No
teme abrir libros en zonas de guerra. Tampoco cerrarlos. Aunque lee
para llegar a lugares extremos en selvas a las que nadie quiere entrar,
también sabe guardar los libros, callarse y escuchar. El libro no es un
objeto sagrado, todopoderoso. A veces las historias primero las cuentan
las comunidades que visita y luego, poco a poco, se van abriendo a los
libros.
Y los libros los van abriendo al mundo en el que ella cree, uno donde
viven muchos monstruos, más gordos y más grandes que los que disparan
armas, capaces de arrancarle la cabeza al dolor y a la rabia.
Cuando Irene Vasco me habla de su trabajo, imagino que estamos en
otro lugar: veo cómo sube y baja por senderos que se han enyerbado
porque casi nadie camina por ellos, senderos que se han borrado para que
nadie los recuerde, para que nadie se meta donde no lo llaman. Pero
ella va, con otros colegas, y enfrenta las miradas de desconfianza sobre
los suelos de tierra. Entra en zonas de paramilitares, donde hay
guerra, violencia y desconsuelo. Llega a comunidades campesinas,
indígenas, de desplazados; a zonas rurales por todo Colombia, y se abre
paso porque tiene claro lo que busca: niños, maestros, bibliotecarios,
padres a los que atrapar con la palabra escrita.
Irene Vasco en una de sus excursiones de lecturas en Colombia.
Cuenta que una vez que visitó un municipio regido por las FARC, la
ayudó pensar, simplemente, que eran tan colombianos como ella y que la
literatura y el arte operarían allí de la misma manera. Aunque las
reglas eran impuestas por la guerrilla y quienes visitaban el sitio
debían “cuidar las palabras, los gestos, incluso el equipaje y las
comunicaciones con la familia” aceptó el reto que le proponía la
Biblioteca Nacional y llegó cargada de libros y materiales en busca de
lectores.
Y ¿qué les leyó? Donde viven los monstruos de Sendak.
“Mi eterno cómplice a la hora de seducir lectores, fue, como suele
suceder, el más aplaudido. Cuando comencé a develar los secretos
escondidos entre las imágenes, la sorpresa y las reacciones fueron
generales. Todos y cada uno, desde su punto de vista, hablaban de la
muerte, la libertad, el secuestro, la paz, la guerra, temas que en la
vida cotidiana y de manera directa no se podían tocar so pena de ser
condenados a graves castigos o expulsados de la Zona”, cuenta Irene en
un artículo para la revista Barataria.
En esas visitas, que a veces parecen más misiones de paz, Irene lee
libros, anima a los libros, da herramientas a los mediadores; habla con
las madres, los padres, los abuelos, que a veces no saben leer, para
decirles que ellos tienen algo adentro que es valioso, un bagaje, una
tradición oral, una sabiduría, un dominio del mundo que es necesario que
transmitan.
Casi nunca se presenta como escritora. En ocasiones muchos se quedan
sin saber que ella también escribe libros como los que han compartido.
“Irene” es una palabra, una palabra que le encanta porque quiere decir
“mujer pacífica”. Para ella es más importante la relación afectiva que
se genera en los talleres y en las lecturas, abrir un espacio de paz,
que presentar alguno de sus 30 libros o hablar de su carrera.
A veces no se interna en la selva. Visita los barrios marginados,
zonas suburbanas, centros de rehabilitación, cárceles. Una vez no
conseguía enganchar a nadie, apenas leía una página de sus libros
infalibles y su auditorio se desconectaba. “Por primera vez sentí que
los libros que siempre llevo a la espalda no me servían para nada”.
Irene, a los 27 años, “despeinada”, dice.
Entonces cerró los libros y habló. “Les conté que en mi infancia mi
mamá me cantaba una canción que no recordaba bien y que tal vez ellas
conocerían pues era de su región: la maravillosa Señora Santana porqué llora el niño
me salvó el día. Yo repetí torpemente dos o tres palabras de una
canción que sé de memoria intentando despertar algo en ellas. Fue como
un milagro. Este villancico tradicional de las comunidades negras del
Pacífico, me abrió sus puertas, sus ojos, su atención y pude, por fin,
comunicarme. Me enseñaron a cantar esa y muchas otras de sus canciones.
Poco a poco fueron contando historias de espantos, de pesca, de ríos, de
sus tierras. No hablaban de muerte, violencia ni dolor. Hablaban de
recuerdos culturales y sociales”.
