos distintos.
Alejandro Martinez Gallardo