El asombroso caso de Phineas Gage
El calibrador Phineas Gage aún sigue siendo un misterio y mucha fascinación para los psiquiatras y médicos de todo el mundo. Corría el año 1848 cuando este joven de 25 años trabajaba como capataz en la construcción del ferrocarril que haría el trayecto entre Burlington hasta Vermont. El 13 de septiembre, Phineas estaba embalando una carga de explosivos y ésta explotó por accidente. La barra de hierro que él usaba para aprisionar salió despedida a gran velocidad. Ingresó por su mejilla izquierda y salió por la parte superior de su cráneo. Vale la pena decir que la barra pesaba cerca de 6 kilos y medía más de un metro de largo.
La lesión de Phineas Gage implicó los lóbulos frontales, pero el muchacho igualmente podía hablar. Sus compañeros pensaron que no sobreviviría a tal accidente, pero lo llevaron a un médico. Durante todo el trayecto, el joven permaneció consciente y tras 10 semanas de estar internado, regresó a su hogar. Contra cualquier pronóstico, aún el más esperanzador, Phineas sobrevivió.
Como consecuencia de este accidente con una barra, los nervios ópticos y oculomotores de su ojo izquierdo se afectaron. Los médicos indicaron que si un objeto con esas dimensiones atraviesa el cráneo directamente destruiría los lóbulos frontales y las estructuras vasculares vitales. Lo que parece que ocurrió con este joven es que la barra atravesó por debajo y si bien lesionó una parte de su cabeza, no acabó con su vida. Pero si, ocasionó un gran cambio en su personalidad.
Gage ya no era Gage, según dijeron los que conocían bien a este hombre. Las palabras del médico que lo atendió, el Doctor Harlow fueron: “el equilibrio entre su facultad intelectual y la propensión animal se destruyó”.
Meses después del accidente, volvió a su trabajo como capataz en la empresa de ferrocarril, aunque algo en él había cambiado. Antes, era un hombre cordial, responsable, amable y eficiente. Después, se transformó en una persona irascible, irreverente, impaciente, blasfema, irregular y grosera. Era muy obstinado cuando lo contrariaban en algo y abandonaba cualquier proyecto que emprendía. Por esta razón, perdió su empleo. Luego trabajó como cuidador de caballos en la ciudad de New Hampshire y como conductor. Hasta se exhibió como si fuera una atracción en el museo Barnum de Nueva York, con la misma barra que provocó esos cambios.
Murió en 1860, 13 años después del incidente. Sufrió varios ataques epilépticos en pocos minutos y su cuerpo no lo resistió. Tanto su cráneo como la barra se conservan en la Universidad de Harvard, debido a que llama mucho la atención su caso.
El cambio de personalidad provocado por el accidente dio una buena pista a los investigadores y neurólogos. Se pudo saber que las zonas afectadas por la barra correspondían a las zonas del cerebro encargadas de “moldear” la personalidad en las personas. Las lesiones que había sufrido no habían afectado en lo absoluto su capacidad para procesar la información, tampoco su capacidad para hablar, caminar o moverse. Sin embargo, modificaron sustancialmente su forma de ser.
La información que ofreció este caso a los científicos es de tal magnitud que se hicieron diferentes tipos de pruebas para demostrar lo que se descubrió. Por ejemplo, en 1890, un científico alemán pudo saber que los perros estaban más calmados y tranquilos después de que se les extirpara su lóbulo temporal. Y, años más tarde, en 1935, el médico neurólogo Egas Moniz es el encargado de inventar la lobotomía en un hospital de la capital de Portugal, Lisboa.
Esta técnica se usó durante mucho tiempo para tratar a pacientes con diferentes enfermedades psiquiátricas. Cerca de 50 mil personas fueron lobotomizados sin mantener un seguimiento de sus reacciones, cambios o mejoras (si es que las había). La lobotomía fue, es y será un tratamiento aberrante. Lo bueno es que desde hace bastante que no se practica más (la última fue en 1967) y que para generar un efecto similar se utilizan fármacos como son los ansiolíticos o los antipsicóticos
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