De ese encuentro surgieron muchos libros personales. Cada una de las
mujeres, con la ayuda de Irene, escribió y fabricó un libro que las
reconectó con su memoria, que las hizo sentir esperanza.
Ilustración de Daniel Rabanal para Mambrú perdió la guerra.
Y de estos diversos encuentros, con historias así, a veces surgen también ideas que Irene transforma en libros. Mambrú perdió la guerra
(FCE) la hizo pensar en las situaciones que atraviesan muchos de los
niños y niñas que conoce y también la situó en su propia relación de
abuela con sus nietos. Emiliano, es el nombre del protagonista y de su
nieto mayor. Fue Emiliano por Emiliano Zapata y por el recuerdo de un
viaje a México. “Yo había escrito otro libro que se llama Jero Carapálida. Mi otro nieto es Jerónimo… y Emiliano ya me había dicho ‘y cómo así que yo no tengo libro”.
¿Qué es lo que más te gusta del personaje de Emiliano en Mambrú?
Su transformación. Es un niño con cierta información política previa,
porque ha ido a los campos de refugiados, sabe que en casa de sus
padres siempre están los líderes que con frecuencia son perseguidos…
Tiene 13 años pero es infantil, tiene miedos, quiere su computador… y
ante una terrible prueba logra salir limpio y grande. Logra echar un
lazo a su familia, a su memoria, a su abuela, un tema que generalmente
es descuidado en la actualidad, ya no se transmite memoria. Eso pienso
que es como un robo que se le hace a la juventud de hoy, no transmitirle
el bagaje familiar y cultural, dejarlos en la televisión. Las palabras,
las fotos, las historias de la familia no se están pasando. Y Emiliano,
aunque al principio le parecía todo eso muy aburrido, también logra
sentir que es importante para él. Mambrú perdió la guerra toca
una realidad particular pero creo que logré tocar ciertas emociones,
fibras; los miedos, las dudas existenciales, los dilemas que atraviesa
cualquier niño.
¿A qué te gustaba jugar cuando eras niña? ¿A qué juegas hoy?
Fui la mayor y la única mujer entre tres hermanos. Samuel y Mauricio
nunca quisieron jugar a las muñecas conmigo. Así que tuve que aprender a
jugar con balones y canicas. Creo que ellos se aburrían y se escondían
de mí porque no lo hacía bien. Yo también me aburría con sus juegos
bruscos y me encerraba a leer. A veces los adultos me regañaban porque
no jugaba. Me enfrascaba en cuanto libro o historieta me cayera en las
manos. El resto del universo dejaba de importarme. Todavía me pasa eso
cuando una buena novela me atrapa. ¿Eso es jugar?
¿Crees que existe el amor a primera vista con los libros?
Tantas y tantas veces he sentido amor a primera vista por los libros
que no podría hacer la cuenta. Muchas veces el amor ha sido
gratificante. Sin embargo, una que otra novela, es lo que me gusta leer,
me decepciona. Tengo que abandonarla a pesar de la pasión del
principio. ¿Así es siempre el amor? ¿Ocurre sólo con los libros?
¿Un momento de tu infancia en el que juraste que existía la magia?
Siempre he creído en la magia. Desde niña me leían las manos, hacía
conjuros para todo y para nada, cumplía a cabalidad las promesas para
que se me cumplieran los deseos… Ahora no sólo sigo creyendo: escribo
conjuros y sortilegios para que los niños nunca dejen de creer.
¿Cómo te enamoraste de la literatura? ¿Cuál es tu primera historia de lectura?
Creo que todos los lectores contestamos lo mismo: una voz narradora
nos sedujo, nos metió de cuajo en este asunto de leer como si en ello se
nos fuera la vida. Mi mamá, mi a abuela, mi papá, se encargaron de
contar, cantar (mi mamá es cantante) y leerme desde muy pequeña, desde
cuando no se hablaba de promoción de lectura ni de animación ni de todo
lo que hacemos ahora con conciencia. Antes también se hacía pero de
manera natural, sin esperar nada a cambio.
Mi primer libro “gordo”, completo, lo leí a los siete años. Fue Heidi,
de Johanna Spyri, en la desaparecida salita de lectura de la Biblioteca
Nacional de Bogotá. No prestaban los libros para la casa pero mi mamá
me llevaba todos los sábados por la mañana. Era la única lectora que
llegaba. ¡Tenía toda la biblioteca para mí sola!
Mi segundo encuentro fue con La princesa que pedía la luna
de Eleanor Farjeon. Aún leo y releo los cuentos de este bello volumen
que Editorial Juventud sacó del catálogo hace algunos años pero que con
seguridad pronto volverá a publicar. Los niños contemporáneos merecen
tener esta joya, este clásico. Mi hija creció con este libro y ahora
también escribe para niños. ¿Habrán tenido alguna influencia estas
lecturas?
Invéntate un nuevo nombre y profesión: ¿cómo te llamarías y qué serías?
Te cuento mi seudónimo si no se lo cuentas a nadie: Catalina Mendoza.
Suena ridículo pero fue el nombre que inventé cuando era adolescente y
algún muchacho que no me caía bien me preguntaba cómo me llamaba. “Mucho
gusto, Catalina Mendoza”. Eso sí, al poco rato de conversar, cambiaba a
mi verdadera identidad pues el muchacho solía ser mucho más divertido
de lo que yo creía al principio.
Todavía, cuando contesto el teléfono y son llamadas de bancos o de
ofertas de productos que no quiero comprar, uso esta misma identidad
secreta. Si me llamara Catalina Mendoza, tendría una profesión muy
parecida a la que tengo: sería una mentirosa. ¿No crees que los
escritores somos mentirosos por naturaleza? ¿Dónde está la gran
diferencia?
¿Qué debe tener una historia para que enganche a un niño o un joven?
Unos personajes fuertes, que vivan y experimenten dilemas y
situaciones conflictivas, son los ingredientes mínimos para una historia
atrape al público al que se dirige.
¿Cómo se consigue que un niño ame los libros?
Leyendo en voz alta libros de gran calidad literaria. Poniendo en las
manos libros de gran calidad estética. Acompañando las lecturas con
diálogos de gran calidad emocional.
PRESÉNTATE CON UN NIÑO
Soy bruja y me gusta convertir a los niños en murciélagos y a las
niñas en ranas con la varita mágica que llevo a todas partes. ¿Qué
pensarías de una señora mayor que se presenta de esta manera?
Soy una vieja, porque ya tengo 62 años y ya tengo derecho a que me hagan rebajas.
Soy una abuela aventurera. Me verás en las motos, en los botes, por
todas partes, en todo el país. Me gusta que la gente sepa que soy mayor,
pero que tengo un espíritu aventurero. Además puedo manejar todos los
computadores y aparatos y tabletas. Mis nietos me dicen Irene, no
abuela.
Vivo a dieta, hace unos años pesaba 20 kilos más que ahora, todo se me antoja.
Soy muy lectora y necesito leerle a los demás. Siempre estoy buscando
a quién poder leerle. Tengo una vida familiar muy muy fuerte. Somos
cuatro generaciones que siempre estamos juntos, mis padres, nosotros,
mis hijos y mis nietos, muy unidos. Yo me siento un poco culpable porque
me voy por meses a estas aventuras.
Y por último, siento que mi trabajo, aunque es muy feliz, muy
aparentemente ligero, porque es contar cuentos para niños, es
profundamente político, eso para mí también es muy importante, que mi
participación dentro de la construcción de una nación, es justamente
contar cuentos.
PARA LEER A IRENE
Mambrú perdió la guerra
Irene Vasco. Ilustraciones: Daniel Rabanal. FCE.
Emiliano y su perro Mambrú viven una historia tan real como
escalofriante y deben permanecer escondidos en una cabaña abandonada
donde la vida de ambos corre peligro. Ahí Emiliano tendrá que tomar una
dura decisión.
¡Ya empieza la abuela con su cantaleta de los juegos y la tele!
Me gusta visitarla porque siempre tiene historias que me divierten, pero
detesto que me eche en cara las horas que paso frente a las pantallas.
Cada vez que le pido que me deje ver mi programa favorito o algún video,
me invita a montar en bicicleta o algo por el estilo. Quiere que
hagamos carreras, que cocinemos, que leamos y, últimamente, que miremos
el álbum de fotografías viejas.
Debo confesar que lo de las carreras en bici me humilla un poco.
Por alguna razón incomprensible, ella siempre me gana. Tiene un
bicicleta anticuada, pesada, pero la maneja como si fuera un Fórmula 1.
Al día siguiente de mi llegada, me regaló una bici de carreras. Se
supone que debería montar mejor que ella, pero me dan miedo las subidas y
bajadas, y freno ante todos los obstáculos. En cambio, la abuela
acelera, dejándome atrás como si yo fuera un niño de triciclo. Las
abuelas deberían comportarse como abuelas; mejor dicho, como las viejas
de los cuentos, no como jovencitas que ruedan por el mundo rebasando a
sus nietos.
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